Asado de obra: un ritual de carne y fuego para unos pocos elegidos

Es viernes, llueve y hace mucho frío. Pero “El Perro” luce apenas una remera con mangas cortas. La temperatura no lo inmuta, porque desde las 11 está parado junto a las brasas que hacen chispear la carne. A dos metros hay un tacho de 200 litros que sostiene una pieza de porcelanato. Esa es la mesa improvisada sobre la que desarrollará un ritual del que muchos sueñan con participar, pero al que sólo pueden acceder unos pocos elegidos: el asado de obra.

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Es un encuentro sencillo a simple vista, pero complejo por los detalles que le dan su esencia: hay un solo cuchillo, lo maneja el asador y el resto come con la mano; la carne se acompaña con pan (las ensaladas no existen); hay cortes que no pueden faltar, y por más que la economía apriete el bolsillo, siempre se junta lo suficiente para hacer las compras. Además, funciona como una especie de refugio: el calor de las brasas significa un alto en el trabajo que para algunos se convierte en risas y charlas, y para otros, en silencio y descanso. “El Perro” se siente seguro allí. Controla todo: sabe que si empieza a elegir las maderas con las que hará el fuego cerca de las 11, la carne estará a punto a las 13.

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Claudio “El Perro” Romano es el encargado de la parrilla en cualquier obra en la que trabaje. Tiene 64 años, es capataz y vive en Yerba Buena. Pasó gran parte de su vida entre las construcciones y afirma que el asado de los albañiles sobrevivió todas las crisis económicas. Habla con LA GACETA en lo que será el hall de entrada de una casa que se levanta en un barrio privado de San José, a la altura de la Curva de los Vega. Decidió hacer el fuego en ese espacio pequeño por dos motivos: afuera llueve y justo allí aún no hay cielo raso, así que no existe el riesgo de que el fuego, las chispas y el calor causen daños.

EL MAESTRO. “El Perro” Romano, junto a la parrilla que maneja en un barrio privado de Yerba Buena.

“Lo infaltable son las costillas y el chorizo; sin eso no hay asado de obra”, sentencia este albañil que en su tiempo libre concurre a una academia de folclore (“es lo que me mantiene bien”, dice mientras se toca el abdomen prominente). Otros cortes también son habituales en las parrillas de los albañiles. Uno de ellos es el alita. “Forma parte del queperí; es muy bueno”, instruye “El Perro” mientras sus compañeros asienten. “También podemos tirar un pedacito de tapa o de vacío -agrega-. La cosa cambia cuando al asado lo paga el arquitecto. Tiene otro sabor, porque es como un premio; quiere decir que hiciste las cosas bien”.

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La parrilla en sí merece atención. Nace con la obra misma; es decir, los albañiles la arman casi en el mismo momento en el que se empiezan a hacer los cimientos. Y lo hacen soldando o atando con alambres retazos de esos mismos hierros que conforman las columnas de la futura casa (“lo hacemos con los del 6, que son los más baratos”, argumenta “El Perro”). Si se trata de una obra grande en la que confluirán muchos albañiles, plomeros, electricistas, carpinteros, la parrilla tendrá que ser acorde a la magnitud de esa construcción. En esos casos se la suele construir con la rejilla metálica que utilizan los yeseros para hacer el cielo raso.

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CON LA MANO. Se comparte un juego de cubiertos: se corta, y que pase el siguiente.

Los créditos inmobiliarios que viene entregando el Estado en los últimos años modificaron en parte el escenario de estos asados: dejaron de ser patrimonio mayoritario de quienes trabajan en los edificios que se construyen en el centro y ahora se multiplican en innumerables emprendimientos inmobiliarios que nacieron al ritmo del Procrear en toda la provincia. De hecho, en los últimos años, “El Perro” viene desplegando su arte casi exclusivamente en barrios cerrados, en distintos puntos de Yerba Buena. “Si andás por acá un viernes vas a ver que de casi todas las obras sale humo. Los muchachos se la rebuscan para hacer su asadito”, explica. De fondo, el grupo Ráfaga suena en un celular y el arquitecto admite: “no sé cómo hacen para que les salga tan bueno. Voy a comprar la carne al mismo lugar que ellos, compré hasta la misma sal, pero no, no me sale igual”.

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En ese momento, “El Perro” tira sobre la pieza de porcelanato un trozo de tapa de asado, un corte clave para reconocer la pericia del asador: si pasa un minuto de más en la parrilla puede secarse y endurecerse. Pero él se tiene confianza. Espera que la cámara lo enfoque y empieza a cortar la carne. Lo hace con suavidad, como si la acariciara. El jugo rojizo empapa la mesa improvisada y las manos de los comensales se apuran en atrapar todo lo que pueden sin importar la temperatura.

Anécdotas, vinagre y ají

Si hay algo que “El Perro” ha acumulado a lo largo de su vida de albañil/asador son anécdotas. Cuando la ansiedad que causa el hambre fue aplacada y en la parrilla sólo esperan los chorizos criollos (perfumados con ajo y ají), la charla se distiende y aparecen los recuerdos.

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“Hay un yesero amigo que siempre viene a los asados. Cada vez que estamos por organizar uno, yo le aviso para que se llegue. Un día le digo: ‘che, traete dos litros de vinagre’. ‘Bueno’, me dice. Empezamos a comer y yo estaba muerto de sed, pero me las aguantaba, porque quería tomarme un vino. Entonces llega el yesero y me dice: ‘che, conseguí una sola botella’. ‘Bueno, no te hagás drama’, le respondo. Pero cuando la saca, casi me muero: ¡había traído vinagre, vinagre de verdad!”, relata y explotan las carcajadas.

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Las brasas (para las que no se usó carbón, sino madera de la obra misma) empiezan a apagarse. De uno en uno, los albañiles se alejan de la mesa improvisada sobre la que queda algo de pan, huesos y el jugo rojo de la carne que se vuelve espeso con el frío. “El Perro” agarra el casco, su cuchillo y sin más abrigo que la remera sale a la calle. “Arquitecto, si arranca esa obra en Tapia, llevemé”, le pide a su jefe antes de despedirse del resto de los comensales. Se volverán a ver la semana siguiente. Seguramente con una parrilla de por medio.

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