La cancha, un refugio de paz

La cancha, un refugio de paz

Adriana Sellán cumplió medio siglo de asistencia a La Ciudadela. Empezó a ir casi de niña, a modo de escape. Con el tiempo comenzó a llevar a chicos de contextos vulnerables, en cuyos ojos vio reflejada su propia historia.

MIMOS. Adriana muestra orgullosa recuerdos que atesora: fotos y dibujos de los chicos del Hogar San Agustín. la gaceta / FOTO DE JORGE OLMOS SGROSSO MIMOS. Adriana muestra orgullosa recuerdos que atesora: fotos y dibujos de los chicos del Hogar San Agustín. la gaceta / FOTO DE JORGE OLMOS SGROSSO

La desesperación y la alegría a veces resultan indistinguibles dentro de un mazacote de emociones. Ocurre, por ejemplo, durante los juegos de la “pilladita” o de la escondida, cuando el niño corre con todas sus fuerzas, carcajeando en busca del “salvo”, o de la “piedra”.

Pero no siempre esos estados de ánimo aparecen tan mezclados. Algunos niños, desgraciadamente, sí diferencian la angustia del alivio. Aunque no se lo cuenten a nadie.

En ocasiones, durante su infancia y durante su preadolescencia, Adriana Sellán la pasaba mal en su casa. Debido a ello salía, para huir de ese monstruo que en aquel sitio la perseguía. Durante esas huidas, empezó a visitar la cancha de San Martín, que le quedaba cerca.

La Ciudadela, desbordante de “cirujas”, resultó su refugio: en medio de esa muchedumbre enfervorizada se sentía segura, protegida por el gentío anónimo vestido de “rojiblanco”.

Tenía 8 años cuando pisó por primera vez esas tribunas. Su mamá la había llevado para que vea un espectáculo distinto. “Esa tarde, del 25 de octubre de 1968, se inauguraban las torres de iluminación. El ‘Santo’ jugaba ante San Lorenzo, aunque eso lo supe luego, como así también que habían empatado 0 a 0”, recuerda Adriana, que hace un par de meses cumplió medio siglo de asistencia a ese emblemático estadio.

“A los seis años perdí a mi padre, que era mecánico de aviación. Antes, para que la viuda empiece a cobrar la pensión pasaban años, entonces mi mamá se vino del campo a trabajar. Limpiaba casas; una de estas, cerca de los Meija. Así se hizo amiga del ‘Japonés’ (José Néstor Meija, ex gloria de San Martín); y allí surgió la idea de ir a la cancha el día que inauguraban las torres”, cuenta Adriana.

La Ciudadela le quedaba de pasada hacia su escuela. Por aquellos días no estaba cerrada, por lo cual ella podía espiar las prácticas. Les preguntaba a los vecinos cuándo jugaba San Martín, e iba a verlo. “Encontraba allí esa manera de irme, de desahogarme, porque en la cancha te olvidás todo. Cuando iban los visitantes, el folclore empezaba una hora antes, con cánticos de ida y vuelta; esas cosas maravillosas del fútbol”, dice. Y agrega, confidente: “en casa no sabían nada; me escapaba, iba sola. Pasaba a la cancha con algún vecino, o me dejaban entrar los porteros”.

Al principio de sus cinco décadas de “ciruja”, la cancha satisfacía su necesidad de escondite. Una tarde de partido semejaba un paréntesis, dentro del cual aquel monstruo no tenía cabida. Con el tiempo, Adriana entendió que el “Santo” la llenaba de paz; y no fue egoísta: decidió compartir esa sensación de bienestar.

Solidaridad

Conoció la tarea solidaria gracias a su hijo, Francisco, que fue miembro de los exploradores de Don Bosco. “Él me hizo ir a los retiros, donde ayudábamos a cocinar. Una vez, con otras mamás pasamos tres días haciendo 4.000 empanadas, que se vendieron durante un clásico. Un día vi un aviso en LA GACETA; pedían personal para el Hogar San Agustín, y me presenté”, cuenta. Cuando allí le preguntaron qué podía aportar, respondió que podía dar clases -cursaba la carrera de francés- y que podía organizar a los chicos, para que jueguen al fútbol.

“Estuve ahí, y también en el comedor ‘Rayito de Sol’, del barrio Antena (Alderetes). Así conocí las necesidades de los chicos. Cuando funcionaba el internado del Hogar San Agustín ellos se iban el viernes a la noche impecables, mental y físicamente, y regresaban muy mal el domingo. La realidad de sus casas era muy dura”, sentencia. Y sabe de lo que habla, porque los ojos de esas personitas reflejaban la misma violencia que ella había vivido décadas atrás.

A veces, los chicos la veían con la camiseta de San Martín. “Querían saber si iba a la cancha, y yo les contaba que sí; y les preguntaba si ellos conocían. Ninguno había ido; entonces empecé a llevarlos. Iba con cuatro, con cinco; nunca pasó nada malo”, precisa.

Cuando el dinero no le alcanzaba para pagar todas las entradas, los porteros, que la conocían de toda la vida, le hacían un guiño y pasaban todos. “Los chicos se desesperaban por ir; pero teníamos un trato: ellos debían hacer las tareas y obedecer a las maestras”, aclara.

Adriana está convencida de que ir a la cancha hace bien. “No sólo el día del partido; también los días anterior y posterior. Porque antes del juego uno lo ocupa con la ansiedad previa, y el día después recuerda lo que sucedió”, explica. Descree, sin embargo, de que deba ser algo promovido oficialmente desde el Estado: “cuando una cosa así se institucionaliza se infecta. Vi causas nobles que luego se corrompieron. Sería lindo; pero habría que ver cómo se hace, porque todos van a querer hacerlo por un interés, por ver ‘qué me llevo’”.

Pasó el tiempo. Hoy le resulta más difícil llevar a los chicos, pero de vez en cuando lo hace. Le pasó de haberse encontrado en la cancha con varios jóvenes a los cuales ella había llevado de niños. “Una vez uno me preguntó si me acordaba de él. Lo miré a los ojos y le dije: ‘pero claro, Fabián, ¿cómo andás?’. Él vivía en el barrio ‘Sapito’, de Yerba Buena”, agrega... y sonríe, como quien responde bien a una prueba de memoria.

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