Jerusalem, durante el shabat, viaja en el tiempo

Jerusalem, durante el shabat, viaja en el tiempo

Dentro de los muros hay dos ciudades: una que descansa durante el día de oración; y otra activa, especialmente en el barrio musulmán.

MANZUR y su esposa, en la piedra donde Jesús fue lavado tras su crucifixión. foto gentileza Leonardo Kremenchuzky MANZUR y su esposa, en la piedra donde Jesús fue lavado tras su crucifixión. foto gentileza Leonardo Kremenchuzky

La autopista que une Tel Aviv con Jerusalem tiene un tránsito fluido. En Israel, el pueblo judío no trabaja. Es el séptimo día: el shabat. Según el Talmud (la legislación religiosa), no se pueden realizar tareas hasta bien entrada la madrugada del domingo. Por eso la comitiva oficial tucumana que encabeza el gobernador Juan Manzur no tuvo agenda de actividades.

Los 70 kilómetros que unen Tel Aviv-Yaffo con la ciudad antigua de Jerusalem son como un túnel del tiempo que transporta hacia tiempos remotos. Los muros de la ciudad bíblica y las calles internas tienen la misma piedra que hace miles de años. Los judíos oran; no son todos iguales; sus vestimentas denotan la zona desde donde volvieron a tierra santa. Los hay sefaradíes, aquellos que vivieron en España hasta su expulsión en 1492 y que vinieron incluso hasta América. También hay askenazi (en especial los que se instalaron en el centro europeo y en Rusia).

Es un día de oración. Los ortodoxos rezan en hebreo. A su alrededor, el murmullo de los visitantes a Jerusalem se escucha en distintos idiomas. Las referencias históricas abundan. Desde la tumba del rey David, pasando por el Cenáculo (el sitio donde Jesús cenó por última vez con sus discípulos), hasta llegar al Muro de los Lamentos. Allí, por el shabat, no se pueden tomar fotografías ni escribir. Los visitantes llevan sus papeles, con sus peticiones, para colocarlos en las rendijas del muro. Quienes lo han visitado más de una vez testimonian que, generalmente, se cumplen.

A un costado, dentro de un recinto, los ortodoxos oran. Allí el rabino Daniel Levy recibe a la comitiva tucumana. El religioso explica la importancia de la jornada y se para encima de un piso transparente. Cuenta que por debajo brota agua, una simbología del llanto del templo.

Dentro de esos muros hay dos ciudades: la que duerme y por donde pasan familias judías convocadas a la sinagoga; y la que siempre está activa, con el barrio musulmán, donde no sólo cambia el idioma, sino también las creencias. Los turistas se topan con un antiguo mercado en el que se los accesos a las tiendas de la feria musulmana son la antesala de lo que se viene.

La entrada es estrecha. Une el mercado con un lugar sagrado: la Basílica de la Resurrección. Caminar hacia ese solar pone en shock a cualquier cristiano. Ingresar allí emociona. Cientos de personas hacen filas para tomar bendiciones. El mural de ingreso dice dónde uno está parado: es el lugar donde Jesús fue bañado tras su crucifixión. Los fieles se arrodillan ante la piedra donde fue colocado el Mesías, envuelto con una mortaja. Unos pasos más allá asoma el Santo Sepulcro. Los visitantes lloran; encienden velas y salen regocijados. La creencia le da paso a la renovación de la fe cristiana.

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