¿Qué mundo les vamos a dejar a nuestros hijos?

¿Qué mundo les vamos a dejar a nuestros hijos?

En buena medida, el porvenir dependerá de las historias -orales o escritas- que sepamos brindarles a los más chicos.

19 Agosto 2018

Por Honoria Zelaya de Nader

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Desde aquella luminosa mañana en la que un remoto antepasado articuló sus primeras manifestaciones semánticas en pos del lenguaje, la palabra le ha servido al hombre para construir la realidad, edificar el mundo o estructurar su imagen con sueños, con historias, con anhelos. Ya en el Génesis se revela que el mundo comienza a partir de la Palabra: Hágase la luz y la luz se hizo. En el Popol Vuh es sustancia y materia. “Solamente por su palabra se hizo la Creación / al momento apareció la Tierra / –Tierra –dijeron–. De una vez se creó”. Para los egipcios los dioses salieron de la boca de Ra (el Sol) quien los creó al proferir sus nombres. Logos, para los griegos no era sólo el vocablo, la frase, el discurso, sino también la razón, la idea, el sentido profundo. La materialización de los fundamentos del lenguaje, surge antes que el agua, el sol y la tierra para los guaraníes.

En consecuencia, tanto la antropología como la historia de las religiones permiten afirmar que la noción trascendente de la Palabra transita por todas las culturas, y que tal concepción solo anida en la conciencia de los pueblos que intentan preservar sus raíces. Una tarea que tiene su punto de partida en historias de tiempos fundacionales. Según Fryda Schultz de Mantovani, “la literatura infantil hunde sus raíces en el folklore, se nutre de él, apela a la memoria verbal de los pueblos y de inaugurar al hombre se trata. Y ha venido a ser andando los tiempos una reserva natural en la que se respira el aliento de lo que hay más humano en el hombre”.

Corresponde en consecuencia preguntarnos qué aliento de humanidad se respira en nuestra literatura de raíz indígena.

Damos como respuesta, los que muestran caminos de evolución sobre la base del respeto por el planeta que habitamos, los que inscriben mensajes simbólicos comprometidos vehementemente con el destino de la especie humana, los que apelan a la cordura rehumanizando al hombre, los que encontramos en los mitos de Pachamama y Coquena. O como la elocuente advertencia inscripta por la cultura Moché en el Templo de la Luna, respecto a la destrucción de la humanidad por los mismos objetos fabricados por el hombre.

Caros emblemas son los legados por la cultura Moché, por Pachamama y por Coquena. Ellos apelan fundamentalmente a la construcción de la paz cuando paz significa mucho más que ausencia de guerra y conquista del orden social. Cuando la paz se construye a partir del respeto por la tierra que nos cobija. Cuando la paz trabaja para que los ojos, los oídos y el corazón de los niños no se encapsulen en la insensibilidad. Cuando se internaliza que la paz surge de una visión del mundo construida en infancias nutridas con fuertes dosis de literatura oral y escrita que denuncian el horror de la guerra. Por cierto, no se desvanece lo que se siembra en la infancia. No pierde tinte ni perfiles en la memoria. Se arraiga en lo profundo como arcilla permanente y húmeda invariable y modulable al mismo tiempo. El espíritu del hombre se hace con tejidos de imágenes .

Desde la pluralidad de estas relaciones también se levantan relevantes páginas inscriptas en la literatura infantil juvenil de nuestros días con ficciones ecológicas saludables . Tomamos como ejemplos, El país de ojos transparentes, La isla del cielo y Los cuentos del año 2000 de Aaron Cupit, Robotobor y Las Abejas de Bronce de Marco Denevi, Viaje al planeta misterios de Carlos Joaquín Durán, Los omicritas y el hombre pez de Jacobo Bajarlía, El misterio de las valijas verdes de Syria Poletti, quien subrayó, que la clave para salvar al hombre de la destrucción es el arte.

En cuanto a escritores tucumanos, Radioactividad, de Hugo Foguet, el poema Narciso Laser de Arturo Álvarez Sosa, La cabra blanca de Ramón Alberto Pérez, entre muchos otros. No es casual que la prefiguración de nuestra literatura del NOA se desencadene a través de una fuerte relación entre el hombre y su tierra.

Puentes de paz

Sin lugar a dudas la literatura infantil juvenil argentina tiene muy en cuenta que existen en el mundo más de 50.000 ojivas nucleares capaces de eliminar -doce veces- todo rastro de vida en la Tierra. “De una vida (como poéticamente señalara García Márquez en el discurso pronunciado en el Grupo de los Seis en México, en 1986) en la que debieron transcurrir 380 millones de años para fabricar una rosa sin otro compromiso que la de ser hermosa, y cuatro eras geológicas para que los seres humanos fueran capaces de cantar mejor que los pájaros y de morirse de amor. No es nada honroso para el talento humano, en la edad de oro de la ciencia haber concebido el modo de que un proceso multimilenario tan complejo y colosal puede regresar a la nada de donde vino por el hecho simple de oprimir un botón.”

En consecuencia para que este hecho fatídico no se cumpla nos corresponde a todos, pero muy especialmente a los tejedores de sueños, construir puentes de paz. No titubeamos al decir que la literatura infantil juvenil bordada con hilos de paz es para el niño lo que significó la paloma con la rama de olivo para Noé al final del diluvio.

Pero no es suficiente denunciar la guerra y proclamar la paz. Esto sólo, sería pueril. El Acta Constitucional de la Unesco señala que: “Es en la mente de los hombres donde deben edificarse los baluartes de la paz, a través de la educación, la ciencia y la cultura”. Sólo de esta manera el hombre es dueño de su destino; “porque el futuro constituye el principal invento de la condición humana que no debe limitarse a soportar el devenir sino a configurarlo con sabiduría”.

No es suficiente denunciar la guerra y proclamar la paz. Ni tampoco el desarme. Antes bien, es necesario contribuir a que se comprenda mejor la naturaleza y la complejidad de los peligros que amenazan la paz. No se puede enunciar la vida a través de estados sino a través de marchas, de procesos, de simientes.

Al hilo de estas reflexiones recuerdo una interrogación formulada casi a diario que exige ser revertida. Debemos preocuparnos, en relación a la literatura y la infancia, por el mundo que le vamos a dejar a nuestros hijos si no le posibilitamos el alimento de esas hormonas psíquicas de la que hablaba Ortega y Gasett.

En efecto, ¿qué herencia le vamos a dejar a nuestros hijos?

Nuestra respuesta es: Palabras serenas y trascendentes. En buena parte, el mundo que dejemos a nuestros hijos dependerá de las historias -orales o escritas- que sepamos brindarles. Creo, que el porvenir del mundo en paz se alcanzará cuando en todas las casas de todos los pueblos del mundo haya una literatura atenta a mensajes de solidaridad de justicia, de libertad, de respeto a la vida.

© LA GACETA

Honoria Zelaya de Nader - Escritora. Miembro de la Academia Argentina de Literatura Infantil y Juvenil.

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