“El político tiene que proponer visiones de futuro y convencer: no puede hacer sólo un toma y daca”

“El político tiene que proponer visiones de futuro y convencer: no puede hacer sólo un toma y daca”

La historiadora dice que la Argentina es una especie de “noria” que da vueltas sin avanzar hacia ningún lugar. “Esto es fatal porque uno de los problemas estructurales que tenemos es que, así como estamos, el país no es viable”, reflexiona Sabato.

“El político tiene que proponer visiones de futuro y convencer: no puede hacer sólo un toma y daca”

La pandemia llevó a la historiadora Hilda Sabato (Buenos Aires, 1947) a pensar en la incertidumbre y a dejarse las canas, que con sus ojos celestes componen una combinación brillante. En este tiempo de aislamiento y quietud también pudo, en sociedad con su colega santafesina Marcela Ternavasio, publicar el libro “Variaciones de la república: la política en la Argentina en el siglo XIX” (Prohistoria), que es una obra colectiva iniciada hace cinco años a partir de preguntas compartidas. “El desafío es cómo flotar en el pasado desde el presente sin que este sea un ancla que te imponga la respuesta”, dice durante esta entrevista remota por Google Meet. A Sabato estudiar el pasado la llevó a dimensionar lo que las sociedades son capaces de lograr si se lo proponen y a entender el papel fundamental de la política en ese cometido. “El político tiene que proponer visiones de futuro y convencer: no puede hacer política solamente con el toma y daca”, define.

La investigadora especializada en la segunda mitad del siglo XIX argentino opina que la dirigencia ha colocado al país “en una noria” que gira y gira, pero siempre vuelve al mismo lugar. A esto se sumó el coronavirus: “hay una especie de incertidumbre muy fuerte acerca del presente, pero, también, del futuro. Una no tiene la sensación de que la covid-19 va a pasar y de que, a partir de allí, veremos algo… diferente. Al revés: siento que todo esto sirve para congelar procesos de deterioros graves en distintos niveles que la situación de emergencia hace que se justifiquen, se emparchen y se disimulen”. Y agrega: “por favor, tuteame”.

-Paul Groussac decía que la proximidad de los acontecimientos impedía analizarlos sin mutilarlos. Hablemos, entonces, de la incertidumbre en la historia.

-La incertidumbre es un ingrediente crucial para pensar las posibilidades humanas. Los historiadores y la historiografía muchas veces hemos querido disciplinar la incertidumbre. Sobre todo en el siglo XX donde muchas propuestas de análisis del pasado estaban guiadas por una visión estructuralista de la realidad. En ese contexto, la imprevisión y la incertidumbre eran accidentes porque la historia humana estaba marcada por transformaciones de las estructuras sociales y económicas, y por procesos de largo plazo. Yo me formé en esa tradición historiográfica donde la idea es que lo que veíamos en la superficie, los altibajos y los cambios, eran expresiones de algo más profundo que se podía explicar en el largo plazo con las variables que determinaban el devenir de una sociedad.

-¿Qué pasó con esa perspectiva?

-Esa mirada entró en crisis a fines del siglo XX y sacudió algunas certezas que teníamos los historiadores sobre cómo conocer el pasado. Esa crisis permitió a quienes hacemos historia incorporar la incertidumbre como una dimensión clave del análisis: ahora esas olitas de la superficie son una parte esencial de lo que está ocurriendo y, por lo tanto, las dimensiones más contingentes son tan importantes como esas vetas de largo plazo que atraviesan a la sociedad. En mi caso esto derivó en un enfoque de lo social mediante el estudio de la política, que es el campo por excelencia de la contingencia; de la incertidumbre y de la influencia de los individuos en la historia, algo que antes negábamos.

-¿Qué implica este cambio de posición?

-Genera inseguridad en algún sentido porque vamos a buscar cosas que no sabemos qué son, y vamos a encontrarnos con momentos más calmos y con momentos turbulentos. Nosotros sabemos qué sucedió luego de la Revolución de Mayo y de la Revolución Francesa, pero los actores de la época no lo sabían. Recuperar esa incertidumbre, como decía Paul Groussac, es parte importante de entender cómo operaron: no presumir que conocían lo que iba a venir; no lo tenían claro, y actuaban en un reino de las probabilidades y de las posibilidades, y eso le da a la historia un carácter mucho más apasionante para estudiarla, aunque no sé si para vivirla.

-Pero la pandemia nos obligó a tomar conciencia sobre la fragilidad de nuestras seguridades...

-Al principio de la pandemia la incertidumbre se hizo carne. Si bien vivimos siempre con un grado de incertidumbre, y hay ciertos acontecimientos que nos cachetean y nos hacen ver que no está nada escrito, o que no sabemos lo que está escrito, esta sensación debe ser equiparable a lo que sucedió en momentos de grandes cataclismos y de revoluciones políticas. Pensaba hasta qué punto lo que nos pasa a nosotros es grave o es parte de la historia de la humanidad desde tiempo inmemorial. Yo siento que la vida, para quienes pertenecemos a cierta capa social educada y que tiene un empleo, es bastante más previsible que la que tuvieron nuestros antepasados. La inseguridad de hoy nos hace pensar hasta qué punto la incertidumbre ha sido parte de la experiencia de casi todos los que nos precedieron.

-Los argentinos nos sentimos especiales, pero por doquier pareciera que los proyectos colectivos se estrellan y padecen dolores indecibles hasta que en un punto pasan a otro estadio.

-O no pasan. Ese es el problema. Es verdad que los argentinos muchas veces nos miramos el ombligo. Hasta la llegada del coronavirus yo era una persona que viajaba bastante. Y, antes de partir, solía tener la sensación de inquietud que me generaba no saber qué iba a pasar mientras yo no esté. Después te vas afuera, y te sentís inquieta e incómoda porque estás disfrutando de otra cosa o mirando desde afuera incluso a una sociedad mucho más perturbada que la nuestra, pero eso no te llega de la misma manera, y, a la vez, te distanciás de la Argentina. Pero, cuando volvés, agarrás el diario y es como si nunca te hubieses ido. Hay cuestiones que se repiten y se reiteran, pero que, cuando una las vive cotidianamente, las absorbe con una angustia como si de ello dependiese tu futuro. Esta percepción de que todo sigue igual da alivio y calma porque es bastante habitual para nosotros la exasperación respecto de la vida política. Esa intensidad agota, desgasta y, al mismo tiempo, impide la perspectiva. Impide pensar que en otros países pasan cosas parecidas, mejores o peores. Pero la verdad es que resulta un poco inevitable porque cada vez que vuelvo me prometo a mí misma que no me voy a enganchar y no lo consigo. Es un rasgo idiosincrático que siento en mi propia piel. También es muy argentino señalar los dramas de los otros países: es una especie de contrapartida de nuestra desesperación. Oscilamos entre la autoflagelación y cierto orgullo que tiene que ver con el nacionalismo. Esto se manifestó mucho en la pandemia cuando, al principio, el Presidente mostraba lo que le pasaba a otros países. Es una alternancia entre la autocrítica y el orgullo que está muy difundida en la capilaridad social.

-En la entrevista anterior de esta serie, el escritor peruano Santiago Roncagliolo comentó que los argentinos “pedimos mucho” a nuestro país. ¿Hasta qué punto esta demanda está conectada con la idea de la Argentina como una tierra prometida que nos legaron nuestros ancestros inmigrantes?

-Sí. En las clases dirigentes de la segunda mitad del siglo XIX hay una idea muy fuerte de la posibilidad de transformar el futuro. El diagnóstico es bastante negativo de lo que existe porque casi no había nada: escasa población, economía poco dinámica, etcétera. Aquellos que están pensando lo público, que conforman un grupo heterogéneo, y no necesariamente rico ni poderoso, compartían un ideal, aunque se peleaban muchísimo. Todos tenían la idea de que había que construir un país y una nación que tuviese un lugar en el mundo. Al mismo tiempo existía una tensión, que, por un lado, es la admiración hacia Europa y los Estados Unidos, que era como el desiderátum, pero, por otro lado, una mirada muy crítica de la vieja Europa. Ellos creían que lo nuevo era la Argentina y que aquello resultaba vetusto.

-¿Qué resultados produjo esa convicción?

-Parece una marcha inevitable del progreso hacia un destino mayor, pero, cuando una se pone en los zapatos de los actores, encuentra crisis que demuestran que ellos no lo veían así. Se avanzó mucho a los tumbos. La crisis de 1890 no fue sólo económica, sino también existencial: sin embargo, desembocó en la transformación de las reglas de juego y de las prácticas institucionales que reencauzó el proceso en la senda que parecía llevar al crecimiento infinito. Esa dinámica genera expectativas compartidas por amplios sectores de la población y, sobre todo, por la inmigración, cuya llegada fue como cambiar de medio a medio la cara del país. Había un dinamismo que alimentaba la creencia de que era posible transformar para bien la propia vida. Existía un proyecto de futuro muy disputado, pero existía un futuro por el que pelear, que iba a ser mejor. En el siglo XX la Argentina entra en un estancamiento y en una larga decadencia, pero la verdad es que no había llegado a la cima, sino sólo a vislumbrar un camino que parecía abrirse.

-¿La Constitución de 1853 sentó las bases de una aspiración que nunca pudo ser realizada?

-Lo que es interesante de eso es que la Constitución no es el reflejo de lo que hay, sino que es un proyecto de vanguardia en el sentido de que un grupo intelectual está planteando construir la institucionalización en un país. La decisión de edificar una sociedad nueva sobre el principio de la soberanía popular es muy temprana. Había dos posibilidades de autogobierno: la república y la monarquía constitucional. La opción por la república no fue fácil. El segundo paso importante es concebirla como una república representativa y con una base de representación amplia para la época. Todos los hombres adultos libres podían votar en las Provincias Unidas: esto no era así en Europa, en los Estados Unidos y en muchos países de América Latina. No había requisitos de alfabetismo y de rentas para votar. En ese momento el principal problema no era la desigualdad social, sino que las provincias reclamaban el autogobierno como en su tiempo la suma de ellas se había emancipado de España. Se forma una confederación de provincias, que es lo que llamamos la Argentina, hasta la caída de Juan Manuel de Rosas. La Constitución, en ese punto y para mí manera de ver, es un giro radical, por la creación de una república federal que va a combinar la soberanía de las provincias con la soberanía nacional.

-¿Qué supuso esa amalgama?

-La creación de un Estado Nacional o gobierno federal, que comparte el poder con las provincias y representa la unidad de todas ellas. Es la gran novedad de la Constitución de 1853 a la que se suma la explicitación de derechos individuales bastantes amplios también, y la ingeniería institucional con un régimen de controles y contrapesos. Ahí se establece la prohibición de otorgar al Poder Ejecutivo facultades extraordinarias, que intenta prevenir la experiencia rosista, lo mismo que la imposibilidad de la reelección, limitación que hoy importa un pito y que ha sido violada en forma completa. Al mismo tiempo existía el miedo de dejar a ese Poder Ejecutivo muy débil frente al desafío de construir un gobierno nacional, cuyas autoridades no tenían ni dónde sentarse. Es algo fascinante y que les costó muchísimo a (Justo José de) Urquiza y a (Bartolomé) Mitre. El Gobierno recibe ciertos poderes para enfrentar el peligro de la disolución en un contexto donde cada provincia tenía sus reglas. Esto es un gesto de vanguardia radical y sólo se puede lograr por la voluntad política de Urquiza, que es el que tenía en ese momento el poder militar, y el que se obstina en conseguirlo.

-¿Cuál es tu protagonista favorito de la historia?

-No tengo una figura histórica preferida. ¡No me identifico con ninguna!

-Los seres humanos no te conmueven, sino las obras y los procesos que los involucran.

-Me conmueven, pero no me puedo identificar. Urquiza, Mitre y (Domingo Faustino) Sarmiento, por ejemplo, me parecen interesantes entre los grandes. A mí me gusta meterme en la carne de las personas precisamente por el grado de libertad que puede llegar a tener la acción humana en momentos de crisis y de revolución. La política implica, para empezar, que el político tiene que proponer visiones de futuro y convencer. No se puede hacer política simplemente como un toma y daca. La política debe ser la guía para la sociedad. Ahí soy decimonónica. Realmente pienso que la comunidad política está formada por los lazos políticos y que estos están marcados por proyectos acerca del mañana. Si no hay un futuro colectivo, ¿para qué sirve la política? No alcanza con que sólo sea una herramienta para administrar conflictos. Y eso lo aprendí de los actores de la historia, que disputaban poder con egoísmo y ambición, pero, también, con ideas para el futuro. Ellos podían contestar la pregunta ‘¿qué querés de este país?’ sin caer en el verso que dirían muchos de los políticos actuales.

-Manifestó otro de nuestros entrevistados, el filósofo español Daniel Innerarity, que el cortoplacismo es una enfermedad que produce líderes pequeños, a quienes la sola idea de trabajar por algo que no van a ver les resulta inadmisible.

-En la Argentina esto es fatal porque uno de los problemas serios y estructurales que tenemos es que así como estamos el país no es viable. Transformar esto requiere proyectos y la posibilidad de plantear cosas cuyos resultados no se verán de un día para el otro. La Argentina tiene que cambiar porque está hace rato en noria dando vueltas, vueltas y más vueltas se llame (Mauricio) Macri, (Néstor) Kirchner, Cristina (Fernández de Kirchner) o (Alberto) Fernández. Los problemas de fondo perduran por el cortoplacismo: todos quieren ver éxitos ahora para asegurar el voto dentro de dos años. Pero un cambio significa transformar el statu quo y a los argentinos nos pasa que no queremos movernos de la silla. Esto es así aún para aquellos que la pasan mal con este sistema: prefieren la defensa y la resistencia a algo distinto. Los dirigentes deberían ser capaces de revertir esto y de convencernos de que esos cambios son buenos.

-Y, quizá, devolvernos la noción del bien común.

-Claro. Y que sea creíble porque hay un bien común que es un chiste. La consigna “que se vayan todos” es errada porque la política resulta esencial. Lo político instituye a la propia sociedad: no hay comunidad de otra forma. Y aquí estamos encerrados.

Experta en presidencias fundacionales

Hilda Sabato se dedicó a estudiar y a entender las primeras administraciones nacionales de la Argentina sucedidas a partir de la sanción de la Constitución de 1853. Su trabajo como historiadora la hizo acreedora de los premios Konex (2014) y Alexander von Humboldt (2012), entre otras distinciones. Investigadora superior del Conicet, enseña en instituciones universitarias nacionales y extranjeras. Sus libros más recientes son “Variaciones de la república: la política en la Argentina en el siglo XIX” (2020), obra colectiva coordinada con Marcela Ternavasio; “Republics of the New World. The Revolutionary Political Experiment in Nineteenth Century Latin America” (2018) e “Historia de la Argentina, 1852-1890” (2012).

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