Entre censores y convivientes

El anarquismo está en pie de lucha contra una creación artística que no conoce en su intimidad. “Soledad”, la ópera prima de Agustina Macri, debió soportar el boicot de militantes que no entienden la filosofía que una doctrina política que promulga dos ejes centrales: la desaparición absoluta del Estado y de sus instituciones; y la defensa de la libertad plena y de la elección individual, especialmente cuando es amenazada por organismos o personas identificadas con la autoridad formal.

La reciente irrupción de un puñado de manifestantes en una sala del complejo de cines de Village Recoleta, donde arrojaron una bomba de olor e impidieron la proyección del filme, se suma a los ataques que el grupo del rodaje sufrió en Italia, cuando estaba filmando la historia real de la joven argentina María Soledad Rosas, acusada sin fundamento por la Policía de ese país de ser una ecoterrorista y quien se suicidó en prisión.

El filme, que se puede ver en Tucumán hasta ahora sin sobresaltos, aborda su vida y muerte de forma sobria, sin incurrir en tergiversaciones, errores ni denuncias. El libro original con este hecho, escrito por Martín Caparrós (“Amor y anarquía”, de 2003 y recientemente reeditado) evidencia que su cárcel fue motivada desde un Estado policíaco que buscaba en la detención y enjuiciamiento mandar un mensaje represivo al conjunto del movimiento anarco okupa de Europa. En su prólogo explica que una de las tantas cosas que lo motivó a escribir esta historia fue tratar de entender “por qué un Estado moderno edificaba con tanto cuidado la figura de sus enemigos -la figura del terrorista- y cómo terminaba destruyendo los monstruos que inventaba -porque los inventaba para eso-”,

Quienes actuaron ahora alegan rebeldía. En vez de ver la película y cuestionarla si cabe, se comportaron en forma represiva y autoritaria. Decir que lo hacen para ser libres, como lo reivindica la idea madre que impulsa la anarquía, es una falacia. Impedir que otra persona pueda acceder a un producto cultural conspira contra la base de sustentación de un movimiento que ha sido clave para el pensamiento universal.

Les irrita el apellido de la directora. Socióloga y cineasta con antecedentes sobrados, Agustina Macri nunca hizo valer su vínculo familiar con su padre, el presidente Mauricio. Es más, antes del estreno, aclaró que no recibió financiamiento del Instituto de Cine y Artes Audiovisuales (por otro lado, si hubiese ganado alguno de sus concursos, no sería cuestionable), lo que deja en el absurdo la afirmación de que la película se había pagado con los dineros de los argentinos.

Nadie puede ser acusado de ser hijo de otra persona por el mero hecho de tener algunos sus genes. Si hay algún cuestionamiento, debería en todo caso surgir de que el descendiente reivindique, repita o avale las ideas de su progenitor. Así, hará suyo el pensamiento de otro, en este caso de su misma sangre y, al hacerlo, cargará con la responsabilidad en cabeza propia y convencido de los argumentos, no como una pesada herencia. Esto vale tanto con los hijos de los genocidas (muchos militan en organismos de derechos humanos y repudian públicamente a sus progenitores), de los revolucionarios, de los presidentes o ex y de cualquier otro mortal.

El escándalo se dio en medio del cierre de la votación para definir qué película argentina competirá por los premios Oscar y Goya (España). “Soledad” está en carrera en un segundo pelotón, detrás de los que cuentan con el apoyo de la industria y con reparto famoso, como “Mi obra maestra”, “El amor menos pensado”, “El Ángel”, “La quietud”, “Acusada” o “Animal”. En ese grupo de retaguardia se puede sumar sin exagerar la tucumana “El motoarrebatador”, una de las películas argentinas que más premios viene recibiendo en festivales dentro y fuera del país en este año (este fin de semana ganó en Nara, Japón), y que mañana se estrenará en San Sebastián, antes de llegar a Suiza y a Estados Unidos.

En los hechos, la batalla que se está librando en la elección es la lucha entre los que tienen financiamiento asegurado antes de empezar a filmar y los que construyen casi artesanalmente sus películas, hilvanando escenas y procurando gastar lo menos posible. El rediseño económico del Incaa está abandonando a los segundos y centrándose en los primeros, cuando debería ser (y fue hasta hace poco) exactamente al revés. Todo esto en un mes histórico para el cine argentino: con estrenos taquilleros y beneficiados por la promoción del Incaa (entradas a mitad de precio para la producción nacional entre el 9 de agosto y el 9 de septiembre), más del 50% de quienes concurrieron a las salas vieron un filme nacional (1,3 millón de personas).

Ya demasiado tienen que pelear las películas que no cuentan con el respaldo de las grandes productoras y/o de los canales porteños de televisión para, encima, soportar el hostigamiento de algunos grupos marginales. Lo ocurrido con “Soledad” es, simplemente, un acto de censura más de los muchos que conocemos los argentinos, esta vez en manos de particulares y no del Estado: si yo no quiero o no me gusta, nadie la verá; lo podía decir el censor Miguel Paulino Tato en la dictadura, estos militantes equivocados o el tucumano que rompió la instalación del artista Res en las puertas de la Casa Histórica hace dos años.

Hay que entender, de una vez por todas, que la producción y realización de un hecho artístico debe ser un absoluto que no admite condicionamientos; que en ella se refleja la diversidad de pensamientos y estéticas de una sociedad, su complejidad y riqueza intelectual; y que la creación no busca la complacencia sino el respeto de todos. La única excepción posible sería evitar la apología de un delito.

En este sentido, se debe asumir además que la actitud debe ser inclusiva de las diferencias y que la convivencia implica aceptación, lo que es mucho más que meramente soportar al otro. “La tolerancia es fascismo en reposo”, dijo alguna vez Diego Peter Capusotto, en una síntesis admirable.

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