El fin de los principios
La vida en sociedad se está volviendo caótica. Violar las normas y los límites naturales de la sana convivencia es moneda corriente. La violencia les ganó terreno a la tolerancia y la comprensión. En actos cotidianos están presentes los antivalores humanos, sociales, éticos y morales, porque están echando raíces en todos los estamentos y en todas las edades. El proceder incorrecto se está naturalizando y, lo más grave, es que no se avizoran visos de retorno. ¡Algo peligroso!: muestra que el tejido social está muy enfermo, que la educación y la vida cívica van dejando atrás su norte. El caso de Naira Cofreces, la joven de 17 años que murió en Buenos Aires por la brutal golpiza que recibió al salir de la escuela, muestra hasta qué punto convivimos con la irracionalidad, el desquicio humano... Fue un hecho de violencia extrema: le reventaron el cráneo a alguien que no podía defenderse de una cuasi patota de compañeras alentada por pares... ¡Se truncó una vida! ¿Tanto odio, sed de venganza y crueldad enquistó en sus entrañas nuestra sociedad?

Y mientras especialistas indagan las causas de la agresión y ponen en tela de juicio si el horroroso homicidio fue -o no- producto del bullying, nadie hace un ápice por detectar y empezar a revertir los errores que propulsan la ignominia. La tarea no es fácil cuando se desbordan los límites. Existen fallas estructurales que requieren soluciones afines. Los parches coyunturales no sirven; no son pilares para aguantar un proyecto de cambio social a largo plazo. Pero urge replantearnos cómo llenar los vacíos de contención, de cariño, de confianza y de respeto por los demás.

Aunque no es la única responsable, se puede empezar por la célula básica: la familia. Siempre nos enseñaron que es la principal educadora, algo que en la adultez pudimos comprobarlo con orgullo cuando alguien nos dijo a modo de alabanza: “sos el fiel reflejo de tus padres...”

En familia aprendemos a relacionarnos con nuestros padres y hermanos, a crear lazos de amor, de amistad, de solidaridad. Para poner en práctica los buenos modales nos inculcan usos y costumbres, normas y valores sociales, el sentido de lealtad, de honestidad, de libertad. Y nos aclaran que todo en la vida tiene límites que no debemos sobrepasar. Cuando crecemos con esta guía, aprendemos que libertad no es lo mismo que libertinaje. Que la libertad absoluta no existe porque termina donde comienza la libertad del otro y el respeto por la vida del otro.

Si la familia retoma sus funciones de contención y de formación primaria, y si estas se extienden, se acentúan y se cumplen en las escuelas, empezaremos a recuperar los valores y principios arrojados al fango y a desterrar de a poco la abominable ley de la selva.

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