El lugar más seguro del mundo
La primera vez que fui a la Casa Encantada lo hice con mi papá. Tendría unos 11 años y lo que viví en ese rincón de Humahuaca me impactó para siempre: fue mi primer contacto directo con el carnaval. No con la alegría infantil de mojar a las chicas con bombitas de agua en las siestas calurosas de verano. Sino con el carnaval de verdad: con esa fiesta liberadora que hace temblar la Quebrada durante 10 días al año. De aquella tarde recuerdo con claridad a un gaucho de bigote gris al que nadie podía ganarle en el juego de la taba; la tremenda generosidad de un amigo de mi papá que había llenado la caja de su camioneta con todo tipo de bebidas (desde vino del más barato hasta whisky importado) para regalárselas a quien las pidiera; a otros chicos que habían acompañado a sus padres (las mujeres esperaban en el pueblo) y que se sentían tan grandes, importantes y felices como yo; el regreso por las vías del tren detrás de los guitarreros -entre abrazos y bailes, todos íbamos adornados con ramitos de albahaca, talco, serpentinas y papel picado-. Pero, por encima de todo, me acuerdo del espíritu de alegría general que garantizaba que ahí no iba a haber peleas ni problemas; de hecho, a la luz de los años siento que en ese pedacito de tierra quebradeña no había diferencias entre unos y otros, que nadie era más que el prójimo, que estaba en el lugar más seguro del mundo.

Si llegaste hasta acá es posible que te estés preguntando tres cosas: 1- ¿Por qué hablar del carnaval en un espacio generalmente destinado a la política, a la economía o cuestiones de índole social? 2- ¿Por qué una columna en primera persona? 3- ¿Por qué te tuteo? Las respuestas: 1- Si bien muchos pueden catalogar negativamente estos días como excusas para no trabajar y dar rienda suelta al desenfreno, cumplen una función social indiscutible, como toda fiesta. 2- La primera persona debe ser una excepción en el periodismo, es cierto, pero en este caso lo hago como testigo de la historia que cuento; además, aquello acerca de lo que escribo tiene cierta noticiabilidad: estamos en carnaval. 3- Seguimos en carnaval.

Nacida como una fiesta pagana (algunos sitúan su origen en el antiguo Egipto), en la Edad Media fue incorporada al cristianismo como una especie de licencia previa a los duros ayunos y sacrificios de la Cuaresma. El paso de los siglos y el avance de determinadas culturas sobre otras la volvieron universal. En nuestro país adquiere diversas formas según la región: la de comparsas, carrozas y plumas en el Litoral; la de las murgas ruidosas en Buenos Aires; la de los diablos en Jujuy; las carpas salteñas; los corsos barriales que hacen transpirar las noches de verano en diversas ciudades y, particularmente en Tucumán, la de bailes llenos de cumbia y pintura. Los feriados de carnaval fueron establecidos en Argentina en la década del 50. En 1976 fueron eliminados por decreto. Regresaron en 2011 –no sin muchas críticas-, pero el gobierno de Mauricio Macri, que modificó el calendario de feriados nacionales, no se animó a tocarlos ¿Será que leyeron algo de historia? Difícil afirmarlo. Pero lo cierto es que en Tucumán del siglo XIX, esta fiesta ya marcaba un paréntesis en todas las actividades: “No hay ciudad, tal vez, en Sud América, donde el Carnaval sea celebrado con más regocijo y jarana que en Tucumán, porque durante aquellos días se suspenden completamente los trabajos y faenas, y todos asumen la misma jerarquía”, escribió en 1826 el médico inglés Juan H. Scrivener, según reprodujo Carlos Páez de la Torre (h) en su columna Apenas Ayer (09/02/2013). “Se ve al amo y al sirviente, la señora y la criada, los negros y los blancos, todos entremezclados en un gran jubileo y del mejor de los humores”, agregaba.

A casi dos siglos de las impresiones de Scrivener, hay algo que el tiempo no ha podido arrancarle al carnaval: su esencia igualitaria. Y eso se percibe, por ejemplo, en cualquier comparsa jujeña (también en Ranchillos, en muchos corsos barriales, en las murgas…), donde los privilegios se diluyen; porque el talco, la harina y la espuma ocultan los rostros, las profesiones, los oficios, los cargos y las funciones; en la Quebrada de Humahuaca suelen bailar juntos el juez, el albañil, el turista, el empleado público, el dueño de una Pyme y el desempleado. Y es entonces cuando esta celebración adquiere su dimensión cabal: abre un paréntesis en las tensiones cotidianas –hoy materializadas en la inflación, la inseguridad, el desempleo, la violencia social, el paco y el hambre, entre otras tragedias- y genera un espacio para los abrazos.

El carnaval implica -tal como afirma el compositor Gustavo Guaraz- la posibilidad de exteriorizar por unos días las alegrías, las tristezas y el diablo pícaro que llevamos adentro (que no es el demonio de las religiones) y prepararnos para una nueva etapa de entrega. En definitiva, bajarnos por un rato del pedestal y mirarnos unos a otros de igual a igual.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios