Roban Hood

Pocas cosas le hacen tanto daño a la verdad como la llamada “opinión pública”. Esa opinión sin nombre ni apellido que declama moralidad a los gritos desde el púlpito sacrosanto de un teclado, o desde esa ametralladora indiscriminada y siniestra que son las redes sociales.

Ya debería actualizarse ese centenario refrán de origen rioplatense que advertía “más peligroso que mono con navaja”, por algo así como “más peligroso que mono con WhatsApp” o “más peligroso que ignorante con redes sociales”.

La Biblia nos cuenta en decenas de pasajes acerca de esa tradición judía de “rasgarse las vestiduras” o las “prendas de vestir” para aparentar indignación, dolor o vergüenza. Una costumbre extendida entre aquellos que eran descubiertos en falta, en general por alguna ofensa a Dios, y que de esta forma pretendían “parecer buenos”.

Rubén, Jacob, Josías o Caifás fueron algunos de estos hipócritas, según la Biblia, que rompieron sus ropas para enjabonar sus culpas ante el Señor. Pero Dios nunca fue tonto y los amonestó: “Rasguen su corazón, y no sus prendas de vestir; y vuelvan a Jehová, su Dios” (Joel 2:13).

Es esa indignación que producen los bolsos de José López, repletos de dólares volando sobre los muros de un convento, imágenes que nadie vio aunque sin embargo hay vecinos que describen al detalle, en una escena que seguramente formará parte central de una próxima película.

Bolsos que prácticamente ningún Caifás se pregunta quién los llenó de billetes, no vaya a ser que provengan de la última coima que le dimos al varita que nos pescó en infracción, de la última venta en que no entregamos factura o de ese celular bastante barato que compramos sin cuestionar demasiado su origen.

Porque la “cartelización de la obra pública”, más allá de la pirotecnia mediática bipolar, donde unos se tiran con cuadernos y otros con aportes truchos de campaña, contiene comunes denominadores que van al hueso de la septicemia nacional.

Desde hace décadas, si acaso no desde siempre, en la Argentina se construye así y los honestos pocas veces han tenido cabida en las obras del Estado. Lo hemos visto tanto, en todos los gobiernos, y recientemente en el escándalo de corrupción revelado por LA GACETA en el Instituto Provincial de la Vivienda, donde el empresariado involucrado se ha complotado en silencio corporativo y donde sólo un par de valientes excepciones se han atrevido a romper ese cerco nauseabundo.

El resto de los empresarios consultados, con sus respectivas honorables cámaras de la construcción incluidas, no vio ni escuchó nunca jamás hablar de coimas ni de adjudicaciones discrecionales.

Porque, a no ser ingenuos, son los empresarios que hacen negocios con el Estado los que financian la política, nunca al revés. Y estos favores vuelven después en lo que se conoce como “retornos”.

En la fantasía novelera de Doña Rosa, esa señora en deshabillé y pantuflas que -control remoto en mano- todo lo juzga desde el sillón de su casa, Cristina Fernández duerme sobre colchones de billetes, toma baños en champaña y come frutos exóticos traídos a nado desde tierras lejanas. Lo cierto es que más allá de algunos lujetes ordinarios en que suelen caer los ladronzuelos de la cosa pública, la mayor parte de ese dinero se utiliza para subvencionar la política y para mantener así el vicioso círculo del statu quo del poder. Aquí en Tucumán, como sin dudas ocurre en casi todos los distritos, hay empresarios que han aportado idénticos montos a las campañas de Cambiemos y del peronismo. No hay que investigar demasiado, sólo alcanza con revisar fotos y videos de los candidatos con empresarios publicadas en 2015 en cenas, almuerzos, reuniones sociales o “eventos solidarios”. Obvio que no todo el que aparece en una foto es un socio.

Conmovedora filantropía

Es como apostar a color en la ruleta, una ficha al rojo y otra al negro. Se gana o se empata, nunca se pierde. Sienten tanto amor por la democracia que no reparan en financiar obscenas campañas millonarias. Tanta pasión republicana que hasta se inventan nombres para no figurar en las listas de aportantes. Filantropía que conmueve hasta las lágrimas.

“El lujo es vulgaridad” escribió el Indio Solari en “Un poco de amor francés”. Nos dejamos encandilar por las luces del escándalo, miel para la mediocridad amortiguada, y como Caifás nos desgarramos las ropas cuando vemos esas mansiones que se compran en Tafí del Valle, Punta del Este o Miami, las mecas de todo legislador recién asumido, del nuevo rico que estaciona la cupé importada sobre la vereda de su casa.

Reciben diez bolsos y reparten nueve. De ese diezmo surgen esas vulgaridades materiales que ostentan sin pudor, porque en este país ya no sorprende que hasta un juez sea millonario, algo insólito que debería escandalizarnos, lo mismo que un político que lleva 40 años en la administración pública y vive como Donald Trump.

¿Ningún fiscal le va a preguntar a un legislador o a un empleado de la Cámara cómo hizo para comprar un departamento en Punta del Este si nunca tuvo otra actividad que la política?

Es que después habría que preguntarle lo mismo al fiscal…

Y así fuimos forjando un país donde el poder se construye y se conserva básicamente por izquierda.

La misma cadena de supermercados que en Argentina tiene una tasa de rentabilidad de hasta el 40%, según el producto, en EEUU gana el 1,5% y en Europa el 2,5%.

Lo dijeron los mismos técnicos del FMI durante una de las últimas visitas: el problema es que en Argentina quieren ganar en cinco años lo que en otros países se gana en 20.

Suponer que los políticos forman parte de una casta impía que vino a ensuciar este país inmaculado no sólo es ingenuo sino que es totalmente falso. La política es sólo otro eslabón en una cadena de corrupción que rige los destinos del país desde hace décadas.

Esto no es nuevo, pero ahora vuelve al debate con casos de alto impacto como los aportes truchos a la campaña de Cambiemos -incluso se habla de lavado-, los bolsos con plata que recibía el kirchnerismo de diferentes empresas -el “cuadernogate”-, o la corrupción en el IPV a nivel local. Denuncias aún no confirmadas indican que con dinero del IPV se habrían financiado varias campañas electorales.

La discusión de fondo no es ética, aunque así se quiera presentar para la selecta platea de Netflix, sino quién y cómo reparte el dinero mal habido, malversado, evadido, lavado o de los sobornos.

Mientras tanto, la opinión pública es esa masa indignada que es llevada de las narices hasta el cuarto oscuro.

La historia nos ha mostrado incontables veces lo que pasa cuando las masas manipuladas se erigen en jueces supremos. Hace 2.000 años, Poncio Pilato consiguió que una turba enardecida liberara a un criminal para condenar a un inocente que le era incómodo al poder. Hasta el día de hoy nos persigue esa culpa.

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