No se puede aceptar la violencia como método

No se puede aceptar la violencia como método

Los pueblos se dan constituciones para organizar y repartir el poder de modo tal que nada ni nadie pueda ser más fuerte que la ley. La Constitución ha diseñado un Estado de derecho con límites y contrapesos muy precisos. Este tejido institucional procura alcanzar los objetivos del Preámbulo: la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad. Cada argentino y cada extranjero que ingresa al país está obligado a respetar esos principios. El Estado de derecho es una potestad y un deber: dentro de él, todo; fuera de él, nada.

Fuera del Estado de derecho habitan la anarquía y el caos: es la Argentina previa a 1853, donde el accionar excesivo de tiranos y déspotas convenció al pueblo que la única forma de construir una Nación era mediante el establecimiento de mecanismos capaces de contener y controlar el poder. Uno de esos resortes es el Poder Legislativo, el ámbito donde los representantes de la sociedad confeccionan las normas previo debate de las propuestas. El Congreso simboliza, justamente, la posibilidad de que la palabra hecha regla sustituya la fuerza: esa palabra se asienta sobre la voluntad de la mayoría, que es concepto esencial de la democracia.

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La Constitución garantiza el pluralismo y estimula el intercambio de opiniones entre quienes piensan distinto. Pero abomina la violencia, y no admite ninguna excusa o pretexto para legitimarla. Ninguna razón puede justificar la pretensión de detener, por vías de hecho, el debate en la Cámara Baja porque la consecución de ese fin implica un atentado liso y llano al corazón de la democracia. Pensar distinto no autoriza a agredir ni a amedrentar, mucho menos a impedir que los diputados deliberen y voten. Por el contrario, acceder a paralizar la discusión y sanción de normas supone acreditar un triunfo inadmisible de la violencia y regresar, por fin, al estadio preconstituyente, el de la Argentina depredada por el poder de destrucción de los grupos que se resistían al orden de la ley.

Ninguna iniciativa legislativa, por muy polémica que sea, otorga facultades para atentar contra el Congreso y sus miembros. Los desmanes y las manifestaciones físicas de intolerancia que tienen en vilo al país deben ser repudiados porque transmiten el desprecio por el Estado de derecho que garantiza la libertad y la igualdad. La oposición a las iniciativas de la mayoría debe fluir por los canales que ofrece la Constitución: manifestación pacífica, negociación política, argumentación en el Poder Legislativo y judicialización. Todo exceso del oficialismo ha de ser denunciado y sometido al control de la Justicia, institución que tiene la potestad de restablecer los equilibrios y de “dar a cada uno lo suyo”.

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La historia argentina enseña que cada vez que hubo un apartamiento del mandato de la Constitución, retrocedió el proyecto de país concebido en 1853, y, con él, retrocedieron las perspectivas de consolidar y ampliar los valores del Preámbulo. Esta experiencia obliga a mirar el presente con ojos críticos: el juego de las instituciones puede corregir cualquier tipo de injusticia, pero nada de ello es posible sin las instituciones. Rechazar la violencia y exigir el funcionamiento normal del Congreso equivale a abrazar la Constitución, cuya sabiduría ilumina el camino sobre todo en esos tramos donde la tensión pone a prueba la fortaleza de la democracia y del Estado de derecho.

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