La ansiedad de “El motoarrebatador”

La ansiedad de “El motoarrebatador”

El campo de las realizaciones artísticas es asimétrico entre los tiempos de creación y producción y el de exposición o representación. Preparar una obra de teatro o de danza insume no menos de dos meses de ensayos, con una intensidad que se profundiza cuanto más cerca se está del estreno. A ello se debe sumar un tiempo igual previo de selección de lo que se quiere hacer, reunión de los intérpretes elegidos, organización, trabajo previo y diseño del espectáculo.

Todo ello para un puñado de funciones: una docena con suerte para el teatro y mucho menos en el mundo de la danza. Y si hay reposiciones a futuro luego de una primera temporada, serán de pocas fechas para luego actuar de forma salteada y dispersa.

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Los músicos, en tanto, comparten esa dinámica aunque de otra forma. No tienen semanas sucesivas con el mismo espectáculo o presentando el mismo disco (la excepción fue la larga temporada de Anselmo Lago el año pasado en Patio Lorca), sino un show acá y otro allá, habitualmente en diferentes meses.

Si llevamos esa dinámica al cine, todo se proyecta a la enésima potencia. Hacer una película nace cuando una idea anida en la mente del guionista y concluye con el estreno en sala. En el caso de “El motoarrebatador”, por mencionar el más reciente ejemplo tucumano, fueron cinco años desde que Agustín Toscano comenzó a pensar su filme hasta que lo vio en pantalla grande en su provincia.

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Su gran ilusión era lograr que su producto llegase a la segunda semana de exhibición, con una o dos pasadas diarias según la sala local que la programe. Parece un deseo bastante humilde: 1.825 días de trabajo (sin contar años bisiestos) para 14 días de proyección. No llega al 10%. Seamos generosos y le restemos a la cifra inicial los meses de descanso, los dedicados a otras iniciativas, los perdidos por enfermedad o imponderables. Lo reduzcamos a la mitad, y aún así estaremos hablando del 20% entre lo trabajado y lo disfrutado.

Esta situación está dada por el crítico mecanismo de distribución de películas en el país. La circulación está concentrada en grandes manos y sólo se puede pasar por ellas para garantizarse pantallas en el interior y en la capital. El resto depende de los apoyos institucionales y de las posibilidades de gestión individual que tengan los creadores para convencerlos de su película. En el caso de marras, estamos hablando de un producto auspiciado y apoyado por los entes institucionales de respaldo al cine de la Argentina y de Uruguay, con el mérito de haber sido estrenado internacionalmente en la Quincena de los Realizadores del último Festival de Cannes, a donde pocos llegan. Aún así, Toscano temblaba.

Por ello la satisfacción de haber superado los primeros siete días y duplicar su logro. Pero seguir en Tucumán no implica hacerlo en el resto del país. De las 13 salas que estrenaron su filme el pasado 7 en la Capital Federal, el gran Buenos Aires y La Plata, sólo una (el cine Gaumont, reservado a filmes nacionales) lo mantiene en pantalla; a la que se sumó el Cosmos porteño, marginada del circuito comercial. Tampoco sigue en Rosario ni en Mendoza. Para revertir esa tendencia, y en consonancia con lo pensado por el titular del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, Ralph Haiek, comenzó ya a ser proyectado en distintos Espacios Incaa de la provincia de Buenos Aires. También se la puede ver desde el 14 en La Pampa; en La Banda (Santiago del Estero) y en Orán (Salta).

La calidad no tiene nada que ver con mantenerse en pantalla. Todo está relacionado con la distribución. “El motoarrebatador” no rivaliza con otro filme argentino, mejor o peor; lo hace con los tanques de Hollywood. Su rival se puede llamar “Los increíbles 2”, la nueva de Jurasic Park (vendrá en esta semana) o “Rápido y furioso 598, 599, 600...”, lo mismo da. Una competencia desleal a toda vista.

Que lo hayan programado no es voluntario. Desde hace casi 20 años, las salas de todo el país tienen la obligación de proyectar películas argentinas. La imposición legal se llama cuota de pantalla y hay muchos países que la tienen regulada como forma de proteger a su industria y a sus creadores (Colombia, Brasil, España y Francia, por mencionar sólo cuatro casos). En la Argentina, lo exigido es una película nacional por trimestre por sala (artículo 6 de la resolución 2.016 de 2004), aunque con excepción en los complejos multisalas.

Para lograr superar la primera semana de exhibición obligatoria, hay que alcanzar un cupo de venta de entradas, que varía según la cantidad de butacas y la calificación de la película (varía de A a C). Valga como simple referencia que para una sala con 200 asientos, se deberían vender no menos de 40 localidades por función. Desde su primera proyección hasta ayer, la película de Toscano fue vista en las salas por 4.388 personas en todo el país, en unas 250 pasadas (aproximadamente) desde su estreno. La cifra no cierra, por lo que haber logrado continuidad potencia el logro de los productores y realizadores.

No hay que pensar en la taquilla como ingreso suficiente para afrontar un filme. Si supusiésemos que por cada entrada le corresponden $ 100 al productor, habría recaudado $400.000. Con ese monto no se puede pensar en filmar ni un cortometraje de calidad, cubriendo todos los costos, honorarios, cachet, publicidad, viáticos, catering obligatorio y demás gastos. De allí la importancia fundamental de tener al Estado como financista de los proyectos (en especial de los independientes) que permiten hablar de cosas distintas a las de los grandes estudios.

Es difícil que la historia local de “El motoarrebatador” le importase a ningún productor nacional de primerísima línea, salvo que en vez de Sergio Prina (conocido por todos como El Negro) estuviesen los ojos claros del Chino Darín y detrás de cámara se pusiese Juan José Campanella. Claro que, en ese supuesto, la película sería otra, irreconocible para los tucumanos.

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