Los intelectuales no deben permanecer callados

Los intelectuales no deben permanecer callados

06 Abril 2020

La pandemia posiciona a los actores sociales de muy distintas formas. Por ejemplo, desde hace semanas se pondera el esfuerzo de quienes cumplen misiones esenciales, con el personal de la sanidad a la cabeza. Es una de las consecuencias de la crisis: la reconfiguración de un entramado ciudadano que obedece a las necesidades del momento. En esta nueva y disruptiva cartografía trazada por el coronavirus hay un lugar preponderante que les cabe a los intelectuales, lugar que no todos ocupan con el compromiso que requieren, al decir de Winston Churchill, las horas más oscuras.

Entre tanto ruido, proveniente en buena medida de las redes sociales, se necesitan voces capaces de detenerse en la reflexión y en la indagación de lo que nos está sucediendo. Pero esa producción y divulgación de pensamiento crítico urge en el aquí y en el ahora. Son muchos los intelectuales que están hablando, escribiendo, polemizando; pero también son muchos los que permanecen callados, en algunos casos por temor a fallar en el análisis, en otros porque no les gusta recibir el rótulo de “opinadores”. Tal vez sus investigaciones se plasmen en brillantes libros o artículos académicos dentro de cinco años, pero no están ayudando a enfocar en profundidad la crisis cuando tienen las herramientas para hacerlo.

Puede que a muchos el debate entre el esloveno Slavoj ŽiŽek y el surcoreano Byung-Chul Han les resulte un ejercicio retórico de filósofos, cuando lo que están planteando son los escenarios posibles que aguardan a la humanidad una vez que pase la pandemia. ŽiŽek se anima a avizorar un nuevo orden socioeconómico, basado en la justicia y la solidaridad como valores esenciales. Han sostiene lo contrario. Cree que el capitalismo emergerá más salvaje y robusto, y no deja de advertir sobre el imparable avance de los sistemas de vigilancia que los gobiernos están ejerciendo sobre los ciudadanos.

El ejemplo -en este caso con una polémica de la que se hizo eco casi todo el arco del pensamiento contemporáneo- demuestra el valor superlativo que implica pensarnos hoy para abrir caminos en la realidad que viene. Y equivocarse no es el problema. De hecho, Giorgio Agamben fue modificando su posición -expresada casi a diario en sus escritos- a medida que la pandemia fue arrollando a la sociedad italiana hasta dejarla exhausta.

Otro italiano, el filósofo y jurista Luigi Ferrajoli -todo un referente en lo que hace a Filosofía del Derecho- habló desde su casa en Florencia de una Constitución para la Tierra, capaz de borrar las fronteras en casos tan extremos como una pandemia. Se refiere a la creación de un constitucionalismo planetario que ponga en marcha funciones e instituciones globales de garantía de los derechos humanos. A esto se refería Adela Seguí, decana de la Facultad de Derecho de la UNT, cuando escribió en LA GACETA de ayer sobre la necesidad de un nuevo orden jurídico pospandemia.

Nadie mejor que un intelectual para ayudarnos a comprender cómo llegamos a esta situación, cuál es el contexto de nuestro día a día, qué clase de conocimientos son los adecuados para afrontar la urgencia, cómo trabajar introspectivamente la crisis y cómo tratarla hacia el afuera, y -quedó a la vista- de qué forma podemos transformarnos en protagonistas del mundo naciente. Son razones de sobra para reclamar de todos ellos una actitud presente, activa y netamente visible.

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