Dos por tres
El agitado calendario de urnas de 2015, con elecciones locales y nacionales con sus respectivas PASO, primeras vueltas y balotajes, reafirmó una sensación: la de que en la Argentina votamos mucho. Los números del mencionado año son poderosos: en algunos distritos como CABA, la gente debió ir a acercarse a su escuela correspondiente más del 10% del total de domingos.

Más allá de las peculiaridades de 2015, la frecuencia electoral es un tema que suele aparecer sobre el tapete y sobre el cual diferentes sectores de la ciudadanía manifiestan su malestar: parten de la premisa que ir a las urnas cada dos años implica una tergiversación de la agenda pública, ya que los políticos no estarían haciendo aquello para lo que fueron elegidos, sino pensando en sus capacidades de reacomodarse en la siguiente contienda.

Un año más, el año de gobierno

La propuesta de reforma que más resuena consiste en estirar el período inter-electoral de dos a tres años, de forma tal que el año sándwich sea de puro “gobierno”. Este argumento tiene una gran falencia: la cantidad de evidencia empírica acumulada demuestra que en todos los rincones del mundo los políticos viven de campaña, independientemente de que renueven su mandato dos o tres años después de haber sido ungidos por la sociedad. Es la naturaleza de la política mediatizada, de la videopolítica, de la inmediatez de las relaciones entre los ciudadanos y los funcionarios que habilitan las redes sociales.

El ciclo electoral poco y nada tiene que ver con esto. A lo sumo, pueden vislumbrarse algunas estrategias de políticas públicas con una visión de corto plazo para generar un impacto de crecimiento o una mejora súbita de la economía que posicione mejor a quien está al mando como para que su fuerza política continúe por la senda de la victoria. Un ejemplo: en épocas recientes, muchos partidos del Conurbano se alfombraban de asfalto en los días previos a las elecciones, incluyendo (o en especial en) algunas localidades que parecían olvidadas en el fondo del tarro. Pero una vez más, la evidencia empírica derrota cualquier presunción: rara vez un político logra inclinar la balanza a su favor sólo a partir de un impulso mágico a la economía o de una calle carente de baches.

Un fenómeno de muchos países

La historia de la política democrática de los últimos años es vasta también en ejemplos que demuestran que los nuevos líderes se niegan a realizar reformas estructurales. Esto no es un fenómeno exclusivo de la Argentina ni de la región: ocurre literalmente en todos lados. Así, prevalecen los liderazgos con bajo impacto “transformacional” y de agendas acotadas, tanto en países con alta frecuencia electoral como el nuestro como en otros donde la visita a las urnas es más espaciada: una vez más, la relación entre calendario electoral y políticas “transformaciones” es, al menos, endeble.

Pero además existe otro riesgo relacionado con la intención de cambiar el calendario electoral de dos años a tres: para llevar adelante una modificación de esa naturaleza, es imprescindible realizar una reforma constitucional. En ese caso, hay que considerar que la Asamblea Constituyente puede discutir la reforma de cualquier otro tema, aún cuando exista una agenda previa relacionada con la cuestión electoral. Pensemos ahora en la Argentina de hoy, donde el gobierno posee una debilidad de origen y una minoría parlamentaria y en la que las instituciones se muestran, en el mejor de los casos, en reconstrucción.

Una reforma constitucional, en este contexto, podría equivaler a la apertura de una Caja de Pandora que derive en situaciones complicadas, inesperadas o que produzcan desequilibrios en el poder o en sus mecanismos de frenos y contrapesos.

En el otro rincón

En el otro rincón, las elecciones cada dos años resultan positivas desde diferentes ángulos. Primero, porque la participación electoral siempre es buena y gracias a ésta la gente tiene la posibilidad frecuente de expresar sus preferencias (o sus quejas). El sistema político argentino lleva una década y media de amplísimo deterioro, incluyendo la gangrenación de los partidos, por lo que el hecho de que la ciudadanía deba manifestar su voto cada dos años alimenta un debate tan escaso como necesario. Pero, además y fundamentalmente, las elecciones “encimadas” resultaron en años recientes un mecanismo esencial para evitar situaciones extremas.

En 2013, la victoria de Sergio Massa en la provincia de Buenos Aires funcionó como un freno para el “vamos por todo” que había expresado Cristina Fernández tras el 54% de 2011. Fue para el kirchnerismo una derrota simbólica que detuvo el intento hegemónico de profundizar un populismo autoritario que avanzaba sin pausas. ¿Qué hubiera ocurrido si esas elecciones no hubiesen tenido lugar? Por lo menos, CFK hubiese conseguido una mayoría espectacular en el Congreso para llevar a la realidad otro eslogan muy esgrimido en esos años, el de “Cristina eterna”.

No es la única instancia

Un cambio en el calendario electoral no arreglaría nada de lo que se supone que debería reparar y, al mismo tiempo, podría entorpecer el pobre debate que existe o evitar que se detengan los desvíos hegemónicos en un país en el que los frenos institucionales no se caracterizan por su eficiencia. Es cierto que la cuestión electoral representa un aspecto fundamental en el juego democrático, pero dista mucho de ser la única instancia sobre la que se puede trabajar para lograr una mejor calidad institucional.

Tal vez sería conveniente definir elementos que garanticen una mayor transparencia, que alimenten la participación ciudadana, que aseguren el funcionamiento de los mecanismos de control cuando hacen falta para evitar desvíos autoritarios o que determinen límites al gasto (y al despilfarro) público antes que quitarle a la ciudadanía la posibilidad de expresarse en las urnas cada dos por tres. En materia de elecciones, vale el viejo refrán que asegura: “Mejor que sobre y no que falte”.

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