Cabalga, Godiva
“LADY GODIVA”. Óleo sobre lienzo, de 1897, de John Collier. Hoy, en el Museo de Arte Herbert, en Coventry. “LADY GODIVA”. Óleo sobre lienzo, de 1897, de John Collier. Hoy, en el Museo de Arte Herbert, en Coventry.

Hay un mito medieval. Galopa por el borde mismo de la realidad, porque los personajes que involucra existieron en el siglo XI, en la Inglaterra anterior a la llegada de Guillermo el Conquistador. Son Leofric, conde de Mercia, y su esposa, Lady Godiva. Ambos, de acuerdo con los registros históricos, financiaron la construcción de un monasterio benedectino en Coventry, del cual, un milenio después, no ha quedado ningún vestigio. Pero lo notable de Lady Godiva, se sabe, no radica en su generosidad con la Iglesia sino en el hecho de que cabalgó desnuda por la comarca sin que nadie la viera. Acerca de ello escribieron dos monjes de la abadía de Saint Albans (Roger de Wendover en el siglo XI y Mathew Paris en la centuria siguiente), pero la ubicación temporal que le dan al suceso no es contemporánea con los protagonistas, por lo que se cree que se trata de un registro de testimonios orales, luego devenidos tradición.

El relato plantea que Leofric gobernaba tiránicamente y cobraba a la población de las Tierras Medias un impuesto (el “Heregeld”) para el pago del guardaespaldas del monarca danés Canuto (rey de Dinamarca, Inglaterra y Noruega). Lady Godiva le habría implorado que cesara con ese oprobio de tributo, a lo que su esposo le habría contestado “tendrías que cabalgar desnuda por Coventry antes de que yo cambie de parecer”. Por cristiana piedad, por exceso de literalidad o por humana solidaridad, Lady Godiva (rubia en unas pinturas, pelirroja en otras, pero de una melena legendaria hasta en las estatuas en su honor) se subió a su caballo y se fue al pueblo igual que como Dios la trajo al mundo, con su cabellera cubriéndola hasta la cintura, pero con sus piernas desnudas a la vista de todos. O, en realidad, de nadie. Porque aunque era día de mercado, nadie la vio. Su marido creyó que era un milagro que ni una sola persona reparase en su desvestida mujer, así que se convirtió al catolicismo y liberó a los habitantes de Coventry del pago del “Heregeld”.

Pero en el siglo XVII, a las puertas las revoluciones de la modernidad, el mito sufrió variaciones. En una de las de mayor simbolismo, Lady Godiva no pide por un impuesto, sino por una rebaja fiscal integral. Y su marido le responde que no vale la pena preocuparse por “la gente”, porque la considera ruin, despojada de virtudes y hasta de toda moral. No vale la pena, así que sí valen los tributos. Y entonces es ella la que lanza el desafío: los súbditos también tenían dignidad y altruismo. Tanto que ella podía cabalgar desnuda por el pueblo y nadie saldría a mirarla. Leofric aceptó la apuesta y ella la mandó a difundir, con una rogativa: que todos se metieran en sus casas, que cerraran puertas y postigos y que nadie la mirase. Y nadie la miró. Tanto que un sastre que no pudo resistir la tentación hizo un hueco en la persiana. Pero cuando se asomó, la ira de Dios dejó ciego al voyeurista “Tom el Mirón”.

El mito de Lady Godiva interpela doblemente a estos tiempos de pandemias y cuarentenas.

Valores

Se da, por un lado, una confrontación axiológica. El mito dice que todo un pueblo es capaz de llamarse al encierro, acatando el pedido de una autoridad, porque el resultado a cambio de cumplir es el bien común. Más aún: no son personas enteramente libres, ni sujetos de plenos derechos, ni ciudadanos; la ciudadanía, con su profundísima genética política, sólo surgirá con el reguero revolucionario de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Aun así, sin otra filiación que la mera vecindad, hicieron lo mejor para todos. Entre la satisfacción individual y el bienestar general, primó este último valor.

Esta semana comenzó con 3.200 detenidos en la Argentina por violar la cuarentena. En Tucumán había 200, y 850 infractores. Ayer, la Policía informó que instalará controles en las villas veraniegas para detener a los que no comprendieron que se está en cuarentena y no en vacaciones. Son demasiados los ciegos, que no ven que estamos más cerca de un escenario beligerante que de un receso otoñal. Sastres que desgarran el tejido de solidaridad social, que sólo pide meterse en las casas y cerrar puertas y ventanas por el bien de los demás. Esa es la confrontación ética del mito de Lady Godiva: que una sociedad mayoritariamente analfabeta y campesina fuera capaz de cumplir con un pedido que redundaría en una baja de impuestos, mientras que una sociedad de ciudadanos libres e instruidos presente tanta resistencia contra una norma de la democracia que versa sobre una cuestión de vida o muerte.

Ese es el pliegue de esta historia: no nos parece de leyenda que una terrateniente noble y rica fuese capaz de arriesgar su honor por los súbditos hace 1.000 años; lo que nos parece mitológico hoy es que es que una comunidad pueda elegir el bien de todos por encima del interés individual.

La confrontación entre libertad y seguridad es (además de la confirmación de que las buenas ideas no son necesariamente concurrentes) la génesis de la escisión ideológica entre izquierdas y derechas. Si falla el ejercicio de la libertad para acatar disposiciones de un gobierno democrático que busca la seguridad pública, a no sorprenderse con que la derecha siga ganando terreno después. De eso está hecha la insólita instalación de piquetes en municipalidades, una medida profundamente anticonstitucional hecha en nombre de la salud pública. Así, sin que muchos se dieran cuenta, y mientras hay legiones que validan la medida, la cultura del gheto se instaló -coherentemente- sin pedir permiso.

Pero hay algo que el gheto no puede hacer y esa es, precisamente, la segunda confrontación del mito de Lady Godiva: no se puede encerrar a aquellos que no tienen un “adentro” donde meterse.

Materias

La pobreza desafía materialmente la cuarentena. La pone en contradicción. La torna de imposible cumplimiento. Las villas no están “adentro” de las ciudades. La marginalidad, lógicamente, se ubica en los márgenes. Y los tucumanos que habitan esos asentamientos de emergencia no tienen un “adentro” donde cobijarse. Hay familias viviendo -por así decirlo- en casillas de 10 metros cuadrados. No se puede pretender que en ese hacinamiento, los indigentes vayan a permanecer las 24 horas bajo techo. Huelga decirlo, no hay baño dentro de esas taperas.

El Ministerio Público Fiscal y la Policía, en el arranque de esta cuarentena, se han mostrado conscientes sobre esta situación. Las tareas en esos sectores han sido de difusión antes que de represión. Esta, sin embargo, es sólo la dimensión que tiene que ver con el “estar”. La del “ser” es infinitamente más complicada, angustiante y trágica.

Quienes habitan estas zonas estragadas por la miseria sobreviven con lo que ganan diariamente en la economía informal: changas y venta ambulante. Si no trabajan (porque se accidentan, se enferman o porque la circulación de personas está restringida), no comen. Este drama fue humanizado esta semana en el informe del periodista Martín Dzienczarski publicado aquí en la edición del miércoles: Sebastián Gómez sobrevive con la venta ambulante de medias y repasadores, gana $ 300 diarios, tiene dos hijos y su esposa trabajaba como empleada doméstica, pero la dejaron sin trabajo. Los padres de él son mayores y uno está en silla de ruedas. Él, en cinco días, gastó todo en alimentos. En especial para los chicos. Porque en La Costanera, buena parte de los adultos tiene sólo una comida por día. A la noche, la cena universal es el mate cocido.

El de Sebastián es el mismo caso del 6% de los tucumanos que no ganan siquiera $ 15.000 por mes y, por tanto, no alcanzan a cubrir el costo de la canasta alimentaria, que marca la “línea” de indigencia. La “línea de pobreza” se ubica más arriba, trazada por el costo de la canasta familiar (alimentos, indumentaria, transporte…) y asciende a $ 35.000 mensuales. Según el Indec, que releva a los 900.000 comprovincianos que viven en el conglomerado Gran San Miguel de Tucumán – Tafí Viejo, hay 360.000 personas que no cubren el costo de la canasta familiar. Y hay 54.000 que ni siquiera ganan para comer. En esa Encuesta Permanente de Hogares, por cierto, quedan afuera 600.000 personas.

La situación para esos tucumanos no sólo es epidemiológicamente alarmante, sino que es socialmente un polvorín. En los últimos días, numerosos dirigentes políticos reciben pedidos de asistencia alimentaria de parte de incontables militantes. Y también de parte de sus propios dirigentes de base. Léase, son miles, pero miles, los tucumanos que no tienen un “adentro” donde encerrarse y que están obligados a ambular para conseguir sustento. Aún expuestos al coronavirus, no están consiguiendo recursos para darles de comer a los suyos. Lo peor no necesariamente puede venir de afuera.

Esta cuestión deja expuestos numerosos flancos, consecuentes con el hecho de la carencia de la más mínima homogeneidad social.

En primer lugar, es responsabilidad de los sectores de poder adquisitivo medio y alto cumplir con la cuarentena sin excusas dentro de sus casas confortables, provistas de todos los servicios y de toda clase de entretenimientos (tecnología, videocable, internet, televisión on demand y, ojalá, libros).

En segundo término, es responsabilidad del Estado ocuparse de los sectores sociales pobres. Es la primera trinchera en la guerra contra la pandemia.

En tercer término, no estar listos para enfrentar el coronavirus no es una cuestión de infraestructura hospitalaria en estas tierras: aquí no estamos socioeconómicamente preparados. Con por lo menos el 40% de la población viviendo en la pobreza, no importa cuántos centros de salud se construyan: la desprotección es absoluta si una familia debe elegir entre un bote de alcohol en gel o comer. Y esa es responsabilidad del Estado, pero la sociedad no es inocente de ese crimen social. Si nada asocia a los que tienen con los que no tienen, entonces la sociedad ha fracasado. Puesto de otro modo, ¿cuál sociedad es aquella en la cual pobres y ricos se asocian solamente en la plaga? ¿Cuál igualdad es, exactamente, la que se funda en la peste?

El mito de Lady Godiva, entonces, se torna insoportable. ¿Hace 1.000 años no había esta pobreza? ¿O todos eran pobres, pero con viviendas? ¿O en la heterogeneidad eran los súbditos, entre sí, más solidarios que los ciudadanos libres para con ellos mismos? ¿Había objetivos que asociaban a todos por igual? ¿En la unánime búsqueda de una rebaja de impuestos, a los pobres les importaban los mercaderes prósperos; y a los comerciantes ricos les importaba el pueblo bajo? ¿Cabalgó en verdad Lady Godiva tal y como Dios la hizo? ¿Cabalgaría hoy?

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