Dos solitarios lugares evocan el dolor del tsunami

Dos solitarios lugares evocan el dolor del tsunami

La escuela elemental de Okawa y la estructura de acero rojo de Minamisanriku fueron de las más afectadas. Homenajes y rezos

ORACIONES Y HOMENAJES. La escena transcurre en el patio de la escuela elemental de Okawa, donde 170 niños perdieron la vida en pocos segundos. ORACIONES Y HOMENAJES. La escena transcurre en el patio de la escuela elemental de Okawa, donde 170 niños perdieron la vida en pocos segundos.

La costa del Pacífico de Japón fue la zona más afectada por el terremoto de 2011, principalmente en el norte, no tanto por el sacudón de la tierra sino por la fuerza incalculable del agua. Quince minutos después de que todo temblara, un tsunami devastó decenas de ciudades y se llevó la vida de más de 15.000 personas

Las huellas de aquel desastre hoy son difíciles de encontrar. Los japoneses decidieron reconstruir casas, escuelas y hospitales en poco tiempo. Además, prohibieron el regreso a las zonas más peligrosas y hoy allí sólo habitan montículos de arena y contenedores de cemento que intentarán detener la furia de la próxima ola.

Ícono de la tragedia

Pero entre los pocos símbolos de memoria que quedaron de aquel 11 de marzo están los restos de la escuela elemental de Okawa, en un pequeño poblado llamado Kitakami. Allí 170 niños perdieron la vida en cuestión de segundos. Ya habían almorzado, hacía frío y todavía estaban en clase.

El edificio, sin construcciones alrededor, se convirtió en un ícono de la peor tragedia que tuvo el norte de este país. Desde afuera pueden verse todavía los pizarrones verdes, salas de reuniones y hasta un mural que había en el patio con figuras de niños de todo el mundo. El silencio de ese lugar duele. Ni siquiera llega a confortar el dulce olor a incienso que viene de un altar que reza a las pequeñas víctimas.

Bordeando la costa de Miyagi y a media hora de aquellos pizarrones se encuentra la localidad de Minamisanriku, una de las más afectadas por el tsunami.

Hasta el segundo piso

Allí está emplazada una estructura de acero de color rojo. Está rodeada de pasto y pasa desapercibida entre tantas excavadoras que todavía siguen operando en el lugar, pero unos pequeños carteles explican su historia.

Cuando vino el agua un grupo de habitantes se refugió en lo que entonces era un edificio para emergencias y catástrofes. Pero no aguantó. Ventanas y puertas cedieron y el agua llegó hasta el segundo piso.

Sin embargo, la estructura del edificio resistió el embate. Los que estaban más arriba sobrevivieron y vieron como el mar se tragaba lo que hasta hacía pocos minutos había sido su barrio.

Nacer de nuevo

Días después los sobrevivientes volvieron al lugar y agradecieron el hecho de que ese montón de acero los había hecho nacer de nuevo. Todavía siguen homenajeándolo y le llevan flores o tiras de 1.000 grullas hechas de papel que, como marca la tradición japonesa, ayuda a que los buenos deseos se hagan realidad.

Aquí también hay incienso, imágenes de buda y ofrendas de todos los colores.

Es extraño que un esqueleto rojo metálico pueda convertirse en una de las imágenes más fuertes de esta parte del país. Es que inevitablemente representa uno de los recuerdos más fuertes que se puede llevar un viajero cuando deja esta tierra: el equilibrio entre fuerza y respeto.

Horizontes trazados

Una semana en esta isla no es suficiente para conocer toda su historia o su cultura. Las expectativas son siempre altas porque Japón inquieta a la distancia. Pero lo que sí es seguro es que cuando la cercanía lo permite, este pueblo se muestra como una sociedad compleja, como todas, pero con horizontes trazados, como ninguna.

Los trenes de Japón son como una máquina del tiempo descompuesta. En una estación, la puerta puede abrirse ante un edificio de siete pisos con aparatos tecnológicos, pero en la próxima habrá tan sólo un puñado de casas, rodeadas por el color amarillo de los campos de arroz.

En ese vaivén, capaz de alcanzar los 350 kilómetros por hora, se puede llegar a los templos budistas esparcidos por todo el país. Al caminarlos es posible ver todavía a sus monjes, encargados de mantener en pie una infraestructura gigante aun para nuestros tiempos y el espíritu de los parques que los custodian queda impregnado como el humo de sus ofrendas.

En síntesis, cuando uno llega a esta tierra comienza el verdadero viaje.

Su gente, sus sabores y sus sonidos al principio parecen un laberinto, pero poco a poco el camino irá develándose según cada caminante.

Me voy feliz de haber conocido la tierra de mis ancestros. Parto con un montón de relatos e imágenes para compartir. Regreso satisfecho de haber entendido un poco más la historia de mi familia. Vuelvo pensando en todo el infinito que todavía no comprendí.

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