Imágenes que trascienden el tiempo

No existe un registro objetivo en el arte. Cada expresión que se desarrolla, en cualquier disciplina elegida, implica un recorte subjetivo y personalísimo de lo que se quiere expresar, narrar, contar, relevar o proponer. Del mismo modo ocurre con quien consume el hecho artístico al momento de enfrentarse a él y decide interpretar una obra.

Por ello, la relación entre el creador y el público que accede a su creación (en forma directa y contemporánea a la realización del hecho -caso de las artes escénicas-, mediada por algún soporte, como el cine o la televisión o en forma posterior a la consumación de la propuesta -artes visuales-) siempre será intransferible y resultará afectada por el tiempo en que se concrete. De allí que un libro (o una obra de teatro, una pintura, una música y todas las etcéteras pertinentes) leído a temprana edad y reencontrado en la vejez será una creación nueva sin que diga nada distinto pese al tiempo transcurrido: lo atravesó la experiencia personal de quien lo lee. Y de allí, su propia recepción emotiva e intelectual.

Más allá de esa situación, lo artístico puede servir de testimonio (más o menos fiel, con todas las relatividades posibles) de una época y de un lugar, de documento que releve en forma material e inmaterial lo que pasaba en cierto tiempo. Y en ese sentido, la fotografía documental se posiciona en el imaginario social como la aproximación más certera a lo que pasa y pasó, el aporte más fidedigno y confiable al original registrado, independientemente de que se tenga conciencia plena de que la lente de un fotógrafo sólo toma una parte del universo a retratar y que lo que queda fuera del cuadro puede ser tan importante como lo que termina imprimiéndose. Así como se sabe que el ángulo que se elige antes de apretar el obturador responde al interés del artista, a su discurso, a sus juicios y prejuicios y a su decisión de optar por una particular percepción parcial de la totalidad, está la certeza de que se tendrá, por lo menos, una parte de lo que ocurría en el momento de la toma.

Pese a todas las reservas que se pueden tener, el relevamiento fotográfico realizado por esos documentalistas se transforma en un material central a la hora de poder comparar los cambios producidos en algunas circunstancias con el pasar de los años. Un ejemplo casi banal es la foto tomada por el italiano Ángel Paganelli, de la fachada de la Casa Histórica en 1869, que sirvió para su reconstrucción arquitectónica con cierto grado de fidelidad. Pero es en lo social donde el valor crece.

La muerte, cerca y lejos

El tucumano Pablo Toranzo sabía la importancia de su labor y la experimentó en su propio cuerpo. Caminó territorios en guerra dentro y fuera del país: desde conflictos bélicos en Siria hasta las cárceles de la provincia, donde la vida puede llegar a valer aún menos que en un campo de batalla formal. Lo hizo para que las historias sobrevivan a los protagonistas, para que haya una imagen que los inmortalice, para que trasciendan sus existencias en medio del terror que atraviesan.

Susan Sontag, en su libro “Sobre la fotografía”, afirmó que “fotografiar es apropiarse de lo fotografiado”. En esa línea de pensamiento, Toranzo se hizo cargo del dolor de sus retratados, abandonados por el mundo a su suerte, tarea que estaba haciendo con los marginados de distintos barrios de la capital cuando la muerte (a la que tantas veces miró en los ojos de las víctimas de la violencia) se lo llevó de este mundo hace menos de dos semanas. De allí que es perturbadora la afirmación de la pensadora norteamericana acerca de que “hay algo depredador en la acción de hacer una foto. Fotografiar personas es violarlas, pues se las ve como jamás se ven a sí mismas, se las conoce como nunca pueden conocerse”. Lejos de la idea depredadora, las imágenes de los presos en Villa Urquiza, de la resistencia de los pueblos a la explotación ambiental, de los adictos, de la destrucción humana y material de la guerra quizás sean los últimos resabios de humanidad que les quedan en una sociedad que los olvida o mira para otro lado cuando están cerca. Esas imágenes empujaban a todos a que tengamos conciencia de que existían al ser retratados.

“Las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar”, sostiene también Sontag, en el sentido de que la mediación del artista le da un valor especial (“le confiere importancia”, dice) a lo registrado en tanto “interpretación del mundo”. “Una fotografía no es el mero resultado del encuentro entre un acontecimiento y un fotógrafo; hacer imágenes es un acontecimiento en sí mismo”, agrega. Fotografiar las entrañas del terror real, no del ficcional, era el desafío de Pablo, consciente de que si algo no se veía bien es porque se estaba demasiado lejos, tanto como que la extrema cercanía impedía una mirada del conjunto.

En su libro (un clásico del género, infaltable en todo pensamiento sobre esta materia), Sontag resalta: “las fotografías no se limitan a verter la realidad de modo realista. Es la realidad la que se somete a un escrutinio y evaluación según su fidelidad a las fotografías”. Esa inversión del modo de ver las cosas, donde el documento se impone a la mirada directa, potencia sin pretenderlo la transcendencia del registro. Cuando dentro de algunos años se recorran las cárceles tucumanas, cuando se visiten sinceramente los barrios marginados (sin tener en cuenta los tiempos de campaña), cuando se reconstruyan las ciudades desechas por un conflicto bélico, las imágenes de Toranzo estarán presentes para atestiguar silenciosamente si hubo o no cambios y cuál es el sentido en que se concretaron. Porque como él mismo pudo comprobarlo en su peregrinaje por el mundo, lo peor quizás todavía no llegó en muchos lugares.

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