Una noche gótica *
10 Marzo 2019

Por Laura Ramos

La escritora argentina Victoria Ocampo se prometió, durante su último viaje a Gran Bretaña antes de la Segunda Guerra, visitar el remoto presbiterio del páramo, al que comparaba con la Pampa (“un paisaje monótono, aburrido y repetido, pobre de pintoresco para quien no lo lleva en sus entrañas”), donde habían crecido sus escritoras fetiche, su obsesión: las hermanas Brontë. “No sé si Emily Brontë me vio pasar el umbral de su puerta, en Haworth, ese día; no sé si estaba en el viento y la lluvia de esa tarde de octubre, en las hojas de los árboles del cementerio”. Virginia Woolf, que no creía en fantasmas más que Victoria Ocampo pero igualmente poseída por el mito de las tres escritoras del páramo, había visitado la Rectoría casi cuarenta años antes, en estado de trance. Era noviembre de 1904, nevaba y el viento, otra vez, azotaba románticamente las hojas de los árboles del cementerio.

El mito Brontë fue puesto en escena por Charlotte a los trece años, involuntariamente, en un texto que funcionó como relato de origen de los mundos ficcionales que creó con sus hermanos desde la infancia, a escondidas de su padre y de su tía. Con gran sentido dramático fechó el inicio de los escritos “una noche de 1827, por el tiempo en que la fría escarcha y las inhóspitas nieblas de noviembre son seguidas por las tormentas de nieve y los penetrantes vientos nocturnos del pleno invierno”.

Sentados alrededor del “tibio y resplandeciente” fuego de la cocina, los hijos del párroco Brontë se encarnizaron en una discusión con Tabitha Aykroyd, la vieja servidora del presbiterio, sobre la conveniencia de prender o no una vela, que terminó con el triunfo de Tabby, una avara peculiar que escatimaba en sebo para dilapidar en cuentos terroríficos sobre leyendas, apariciones y fantasmas del páramo. La rectoría de piedra se calentaba con carbón vegetal, al que Tabby tenía la costumbre de agregar estiércol para hacer las brasas.

Bajo los claroscuros de la lumbre la voz indolente de Branwell, de diez años, quebró una larga pausa: “No sé qué hacer”. Único hijo varón entre cinco hermanas, pelirrojo y miope, escribía en latín con la mano izquierda y en griego con la derecha, había heredado el nombre del padre y el apellido materno como nombres de pila, Patrick Branwell, como si estuviera destinado a encarnar la tradición, las aspiraciones y esperanzas de las dos familias. Esa noche Tabby podría haberles contado la leyenda de las ánimas de la joven pecadora de Main Street y su madre, a quienes los vecinos veían caminar y llorar por las noches en la puerta de su casa, pero prefirió callar y los mandó a dormir. Charlotte la interrumpió: “¿Por qué estás tan malhumorada esta noche, Tabby? Vamos a ver: Supongamos que cada uno de nosotros tiene una isla”.

“Yo elegiría la Isla de Man”, se apresuró Branwell al tomar el reinado de Magnus Pies Descalzos, hijo ilegítimo de Olaf III de Noruega y su concubina Tora Jonsdatter. Tan ambiciosa y enérgica como su hermano, de rasgos toscos y una complexión notoriamente pequeña para sus once años, Charlotte eligió Wight, la isla más grande de Inglaterra.

* Fragmento de Infernales.

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