Los jueces ante el siglo XV

Si hubiese un campeonato de acceso a la información pública en Tucumán, la Legislatura estaría en el fondo de la tabla. Para comprobarlo basta con ingresar a la página web institucional (legislaturadetucuman.gob.ar): no hay allí ninguna posibilidad de saber cómo los representantes del pueblo ejecutan su presupuesto, que este año asciende a $ 2.650 millones. Ni rastro de la política de datos abiertos, tan en boga en las democracias occidentales. La paradoja es que de la institución más deficitaria en materia de acceso a la información depende, en principio, que el manejo de la cosa pública en la provincia sea más traslúcido en términos generales. No se puede negar que la transparencia la tiene difícil en el que alguna vez fue, en sentido literal y figurado, el Jardín de la República.

A falta de una ley, buenos son -o debería ser- los jueces. Las obstinaciones del oficialismo en una opacidad propia del siglo XV inclinan el tablero hacia la Justicia. El jurista Gregorio Badeni manifestó este lunes que la magistratura debe subsanar la falta de una norma que expresamente regule el acceso a la información pública. Lo que dijo quizá no sea nuevo, la novedad está en dónde lo dijo: en el propio Poder Judicial de Tucumán y en presencia de un número significativo de exponentes de la judicatura. La fuerza del mensaje yace en su fundamento simple: el secreto resulta inadmisible en un sistema republicano de gobierno como el que mencionan el artículo 139 de la Constitución vernácula y, con mayor convicción y firmeza, las disposiciones 1, 5, 6 y concordantes de la Carta Magna nacional.

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En función de las cosas que pasan en esta geografía, o bien Badeni se equivoca y el republicanismo es compatible con el manejo oscuro del Estado o en Tucumán existe una república declamada y tenue en los hechos, que se desvanece cada vez que alguien exige, por ejemplo, detalles sobre el manejo del erario. Lo segundo se impone cuando, al hacer memoria, aparece el caso de “la gran hermana” Marianela Mirra.

En 2014 trascendió que la diva había sido contratada en la Legislatura, pero, vaya maravilla, el entonces presidente subrogante comentó que se enteraba por el diario: el hoy ministro Regino Amado alegó que ignoraba los orígenes de aquella “ñocatura”. Un año antes y consultado sobre cuáles eran sus planes para fortalecer la transparencia del Poder Legislativo, el monterizo contestó que publicaba los proyectos de ley y que, a lo mejor, tendría que dar a conocer los congresos y jornadas en los que participaban los legisladores. Ahí se agotaba y sigue agotándose el ingenio del oficialismo en lo que hace a la política de acceso a la información pública.

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No se agota, en cambio, la vocación por husmear en lo que tan celosamente se reserva. Como definió el maestro Badeni: el encanto de lo prohibido. Y así los Tribunales locales acopian causas iniciadas con el argumento de que hay datos ocultos que los gobernantes se niegan a entregar sin fundamentos válidos, lo que sería una resistencia a la rendición de cuentas, otro rasgo típicamente republicano. En ese lote de expedientes urticantes está, por ejemplo, el proceso que promovió en 2011 el dirigente radical devenido en “veedor judicial” de la Nación, Juan Roberto Robles, para acceder a precisiones sobre los desembolsos que implicó la construcción -sin licitación pública- de la sede de la Legislatura. Salvo por el hecho de que la inflación acumulada por el paso del tiempo licúa los millones, el caso viene mal para la posición oscurantista que sustentan las autoridades estatales. Una sentencia -en revisión- de Sergio Gandur y Ebe López Piossek, vocales de la Sala III de la Cámara en lo Contencioso Administrativo, recordó que la información pertenece a las personas y no es propiedad del Estado, y que el acceso a ella no puede estar supeditado a una gracia o a un favor de los gobernantes.

Reclamos y conceptos idénticos esgrimieron Eudoro Aráoz, legislador opositor, y otros demandantes al presentarse en la Sala II de la Cámara mencionada para saber en qué se fueron los $ 615,6 millones que la Legislatura destinó a gastos sociales o subsidios antes de las elecciones de 2015. Un príncipe del foro está casi convencido de que ese proceso es la prueba más perfecta de las barreras que el Estado es capaz de colocar en pos de impedir la liberación de ciertas verdades.

Algún día, tal vez, el caso será estudiado como un monumento a los ocultamientos propios de la Edad Media en un tiempo donde, por efecto de la hipercomunicación, las confidencias de Estado tienen vida cada vez más corta y menos feliz.

Una regla tan antigua como el mundo sugiere que quien nada tiene que esconder, nada teme mostrar. Pero ese adagio -¡ay!- no rige en Tucumán, donde el gobierno tripartito de la Junta Electoral Provincial acaba de decir a otros radicales, José María Canelada y Adela Estofán de Terraf, que no están legitimados, por sí mismos, para reclamar información sobre la planta de personal. La resolución lleva la firma de Daniel Posse, presidente de la Corte; de Edmundo Jiménez, ministro público fiscal, y de Fernando Juri, número dos de la Legislatura. A otro príncipe del foro le llamó la atención que Posse, que publica las designaciones de empleados y funcionarios judiciales, se haya plegado a la posición de dos que no lo hacen en las respectivas instituciones que comandan. Lo del Ministerio Público es más llamativo todavía porque, en marzo de 2017, Jiménez aseguró a este diario que iba a publicar todas sus resoluciones, específicamente las relativas a recursos humanos, y hasta “guapeó” con que sería incluso más transparente que el alto tribunal. Nada de ello sucedió: las omisiones y la resolución de la Junta desnudan -otra vez- la fragilidad de las promesas. El legislador Canelada, por su parte, puso en marcha la teoría de Badeni y se fue a buscar en los Tribunales el acceso a la información que le denegaron en el órgano encargado de fiscalizar los comicios. Todo resulta absurdo y retardatario, ¿lo será también la Justicia?

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