Conmoción en Artes, primera parte: cuatro muertes que dejaron interrogantes sin responder

Conmoción en Artes, primera parte: cuatro muertes que dejaron interrogantes sin responder

Historias detrás de la historia

EL ÚLTIMO ADIÓS. Autoridades universitarias, colegas, familiares y amigos retiran el cajón con los restos de Carlos Navarro después de haberlo velado en la Facultad de Artes. EL ÚLTIMO ADIÓS. Autoridades universitarias, colegas, familiares y amigos retiran el cajón con los restos de Carlos Navarro después de haberlo velado en la Facultad de Artes.

Un doble crimen, amenazas, una misteriosa muerte accidental, más amenazas y el asesinato de un niño de 13 años. Todo eso pasó en poco más de cinco meses. Esas fueron razones suficientes para que la comunidad de la Facultad de Artes quedara conmocionada durante mucho tiempo. Falta muy poco para que se cumplan los 30 años del inicio de esos meses negros y las dudas no se desvanecieron. El paso del tiempo no sirvió para borrar esos interrogantes que siguen dando vueltas en los hombres y mujeres que formaron parte de esa historia y, por los comentarios y recuerdos que se transmitieron de boca en boca, generó sorpresas entre los más jóvenes.

Esta historia empezó a escribirse en la madrugada del 7 de diciembre de 1990. Forma parte de uno de los episodios más violentos de nuestra provincia, que está acostumbrada a horrorizarse con los casos policiales. En una vivienda de avenida Mitre primera cuadra vivían el decano de la Facultad de Artes, Carlos María Navarro, y su hermana, Clara Imelda, una reconocida docente de inglés que se desempeñaba en Filosofía y Letras.

Ese día habían desaparecido. Nadie supo de ellos. Él no se había presentado en su despacho, ella no fue a tomar examen. Sus ausencias generaron muchas dudas y una avalancha de preocupaciones. Uno de sus hermanos se presentó en la seccional 1ª a realizar una denuncia. Pero como los investigadores poco hicieron para buscarlos, el hombre fue hasta la casa de un vecino, saltó la tapia e ingresó al domicilio. En una pieza, encontró a su hermana sin vida. Le habían desfigurado la cabeza a golpes con un elemento contundente y además tenía un cordón atado en su cuello. El decano, en cambio, no estaba en ningún lado. Tampoco estaba estacionado en el garage su Fiat Súper Europa y faltaba un televisor. El misterio se fue agrandando con el correr de las horas.

La búsqueda finalizó al día siguiente, cuando la Policía recibió un llamado desde la comisaría de Arroyo Seco, provincia de Santa Fe. Los agentes santafesinos les avisaban a sus colegas tucumanos que habían encontrado el auto que estaban buscando. Luego de unos segundos, les dijeron que en el baúl del vehículo había un cuerpo. Al describir las características físicas del hombre quedó claro que era Navarro. Quien lo había matado había huido.


En la sede

El 13 de abril de 1991 se escribió el segundo capítulo de esta historia en la una sala de la Facultad de Artes. Un alumno falleció aplastado por unos paneles que cayeron, según la investigación, de manera accidental sobre su cuerpo. Julio César Sprovieri, estudiante de sonorización y oriundo de Monte Quemado, Santiago del Estero, le pidió a Alberto Perea, sereno de la casa de estudios, ingresar a la sede. Como también trabajaba en el quiosco de la fotocopiadora de la facultad, lo dejó pasar. El guardia, cerca de las 9 de la mañana, decidió realizar la ronda de rutina y en el patio del establecimiento se encontró con el mayordomo Tránsito Seco.

Al caminar por el lugar se dio con una ingrata novedad: encontró el cuerpo del joven santiagueño debajo de unos 12 paneles de aglomerado de 3,65 de ancho por 1,80 metros de alto que tenían un gran peso. En la edición de LA GACETA del 14 de abril se consignó que a la par del cuerpo del desafortunado joven también había un gato negro con la cabeza aplastada. “Las primeras estimaciones del médico policial dieron cuenta que Sprovieri tuvo una lenta y dolorosa agonía. Sin embargo, ni el sereno ni el mayordomo escucharon gritos de dolor ni de pedidos de ayuda”, se pudo leer en la crónica.

El caso estuvo plagado de dudas. ¿Qué hacía el estudiante un sábado antes de las ocho en la Facultad? ¿Por qué caminaba por ese lugar? ¿Los paneles podrían haberse caído solos? ¿Cómo era posible que los no docentes que se encontraban allí no hayan escuchado ningún tipo de ruido por la caída de los paneles o gritos de auxilio? Todos esos interrogantes nunca tuvieron una respuesta porque la causa quedó como muerte accidental y allí murió. Pero habría más casos que generaron conmoción entre la comunidad de esa facultad.


Otro brutal crimen

La Facultad de Artes no podía recuperar su normalidad cuando se vio sacudida por otro gravísimo hecho. El 21 de mayo de 1991, la artista y docente Lucrecia Rosenberg de Moeremans ingresó a su casa de Rondeau al 900 y se dio con un espeluznante cuadro. Encontró a Jorge Marcelino Benítez (13 años), el hijo de su empleada doméstica, en el suelo, sin vida y en medio de un charco de sangre. “Una misteriosa y brutal onda homicida recorre Tucumán”, fue la frase que se utilizó un periodista de LA GACETA para abrir la crónica del caso.

¿Qué tenía que ver la muerte de Navarro con este homicidio? La artista venía siendo amenazada desde hace meses por el crimen del decano de Artes. “No molestes más con el caso Navarro porque vas a ser la próxima”, le avisaba una voz anónima por teléfono. Rosenberg de Moeremans estaba tan espantada que le pedía a la mujer que trabajaba con ella que se quedara a dormir para no quedarse sola. Y “Jorgito”, como llamaban al niño, estaba solo en la vivienda cuando ingresaron dos hombres, según algunos testigos.

La artista había salido para ir al teatro Alberdi. Llegó a su casa a las 22.30 y al entrar, se encontró con un cuadro patético. El jovencito estaba tendido de bruces en un charco de sangre, con las manos atadas atrás. Como en una ceremonia ritual, la habían dado 13 puñaladas en el tórax, muy profundas y asestadas con lentitud. Usaron tres cuchillos que dejaron al lado del cadáver. Todos pertenecían a la cocina, y uno de ellos era un “serrucho para cortar el pan”.

“¿Quiénes pueden tener tanta sangre fría como para asesinar lentamente, casi con deleite, a un jovencito?”, se preguntaba el periodista de LA GACETA. “Quizás fueron los mismos que en enero agredieron a Rosenberg en la puerta de la casa de Rondeau 919. Tocaron el timbre y cuando llegó a la entrada, alguien -a quien no vio- pasó el puño entre las rejas y le quebró el tabique nasal”, especulaba nuestro diario.

LA GACETA publicó que había constancias de que las amenazas telefónicas se repetían y que todas aludían al caso Navarro. A la última, según confirmó su madre, la contestó “Jorgito”. La mujer reprodujo ese diálogo:

-“Terminala con Navarro, que sos ‘boleta’”, dijo una persona que se identificó como “Marcelo”.

- “Eso es cosa de la patrona de mi mamá. Yo no sé nada”, replicó el jovencito.

- “Va para vos también”, agregó el desconocido.

- “Bueno, pero si a mí me matan que no sea en el baúl del auto. A mí no me gusta que me estrangulen (refiriéndose a la manera en que habían matado al decano de Artes)”, aceptó Jorge en son de broma.


Tema excluyente

En la Facultad de Artes no se hablaba de otra cosa que de estos crímenes. Algunos docentes hacían reuniones para debatir sobre los casos. Analizaban y buscaban respuestas que nunca pudieron encontrar. Ya pasaron casi 30 años de esos homicidios y pocos se atrevieron a hablar. “Es un tema que incomoda, que forma parte de una etapa muy oscura de la historia de nuestra casa de estudios”, explicó Juan, un hombre que sigue vinculado a esa unidad académica que prefirió no dar a conocer su apellido.

La Policía se infiltró en la casa de estudios para buscar alguna pista. “Sabíamos que había algunos patrones comunes en todos los casos. Tenían que ver con el estilo de vida de los protagonistas, pero en esos tiempos hablar de esas cuestiones era muy complicado y nos podía costar la carrera”, explicó uno de los investigadores que realizó ese trabajo y que pidió que se mantuviera en reserva su nombre. “También recorrimos los lugares que solían frecuentar los protagonistas de estos casos. No encontramos nada, salvo datos sobre su vida privada, que no conviene revelar, por cuestiones de respeto”, agregó.

Miguel Gómez, policía retirado y uno de los responsables del Equipo Científico de Investigación Fiscal, se preocupó en aclarar que en esos tiempos el sistema de pesquisas era completamente diferente. “No contaban con las herramientas tecnológicas que actualmente se tiene al alcance. Eso hubiera sido vital para analizar una posible conexión entre todos los casos”, explicó.

Las cuatro muertes generaron una usina de rumores. Versiones de posibles contactos narcos, de fiestas negras y hasta de rituales satánicos se escucharon al tratar de buscar una explicación de lo que había sucedido. “Hubo muchísimos comentarios, de diferente índole. Nunca se llegó a confirmar que los casos hayan estado vinculados entre sí, pero lo único cierto es que nadie pudo despejar esa sospecha”, concluyó Juan Rivas, no docente jubilado.

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