Limónov *
05 Abril 2020

Por Emanuel Carrere

Los últimos días eran desgarradores. Reír con un amigo, sentarse debajo de un tilo, subir entre las filas de hachones la escalera mecánica de la estación de metro Kropótkinskaia y salir al aire libre, entre los quioscos de floristas, con el olor de la primavera en Moscú: te percatabas con una especie de estupor de que todo esto, que habías hecho miles de veces sin darte cuenta, lo hacías por última vez. Cada partícula de este mundo tan familiar estaría pronto y definitivamente fuera de tu alcance: sería un recuerdo, una página pasada que no podrás releer, un objeto de nostalgia incurable. Abandonar la vida que siempre habías conocido y partir hacia otra de la que esperabas mucho pero no sabías casi nada, era una forma de morir. Y los que se quedaban, si no te maldecían, se esforzaban en estar alegres, pero a la manera de los creyentes que acompañan a sus allegados hasta las puertas de un mundo mejor. ¿Había que alegrarse porque serían más felices allá que aquí? ¿O llorar porque no volverías a verles? Ante la duda, bebían. Algunas de estas rondas de adioses se transformaron en zapói tan frenéticos que los candidatos a partir sólo emergían de ellas, aturdidos, después de despegar el avión. Ya no habría otro, la puerta se había cerrado y no volvería a abrirse, sólo quedaba beber otro trago sin saber si era para ahogar una desesperación ya sin remedio o, como repetían los amigos, dando fuertes empellones, agradecer el haberse librado de una buena. “Se está mejor aquí, ¿no? Juntos. En casa.”

*Fragmento.

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