El biógrafo iluminado

El biógrafo iluminado

Avellaneda fue clave en la vida de Groussac y este, a su vez, influyó en la de Terán: los tres cautivaron a Páez de la Torre (h). Tucumán los unió a todos.

DIVULGADOR. A través de la biografía, de la crónica y del registro fotográfico acercó a la comunidad los acontecimientos políticos y sociales de la provincia. En la foto con Rodolfo Martín Campero, ex rector de la UNT. FOTO DE ALDO SESSA DIVULGADOR. A través de la biografía, de la crónica y del registro fotográfico acercó a la comunidad los acontecimientos políticos y sociales de la provincia. En la foto con Rodolfo Martín Campero, ex rector de la UNT. FOTO DE ALDO SESSA

Nicolás Avellaneda fue clave en la vida de Paul Groussac y este, a su vez, influyó en la de Juan B. Terán. Por separado y juntos, los tres cautivaron a Carlos Páez de la Torre (h), quien los biografió según su orden de aparición. Tucumán los unió a todos. Desde ese punto de vista, difícilmente exista un lugar más privilegiado en el globo: no sólo impactó en uno de los máximos intelectuales occidentales del siglo XIX y comienzos del XX (Groussac), y dio a la Argentina uno de sus mejores presidentes (Avellaneda) y, a la región al gran visionario de la Generación del Centenario (Terán), sino que durante más de 50 años gozó de la fortuna de tener quien los recordara para beneficio propio, de sus contemporáneos y de la posteridad. Páez de la Torre (h) prestó un servicio a la memoria colectiva que todavía no se dimensiona. Gracias a su empeño, pasión, laboriosidad y fascinación pervivieron los ideales de tres personalidades que enaltecieron el nombre de la provincia en sus respectivos campos de acción.

Los libros que publicó (“Nicolás Avellaneda: una biografía” [2001]; “La cólera de la inteligencia: una vida de Paul Groussac” [2005] y “Pedes in terra ad sidera visus. Vida y tarea de Juan B. Terán. 1880-1938” [2010]) y los artículos que escribió en LA GACETA dan cuenta de algo más trascendente que la mera obsesión o admiración por una tríada de personajes destacados. En Páez de la Torre (h) vibraba la avidez por conocer, comprender y compartir los hallazgos. Esas inclinaciones lo llevaron a desentrañar ciertos hilos invisibles que, como pistas del destino, conectan las historias de sus objetos-sujetos de estudio. En el comienzo de ese afán había una emoción personal. El historiador nunca se cansaba de contar que su interés por el pasado había comenzado cuando, mientras estudiaba las Invasiones Inglesas, su padre lo llamó al escritorio en el que trabajaba y le sugirió que leyera un párrafo del “Liniers” de Groussac (1848-1929). Aquellas líneas modelaron su tarea intelectual: hasta entonces no se le había ocurrido que la historia podía ser tan atrapante como una novela y mejor que ella porque, al igual que en el periodismo, lo que narraba había sucedido de verdad.

Avellaneda (1837-1885) era un paradigma inmejorable de esa capacidad de la realidad para empequeñecer la ficción que tanto maravillaba a Páez de la Torre (h). Hijo de Marco Avellaneda, el líder de la resistencia al tirano Juan Manuel de Rosas martirizado en Metán, el prócer había declinado la violencia para erigirse en uno de los padres fundadores de la civilización a partir de la implantación de escuelas públicas. Su ejemplo derrotaba la venganza interminable de los caudillos y suturaba las heridas del despotismo. “Como descendiente de Marco Avellaneda, evocará nuestro pasado sangriento; como presidente de la República, nos dirá la lucha que importó el triunfo del candidato desdeñado del interior y, como hijo de Tucumán, comentará el esplendor de nuestro paisaje, panorama que se reproducirá en su vida y en su palabra”, lo describe Terán al proponer una estatua en 1908, según rescató Páez de la Torre (h) en la biografía monumental que ofrendó al fundador de la Universidad Nacional de Tucumán.

Había sido “el ojo agudo para el talento” de Avellaneda quien, cuando se desempeñaba como ministro de Instrucción Pública de Domingo F. Sarmiento, había descubierto a Groussac a partir de la lectura de su primer artículo en castellano. El erudito francés se disponía a regresar a su país cuando Avellaneda le ofreció una cátedra secundaria en Tucumán. “Groussac aceptó. Iniciaría así su etapa de provincia, que se extendió entre 1871 y 1883, y que fue importante por lo que ganó en formación y por la variedad de ocupaciones que la llenaron”, dice Páez de la Torre (h) en un texto publicado en el Suplemento Literario de LA GACETA del 26 de julio de 1998 a propósito del “sesquicentenario silencioso” del nacimiento del sabio. Y agrega: “varias de sus mejores páginas están dedicadas a los años que pasó en Tucumán. Poco antes de morir, Groussac diría que esa tierra bendecida fue la de su segundo noviciado: ‘allí estudié, allí luché y allí amé’”. Este ámbito geográfico debe al autor nacido en Toulouse que deslumbró a Jorge Luis Borges -ambos se quedaron ciegos y ambos dirigieron la Biblioteca Nacional- su primera historia integral: “Ensayo histórico sobre el Tucumán” (1882). Avellaneda alabó la originalidad del texto y consideró que con su redacción Groussac había pagado noblemente la hospitalidad de la provincia que lo acogió.

La difusión del “Ensayo histórico” es motivo suficiente para agradecer la obra de Páez de la Torre (h). Este libro de lectura imprescindible describe las matrices lejanas y perpetuas de la idiosincrasia local al tiempo que refleja el genio de su escritor. Comparable a “Facundo” de Sarmiento, debería ser un componente obligatorio de los planes de estudios. Al biógrafo de Groussac lo desvelaba que sus comprovincianos dieran la espalda a este legado formidable y, por esa razón, en 2016, en ocasión del Bicentenario de la Declaración de la Independencia, propició la reedición del “Ensayo histórico” en la colección especial que confeccionó la Fundación Miguel Lillo.

Para el final queda Terán, que era sobrino de Nicolás Avellaneda y que honró ese parentesco mediante la creación del primer centro universitario del Norte. La tarea de este abogado progresista y revolucionario en el sentido más pacífico del adjetivo no tiene fin, como lo acredita el volumen de 820 páginas que le dedicó Páez de la Torre (h), y que publicó el Lillo en colaboración con las academias Nacional de la Historia y Argentina de Letras. En esa investigación exhaustiva, Terán es retratado como un soñador con “los pies en la tierra” persuadido de que a la grandeza se accede por el sendero del deseo y de la voluntad. En 1898, el joven abogado visita a Groussac en la Biblioteca Nacional. De esa primera entrevista se lleva dos consejos sin fecha de vencimiento: hay que meditar largamente lo que se escribe y cumplir a diario las tareas.

Las ideas de Avellaneda, Groussac y Terán repercutieron en la cabeza y la lengua de Páez de la Torre (h) hasta el final. Conversar con él era, de alguna forma, conversar con ellos: “los que pasaron” seguían estando cercanos y dispuestos a iluminar el presente. Esta evocación rebosaba de optimismo y de alegría puesto que estaba afincada en el poder de la educación y en el amor por la cultura, ese cántaro sin fondo de las “bellas inutilidades indispensables”, al decir de Terán. Páez de la Torre (h) habitó los mundos de sus biografiados y se dejó habitar por ellos, y ahora que él también pasó al misterioso más allá urge volver la vista hacia los valores que cultivaron estas figuras para que sigan siendo el faro -o la luna- en la noche de los tucumanos.

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