Cuando el arte salva

Suena presuntuoso, y quizás lo sea, pero miles de testimonios en todo el mundo sostienen que el arte salva del derrumbe final a personas en situación de marginalidad y en riesgo social. Claro está que no es suficiente, porque lo que se necesita en las zonas más deprimidas y olvidadas socialmente es un paquete amplio de medidas e intervenciones estatales y privadas que permitan empujar para arriba y ayudar a salir de los pozos, pero la apropiación de elementos simbólicos culturales que faciliten la expresión y posibiliten un espacio de encuentro y reconocimiento entre los miembros de un mismo grupo, es un enorme paso adelante para lograr un futuro mejor.

El reconocido sociólogo argentino Ezequiel Ander Egg, protagonista de una línea de pensamiento vital para entender la animación sociocultural a fines del siglo pasado, segmentaba en tres bloques a los habitantes de las villas miseria en los lejanos años 60 y 70: el más superficial estaba ocupado por quienes habían pertenecido hasta hacía poco tiempo de la clase media, y que un contexto de empobrecimiento (coyuntural y veloz en muchos casos, como la pérdida de un puesto de trabajo) los había empujado hacia abajo; en el medio estaban los que llevaban ya tiempo viviendo en una situación de pobreza, incluso en capas familiares superpuestas; y por debajo, los que estaban sumergidos en la indigencia, habitualmente afectados con la tendencia a naturalizar sus carencias, lo que deriva en carecer de incentivos propios de cambio.

Su propuesta era que las intervenciones sociales debían apuntar a fortalecer y motivar al grupo intermedio, ya que empujaría hacia arriba a los que estaban en un escalón por encima en los relevamientos realizados (motivados naturalmente, además, a volver a su estatus anterior) y arrastraría positivamente a los que ocupaban el umbral más deprimido, que podían ver en sus vecinos un impulso a mejorar con condiciones factibles de ser replicado en su propia escala de posibilidades y, por ende, de optimizar su situación en forma autónoma luego de una inicial ayuda externa.

Esa lectura debería ser revisada actualmente, ya que se han acumulado generaciones de pobres y desempleados en bolsones citadinos, con el agravamiento de un clientelismo político muy presente en tiempos electorales como los que estamos por empezar a vivir; pero no por ello tiene que ser descartada como signo de la movilidad social. En todo momento debe entenderse, además, que lo crucial en toda intervención es concretar la transferencia de conocimientos, saberes, aptitudes y de posibilidades de hacer, para que las sociedades se activen independientemente, crezcan en sus potencialidades y desarrollos, y dejen de depender del Estado y de los múltiples punteros políticos de diverso y variado signo. Quizás esa independización sea el principal temor: si se la consigue, los partidos perderán poder de incidencia en amplios sectores vulnerables y vulnerados.

Para lograr ese crecimiento, la presencia del arte es tan importante como crear fuentes genuinas de trabajo, levantar escuelas y supervisar de que los chicos concurran, y habilitar centros de salud de cercanía, que aseguren un mínimo de contención ante cualquier patología y un seguimiento detallado de los grupos en riesgo por profesionales que trabajen en el territorio.

Sin embargo, cada comienzo de año aparece en peligro la continuidad de los focos de potenciamiento cultural en las barriadas más humildes, o entran en duda programas como el de las orquestas populares a la hora de pensar en el ajuste para que cierren las finanzas públicas. Y si se demora el pago a los responsables de esas formaciones o no se sabe si se renovarán los contratos, por mencionar algunas amenazas a título de ejemplo, muchas menos posibilidades hay de renovación o aumento en la cantidad de instrumentos, aunque cada día haya más chicos que quieran aprender a tocar.

En vez de debatir qué hacer para que se multipliquen las ofertas artísticas desde el Estado, se debate la reducción de la edad de imputabilidad de los menores. Es cierto que la transferencia entre una respuesta y la otra nunca será lineal, que más músicos o murgueros en los barrios no repercutirá estadísticamente de forma inmediata en menos delitos, pero también es verdad que lo que se siembra hoy en el campo de la creación cultural se cosecha en el tiempo. Así lo demuestra el Centro Cultural Mate Cocido, propuesta de artistas independientes (sostenida parcialmente con aportes estatales eventuales) que se despliega en el barrio ATE, con particular recepción desde hace años; en ella Sergio Osorio replica lo aprendido décadas atrás en su Uruguay natal sobre de qué manera fortificar la sociedad desde la base.

En ese contexto es que hay que mirar con atención distintas experiencias, como los planes encarados desde los ámbitos municipales, ya que hay buenos y replicables ejemplos en marcha en la capital donde todavía hay que aprender a escuchar las descripciones que realizan los raperos de su mundo barrial, y en Tafí Viejo, con visibilización además de las minorías sexuales; de la Provincia, que se hizo cargo de programas musicales nacionales en caída libre (como las orquestas y coros del Bicentenario, que alcanzaba a 80 docentes y 1.500 chicos de poblaciones vulnerables) donde lo importante es participar y no la excelencia musical; y de la Universidad Nacional de Tucumán con Cultura Viva Comunitaria. Todas estas iniciativas requieren ser abordadas como medidas institucionales a darle continuidad, que queden fuera de las peleas electorales de este año. El ideal de lograr una proyección de décadas en el tiempo requiere que se entienda que hay áreas en las que cambiar es retroceder.

Frente al hastío de no tener nada que hacer y a la circulación de la droga como evasión de un contexto de agobio, el arte y la práctica deportiva recreativa se recortan como intervenciones que ofrecen oxígeno colectivo; no son dádivas sino generadoras de derechos y de identidades.

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