Los Z y el tiempo
LOS DE LA ERA POST-INTERNET. Navegan horas en las diferentes plataformas en busca de significados que no encuentran en la enseñanza tradicional. LOS DE LA ERA POST-INTERNET. Navegan horas en las diferentes plataformas en busca de significados que no encuentran en la enseñanza tradicional.
26 Abril 2021

Juan María Segura

Experto en Educación

Las declaraciones de los referentes intelectuales de la educación, nostálgicas y corporativas, contradicen la realidad y las investigaciones más recientes. Si bien me estoy refiriendo a las declaraciones de una persona en particular, noto que son afines a las que se escuchan habitualmente de parte de los “representantes” de la enseñanza y de la educación institucional.

Son declaraciones nostálgicas porque hablan de un pasado de vivencias y prácticas personales envueltas por emociones que todo lo distorsionan. Son declaraciones corporativas pues alzan la voz casi ciegamente en defensa de la causa de un grupo de trabajadores en particular, los docentes, desatendiendo condiciones fundamentales del entorno en que debe realizarse su práctica o tarea. Son declaraciones que contradicen la realidad pues, intencionadamente, obvian que el mundo cambió en cuestiones viscerales, trivializando algunas disrupciones claves. Finalmente, son declaraciones que raras veces se valen de evidencias reunidas a través de investigaciones recientes. En resumen, son declaraciones que se presentan como una extraña combinación de anécdotas personales, opiniones no empíricas y sentimientos enaltecedores que supuestamente se ponen al servicio de una causa nacional, pero que solo sirven para preservar el status y la zona de confort de un club que va perdiendo adeptos, aprecio social y utilidad.

Las evidencias de que estamos mojando los pies en un mundo novedoso que recién está emergiendo son tan brutales, que cuesta comprender aquello que motiva negarlas. Datos, máquinas y redes hackean al hombre y lo obligan a repensar la sociedad entera. Al decir de Harari, el prestigioso historiador israelí, el ser humano se encuentra por primera ver en su historia frente a un sistema capaz de saber más de uno que uno mismo. No se trata de una revolución de las pantallas sino de los inputs y de su procesamiento y habilitación como insumo de diseño. ¿Para diseñar qué? Todo… nuevamente. Desde la planificación urbana, hasta la medicina preventiva; desde la logística global, hasta la producción de alimentos; desde la seguridad nacional, hasta las políticas de empleo; desde la espiritualidad y las prácticas religiosas, hasta los derechos de autor; desde el Estado nación, hasta la corporación multinacional; desde los sistemas de tributación, hasta las sistemas de pensiones. La combinación del conocimiento alcanzado, en especial en las ciencias de la vida, y de la potencia computacional agregada, nos enfrenta a un sistema con capacidad para hackear no ya nuestro cerebro (eso ya ocurrió en los 90), sino nuestra mente, nuestras intenciones, deseos y voluntades.

Si aceptamos que el punto de inflexión de esta brutal transformación ha sido la creación de internet, a partir de 1993, eso establece un antes y un después. Los nostálgicos y los que tenemos edades equivalentes (me incluyo en el “grupo de riesgo”) pertenecemos al antes. Yo para esa fecha ya había terminado el colegio y la universidad, mi cableado cerebral más denso se había producido frente a otro entorno de acontecimientos, prácticas, jerarquías y saberes. Mis algoritmos cerebrales ya se habían habituado a clasificar, almacenar, combinar y significar de una forma en particular, y esa forma estaba íntimamente asociada a mi entorno de clasificaciones taxonómicas. Mi maestra de primaria se llamaba Norma, ¿se entiende? Por eso, en parte, comprendo la tendencia natural que tienen quienes vienen del mundo pre-internet a buscar cobijo en esas vivencias, saberes y dominios. Sin embargo, según la RAE, la nostalgia es una tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida, y nada honra mejor a esa definición que declaraciones que obvian que actualmente más de 5 billones de personas (64% de la población mundial) acceden diariamente a internet. El sentir nostálgico lleva implícito el anhelo de volver a vivir al pasado, o de reeditarlo tal cual, lo cual es especialmente impracticable en este nuevo entorno.

Claro que además están los que nacieron en la era post-internet, que son algunos de los millennials, todos los centennials y los alpha. Ninguno de ellos extraña lo que nosotros, ni anhela la vuelta hacia un pasado analógico sin GPS, wifi, o aire acondicionado. Pregunte al chofer de una cosechadora de trigo cómo se siente hacer su trabajo desde esa cabina, asistido por la nueva aparatología. Las nuevas generaciones tampoco anhelan un pasado de medicina rudimentaria, de “saberes” disciplinares pseudotribales, y de instituciones avaladas por su herencia y práctica pasada más que por su utilidad y rendimiento actual.

Los centennials, o generación Z, son la primera generación nacida íntegramente luego de la aparición de internet. Nacidos a partir del año 1998, actualmente representan el 80% de la población universitaria y escolar del mundo. Ellos son los que están haciendo ‘hablar’ a las instituciones educativas y a sus administradores nostálgicos. Ellos son los que están aprendiendo poco a partir de la experiencia institucional que les estamos ofreciendo. Ellos son los que navegan horas y horas en las diferentes plataformas, en busca de un significado que tal vez no encuentran en nuestros diálogos y propuestas de base presencial. Ellos son los que nos juzgan críticamente frente a grandes flagelos que la humanidad aún padece, como la pobreza, la trata de personas o el maltrato del medio ambiente. Ellos son los que dominan lenguajes que apenas nos interesan a los más adultos, como el lenguaje computacional y el lenguaje del chat y de internet (ver investigación de Robert Logan). Ellos son la generación más emprendedora y empoderada que la humanidad jamás haya conocido hasta el momento.

El rasgo tal vez más característico de los centennials no es que son más tecnológicos, como se supone, sino que están vinculados con el tiempo de una forma particular. El vínculo con el tiempo los define. Ellos saben que el tiempo tiene infinitos usos alternativos, y que debe ocuparse. El tiempo se usa, no se desperdicia, parece ser su lema. Por eso están tan informados, por eso tienen tanto humor, por eso son culturalmente tan sensibles, por eso leen tanto (a pesar de que no leen libros), por eso producen tanto contenido multimedial, por eso consumen tanto de las redes y las plataformas. Para ellos, la nube no es una formación en el cielo, sino aquello que les libera peso para moverse más livianos, para ser más libres, para aventurarse. También por eso se frustran cuando el tiempo no rinde, su spam de atención apenas alcanza los cuatro segundos y encuentran dificultades para profundizar, en particular aquello que no encuentran atractivo o significativo. Analizado desde esta perspectiva, el maridaje entre estos jóvenes y las actuales instituciones educativas, plagadas de tiempos muertos o improductivos, me resulta inalcanzable.

Los Z nos desafían a los nostálgicos educativos de una forma sin precedentes. La escuela y la universidad, diseñadas para gestionar una currícula generalmente oficial, deben reinterpretarse y rediseñarse para gestionar el tiempo de sus habitantes. Un minuto es una cantidad enorme de tiempo para un Z, así que debemos tratarlo con respeto. En un tutorial de 5 minutos se puede aprender, aunque cueste aceptarlo, y en el tiempo que dura una carrera universitaria se puede fundar y quebrar una compañía varias veces, vivir en diferentes países, aprender diferentes culturas e idiomas, y probar suerte en diferentes industrias. ¿Se entiende?

El pasado no es ni malo, ni inútil, como pretenden decir los nostálgicos que es visto por los jóvenes. Simplemente, nos trae memorias de relaciones humanas que ocurrían en un entorno diferente de herramientas e instituciones. No permitamos que esa dicha perdida nos impida a los mayores venir de este lado de la historia, una historia universal que aún debe ser reescrita.

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