Frida Kahlo: como la luz violeta del relámpago

Frida Kahlo: como la luz violeta del relámpago

La mexicana fue uno de los íconos de la pintura latinoamericana. El dolor y las ganas de vivir atravesaron su destino.

Una lágrima de tequila repta quizás en el alma. La melancolía rueda en seis cuerdas: “… que triste pasas, que triste cruzas por mi balcón… cómo me hieres, cómo lastimas mi corazón…” En el espejo, los ojos negros desbarrancan el dolor. Un shock de imágenes reverbera en el parpadeo, sembrándole escalofríos en las piernas. Un camión estrella a los pasajeros de un ómnibus. Un pasamano atraviesa la espalda de 18 años, partiéndole la columna, la cabeza del fémur, las costillas, la pelvis y una pierna. Horizontes de lágrimas sacuden las manos de y comienzan a convertirse en óleos.

Ella no sabe que ese 6 de julio de 1907, cuando la luz la toca por primera vez en Coyoacán (México), que una cama, una mesa quirúrgica y pasiones contrariadas gobernarán su destino. Mira sus 6 años y se ve en el lecho arrinconada por la poliomielitis. Una pierna más corta que la otra despierta la burla de los chicos del barrio. Guillermo, su padre, fotógrafo, epiléptico y alemán, le enseña a enfrentar la desesperanza. Quiere ser médica, pero en el lecho, donde su cuerpo astillado se repone, solo hay un espejo y pinceles. “Me pinto a mí misma porque estoy a menudo sola y porque soy el tema que mejor conozco”, dice.

Barrigón y semental

El “rana-sapo”, gigante, barrigón, semental, luce 42 años, veinte más que ella. Diego Rivera es ya un muralista y un mujeriego de fuste. Abandona a la actriz Lupe Marín y se casa con Kahlo el 21 de octubre de 1929, derrotando la resistencia de su futura suegra. El amor les fagocita las tripas. Ella pinta y escribe: “Nada comparable a tus manos ni nada igual al oro verde de tus ojos. Mi cuerpo se llena de ti por días y días. Eres el espejo de la noche, la luz violeta del relámpago; la humedad de la tierra...” Poco antes, se ha afiliado al Partido Comunista. Poco después parten a Estados Unidos. Tertulias con Henry Ford y Rockefeller. Un embarazo perdido -al que sucederán otros- le anuncia la imposibilidad de tener hijos.

Primeras infidelidades. Ella las soporta penosamente, hasta que la relación de Diego con Cristina, su hermana menor, desborda el vaso de la ira. La Casa Azul vertebra sus insomnios. 1937. Un viejo León se esconde de Stalin en la casa de Rivera. Ella alerta los deseos del revolucionario ruso, dispuesto a batallar aún en las lides del amor. “Ni los aristócratas, ni las celebridades del arte y de la política ni Rockefeller ni Steinbeck ni Reed me impresionaron tanto como Trotsky, el hombre más excepcional que conocí en mi vida”, dirá luego de que este sea asesinado. En su afán por equilibrar el tanteador de las infidelidades, ella busca la pasión con Jacqueline Lamba, esposa del poeta André Breton. “Pensaron que yo era surrealista, pero no lo fui. Nunca pinté mis sueños, solo pinté mi propia realidad”, dice. Rivera la incita a exponer. “Ella pinta mejor que yo”, afirma el muralista. “Ni tú ni Derain ni yo, sabemos pintar una cara como lo hace ella”, le escribirá Pablo Picasso a Diego.

“No me busques más”

1939. Divorcio: “no pretendo causarte lástima, a ti ni a nadie, tampoco quiero que te sientas culpable de nada, te escribo para decirte que te libero de mí, vamos, te ‘amputo’ de mí, sé feliz y no me busques jamás… Se despide quien te ama con vehemente locura”. Ella conquista Estados Unidos. Pasa a Europa. Expone en París. El Louvre le compra un cuadro. Dolores y angustias la asaltan. Los amantes ejercitan su soledad. Pero el amor es más fuerte. “Mi Diego: Espejo de la noche. Tus ojos espadas verdes dentro de mi carne, ondas entre nuestras manos. Todo tú en el espacio lleno de sonidos -en la sombra y en la luz-. Tú te llamarás auxocromo, el que capta el color. Yo, cromóforo, la que da el color... Tu palabra recorre todo el espacio y llega a mis células que son mis astros y va a las tuyas que son mi luz”.

Se casan por segunda vez. Las 32 operaciones minan sin tregua su resistencia. El bisturí y la sangre se conjuran contra ella. Una pierna amputada en el 51: “doctor, si me deja tomar este tequila le prometo no beber en mi funeral…” Morfina y una botella de coñac diarias. Luego, dos. La desdicha se derrama en pinturas y dibujos, un diario. Stalin y Marx tratan de llenar su ausencia de Dios. Su sufrimiento estremece al gigante “rana-sapo”. En sus brazos, ella dice: “no amé lo suficiente, no bailé lo suficiente, no pinté lo suficiente”. Ha dejado de pintar autorretratos. En su cuerpo, el calvario del mundo se esparce a sus anchas, el amor a la vida habla en su corazón: “intenté ahogar mis dolores, pero ellos aprendieron a nadar”.

Postrada. Estropeada. Las manos cansadas de su alma ejercitan en la tela una despedida. Sobre la carne roja de una sandía escribe: “¡Viva la vida!” 1954, julio 13. La guitarra ronronea: “… que las rondas no son buenas, que hacen daño, que dan pena y que acaban por llorar…” Ese martes de calavera, el espinazo de México se astilla, cuando Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón se convierte en inquilina de la muerte.

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