El desafío de educar para la trascendencia

El desafío de educar para la trascendencia

La transmisión de valores no depende sólo de las escuelas, sino también de los padres, que han cambiado la autoridad por la complicidad.

El Informe Delors -elaborado por la Comisión Internacional de Educación para el siglo XXI de la Unesco- definió hace un tiempo cuatro grandes pilares para la educación del futuro: aprender a hacer, aprender a ser, aprender a aprender y aprender a convivir. La estrategia no es descabellada. Apunta, sobre todo, a recuperar en las aulas aquellas costumbres que hicieron grande a la Argentina y que se fueron olvidando al amparo de las sucesivas crisis sociales, económicas y políticas.

Basta ver la escalada de violencia escolar que recorre las escuelas como un virus para entender que la sociedad actual está atravesando una grave crisis de valores. Una crisis que se expande más allá de las aulas y se apodera de las canchas de fútbol, los recitales, los viajes en transporte público y hasta los asados en parques y lugares de esparcimiento.

Todo esto tiene al menos tres raíces: los malos modales, la falta de respeto y un total abandono de los valores morales. De los tres, el último es justamente el que está provocando más cambios en el tejido social. Porque la educación y la transmisión de valores no depende solamente de la escuela: los padres tienen un rol primario y fundamental en el asunto. Vivimos en una sociedad en la que si no se es joven se está enfermo. Por eso, para muchos, la paternidad es sinónimo de "señor maduro" y, en consecuencia, cada vez hay más progenitores que dicen: "soy el mejor amigo de mi hijo". O señoras que se enorgullecen de ser confundidas con la hermana mayor de su hija. A ninguno de ellos se les ocurre probar el ser padres -en toda la extensión de la palabra-, que es un desafío mucho más importante que ser amigos. Porque si los hijos quieren amigos pueden tenerlos a montones y de mucha mejor calidad entre los chicos que los rodean. Son esos amigos los que cumplirán mejor con una condición que jamás podrá tener -ni conviene que tenga- un progenitor: la complicidad.

Esta postura es llevada al extremo por el filósofo español Fernando Savater, quien en su libro "Ética para Amador" (Amador es su hijo), sostiene que para educar es necesario que exista cierta autoridad. Dice, por ejemplo, que el hombre es como una hiedra que para crecer necesita apoyarse en algo que le ofrece resistencia: una vara, un tutor o un tronco. "Así tiene que ser el padre, el profesor o el maestro: la persona que ofrece resistencia. Y seguramente uno tiene que ser, de vez en cuando, antipático. El querer ser siempre simpático y popular es muy agradable; pero la labor del padre o del profesor no es precisamente ésta", señala.

Dar el ejemplo

De esto se desprende que la ética y la moral deben ser parte ineludible de la educación familiar y escolar. De hecho, el propio Aristóteles, en su "Ética a Nicómaco", concibe a la moral y a las buenas costumbres como algo de lo cual hay que hablar con los jóvenes, por lo menos hasta que tengan la edad suficiente para entrar en el mundo de la ciudadanía. Y aún más: también hay que predicar con el ejemplo. Eso de que los hijos son un poco el reflejo de sus padres es una verdad incontrastable. Una verdad que muchos hombres ilustres del país y de la provincia supieron pregonar sin temor a la vergüenza.

Miguel Lillo, de cuya muerte se cumplieron el miércoles 80 años, fue uno de esos hombres que transmitió a sus alumnos aquellos valores que garantizan la trascendencia. Una trascendencia que no se mide pasando por la casa de Gran Hermano o acumulando amigos ficticios en Facebook. Se mide por las bondades de la descendencia. Y si las generaciones que vienen consiguen ser mejores, entonces toda nuestra existencia habrá tenido sentido.

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