Trabaja de sereno entre las tumbas del cementerio

Trabaja de sereno entre las tumbas del cementerio

Cómo es el trabajo del sereno que pasa sus noches entre las tumbas.

RECORRIDO. Las perras a las que alimenta Facundo no lo dejan nunca RECORRIDO. Las perras a las que alimenta Facundo no lo dejan nunca FOTO LA GACETA/ OSVALDO RIPOLL

El cielo encapotado presagia otro aguacero en la ciudad. Es viernes a la noche.

-Toc, toc, toc… se oye en la gigantesca puerta de madera, que está entreabierta.

-¿Quién es?, pregunta él, que es el único residente vivo cada noche en el Cementerio del Oeste. Se llama Facundo Nahuel Espejo y tiene 27 años. Desde las 19 hasta las 7 de la mañana es el sereno del camposanto, de 56.000 metros cuadrados y 7.500 tumbas.

La puerta se abre y el hombre, delgado y menudo, nos permite pasar para contarnos cómo es su trabajo… un empleo que muchísimas personas no harían ni por toda la plata del mundo. “Pero alguien tiene que hacerlo”, es lo que pensó él cuando se lo propusieron, hace dos años. Antes se había estado desempeñando en tareas de mantenimiento en el cementerio. Aunque siempre bajo la luz del día y acompañado. “Evalué el lado positivo (¿realmente lo tiene?) y es que trabajar de noche me permite de día dedicarme a mi oficio de herrero. Y como están las cosas, no hay que desperdiciar oportunidades”, dice el muchacho.

De todas formas, tuvo que prepararse emocionalmente para el desafío. Y contener a su pareja, Romina, con quien tiene un niño de siete años, Santiago.

No fue fácil al principio. Las agujas del reloj parecían no avanzar nunca, dice. Igualmente, Facundo reconoce que hasta el día de hoy no ha perdido el miedo. Y en el mismo instante en el que cuenta que cualquier ruido lo sobresalta se oye el sonido de varios hierros golpeando entre sí. Las cuatro perras que ya son parte del paisaje de la necrópolis corren enfurecidas hacia el lugar del hecho. Vuelven pocos minutos después, tranquilas.

-¿No va a ir a ver qué pasa?, le consultamos.

-“Ni loco. Para eso están ellas”, contesta el sereno. Se refiere a sus fieles compañeras de cada noche: Lucía, Topa, la Negra y la Rubia. Son perras callejeras a las que les da comida y no lo dejan nunca solo.

“Aparte, aquí los ruidos son una constante”, aclara. Se oyen voces y maderas o hierros que caen, describe él mientras avanza por la caminería principal. Está lloviendo finito y algunos charcos reflejan cruces. El cielo está anaranjado. El abandono que presentan muchos de los mausoleos aporta su cuota de terror: hay vidrios rotos y puertas entreabiertas que dejan ver cajones movidos. Como si esto fuera poco, algunas luces se prenden y se apagan. “Es raro, porque las pusieron ayer”, remarca Facundo. La piel se eriza.

“A veces, por ahí (señalando con su dedo el cuadrante sureste del cementerio) algunas personas han visto una mujer caminando. Yo no la vi nunca, pero sí he observado sombras”, cuenta. Segundos después, las perras vuelven a salir ladrando hacia alguna parte de la necrópolis. Entonces, casi sin aliento, mantener un paso tranquilo dentro de este lugar se vuelve una misión imposible.

Hay algo que se repite cada madrugada. Justo a las 3 de la mañana, detalla. Los animales corren rápidamente hasta una tumba ubicada en el centro del cementerio, ladran muy fuerte y luego vuelven como abatidas. “Si hay algo que no me gusta, movimientos fuera de lo común, me encierro y llamo a la policía”, cuenta.

Le ocurrió hace unos meses y, según el sereno, fue lo peor que le pasó hasta ahora en este trabajo. “Las perras gruñían desesperadas, así que me asomé. Vi como a 100 metros que venía una mujer caminando lento, se balanceaba de un lado a otro y lloraba mucho. No funcionaban todas las luces, así que imaginate el susto que tenía”, relata.

Facundo le gritó que se frenara. Pero la muchacha avanzaba y se lamentaba más y más. A menos de cinco metros de él, paró. Le explicó que hacía unas horas había entrado con su novio al camposanto, pero que luego ella se perdió, se le hizo de noche y no sabía cómo salir. “Me volvió el alma al cuerpo, te juro”, confiesa el sereno. Después de llamar a la Policía, a la chica de 12 años la dejaron salir. El novio había logrado saltar los altos muros de más de tres metros unas horas antes.

“Se meten muchos curiosos aquí. Abren los mausoleos, se suben a los techos o bajan a los sótanos; algunos tienen hasta cuatro metros de profundidad”, detalla. El drama es cuando no salen hasta las 19, hora a la que se cierra el cementerio y el sereno queda solo.

¿Qué hace para matar el tiempo y no pensar en las tantas leyendas de fantasmas que sobrevuelan el lugar? Espejo, que está en la oficina administrativa del cementerio con todas las luces prendidas, mira películas, come, juega con el celular y habla por teléfono con su pareja.

Nunca le tocó vivir una experiencia “paranormal”, dice. A los mitos los conoce porque se los contaron: la aparición de la joven que salta los muros de la necrópolis vestida de blanco y atraviesa la calle San Martín. O la historia de Andrés Bazán Frías, que fue abatido cuando intentaba escapar. La leyenda cuenta que el célebre bandolero había sido perseguido por la policía y terminó asesinado de un balazo en el cuello cuando quería entrar al cementerio para esconderse. Dicen que le jugó una mala pasada la súbita aparición del fantasma de su víctima (José Figueroa, a quien Bazán Frías había matado tiempo atrás).

Otros compañeros de él sí vivieron situaciones extrañas. Su mismo jefe, Julio Montes (administrador del camposanto), una vez que estaba solo sintió una presencia extraña en una de las oficinas. Cuando se acercó a ver qué era descubrió que todas las sillas que habían quedado ordenadas luego de una reunión aparecieron fuera de lugar.

También se sintió en presencia de algo sobrenatural ante la tumba de un niño que falleció hace muchos años y al que la gente le pide milagros y le deja ofrendas. Le dicen el angelito Juancito. “Un día le dejé golosinas y al poco tiempo, cuando pasé de nuevo, los caramelos y el chupetín estaban como si alguien los hubiera probado”, describe el hombre, de 48 años, que hace 19 cumple distintas funciones entre los panteones.

Costumbre

“Uno se acostumbra a estar solo de noche por aquí”, dice Facundo. El paso del tiempo, y a veces un toque de humor, morigera la rutina. “Lo que sí es mentira es que uno termina teniendo más miedo a los vivos que a los muertos”, asegura. Por ahora, este trabajo no le ha dejado secuelas. No se despierta sobresaltado cuando duerme ni tiene pesadillas. Sus días transcurren con total normalidad hasta que llega la noche, las enormes puertas de madera se cierran y él queda a cargo de la necrópolis. Por algún motivo, hasta que salga el sol, de seguro habrá algún un ruido que le pondrá los pelos de punta. Porque nunca, admite, será fácil ser el único despierto en esta pequeña ciudad de habitantes dormidos para siempre.

Cementerio

El del Oeste es el cementerio más antiguo de la ciudad. Fue inaugurado en 1872, y allí descansan los restos de muchas de las personalidades que hicieron la historia política, económica y cultural de la provincia.

Ubicado detrás del parque Avellaneda, en Asunción 150, es reconocido a la distancia por sus altos muros blancos y la presencia de importantes mausoleos con distintos estilos arquitectónicos. Se destacan las fachadas, los altares, las puertas con piezas únicas de hierro forjado y las esculturas que ornamentan muchas de las tumbas. Los restos de una veintena de gobernadores se encuentran en este camposanto. Seis sepulturas fueron declaradas de valor patrimonial: las que guardan los restos de Silvano Bores; Pedro León Gallo; Lola Mora; Domingo Martínez Muñecas; Lucas Córdoba e Ignacio Colombres.

Julio Montes, administrador del cementerio, contó que el lugar cuenta con 7.500 concesiones entre mausoleos y sótanos. La Municipalidad (que tiene a cargo la administración) está haciendo un relevamiento. Calculan que entre un 30% y un 40% de las tumbas están abandonadas. Quienes no han renovado la concesión (se renueva cada cinco años) pierden el lugar y el municipio puede vender otra vez el espacio. Por eso es que todavía hay movimiento en el cementerio. “Sumado a que hay mausoleos con muchísimo espacio y las familias siguen trayendo a sus deudos. De todas maneras, en general, la costumbre de visitar a los familiares muertos bajó muchísimo y hoy son más los estudiantes los que acuden a la necrópolis”, comentó Montes.

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