El año que vivimos en peligro

El año que vivimos en peligro

Difícilmente el mundo pueda hacer un balance positivo del año que está a punto de extinguirse. Los riesgos globales se multiplicaron en cantidad y se incrementaron en intensidad. Las condiciones globales están dadas para repetir, en 2017, el terrible precedente proteccionista de los años ‘30. Ian Kershaw advertía sobre los peligros del relato histórico y de la extrapolación de los datos de hoy al contexto del pasado. Con este recaudo en mente, surgen simetrías globales que ameritan un análisis más detallado.

A nivel político, el mundo atraviesa un duro vacío en términos de gobernanza. Faltan liderazgos y mecanismos institucionales de coordinación internacional. Las opciones populistas y demagógicas arrasaron en Europa y Estados Unidos y ponen en jaque, de cara al año que se inicia, a países como Francia y Alemania. Los líderes cuentan con márgenes internos de maniobra mucho más estrechos para involucrarse en política exterior. Bajo el concepto de que “toda la política es local”, los responsables de la toma de decisiones ponderarán necesariamente el impacto de sus decisiones en sus chances de mantenerse en el poder. En efecto, una creciente preferencia de los electores a desentenderse de las cuestiones globales y a castigar a los políticos que pretenden persistir en ellas, por convicción y/o por inercia institucional, facilita el camino de globalifóbicos, aislacionistas y oportunistas, listos para capitalizar el desgaste y el malestar acumulado en el contexto de la “larga recesión” disparada con la crisis financiera del 2008. En particular, los líderes que enfrentan situación domésticas graves, con creciente desigualdad, pobreza e inseguridad, decisiones audaces como la de la canciller alemana Angela Merkel sobre los refugiados tienen costos electorales sumamente altos.

Para peor, divisiones internas el algunos de los principales foros internacionales profundizaron la desconfianza entre sus miembros, acotando el margen de acción y generando una inevitable frustración. Por ejemplo, el G-20 no ha podido convertirse en la organización capaz de coordinar los esfuerzos de los principales países y, de ese modo, encauzar una crisis muy compleja cuya dinámica, consecuentemente, tiende a espiralizarse. Más aún, Occidente ya no tiene autoridad moral: la guerra global contra el terrorismo socavó la integridad de los derechos humanos; la crisis económica puso al descubierto los efectos nocivos del capitalismo globalizado; y la elección de Trump implicó un profundo cuestionamiento a los valores fundamentales del sistema democrático. Así, el (des) orden conformado en el contexto de la Guerra Fría y profundizado a partir de su finalización luce sumamente erosionado, tanto en sus fundamentos domésticos como externos. Este vacío explica la reacción de varias potencias emergentes no occidentales, que buscan avanzar en la construcción de mecanismos alternativos de gobernanza: los cuestionamientos a la democracia liberal y al orden global que pretendió consolidarla para convertirla en el modelo ideal de organización política crecen desde China hasta Filipinas y desde Turquía a Cuba. Impacta también en nuestra región, conmocionada por los escándalos derivados de la implosión de los modelo cleptocrático-populistas (de Venezuela a Brasil, a pesar de sus diferencias), a menudo profundizados por Estados fracasados y/o capturados, parcial o totalmente, por redes de crimen organizado vinculadas al poder narco.

Paralelamente, y en consonancia con el reverdecer de claras presiones proteccionistas que amenazan la lógica de las nuevas formas de organización industrial, se ha naturalmente estancado la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio (OMC), donde se negociaba la profundización de la liberalización comercial a nivel global. En consecuencia, se observa un repliegue sobre los bloques comerciales regionales, que también sufren los embates del proteccionismo: Mercosur y Alianza del Pacífico en América Latina, el Tratado de Asociación y el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) en las relaciones transpacíficas y transatlánticas de los Estados Unidos, la Asociación Económica Integral Regional (RCEP), el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB) o la Iniciativa Cinturón y Ruta en el Asia Pacífico.

En los años ‘30, el proteccionismo retaliatorio fue el resultado de una guerra iniciada por Estados Unidos con el arancel Smoot-Hawley. El Reino Unido respondió con la Ley de Derechos de Importación de 1932 y luego la Preferencia Imperial. En poco tiempo, la economía mundial se había convertido en una compleja maraña de barreras comerciales. El presidente Trump ha anunciado que su primera medida de gobierno será retirarse del TPP, que no había terminado de conformarse. El escenario está armado para que 2017 comience con una disputa comercial entre Washington y Pekín por la supremacía comercial en Asia. El AIIB fue un hito: no solamente buscó desafiar al Banco Mundial y al Banco Asiático de Desarrollo (respaldado por Occidente) sino que atrajo como socios a los mismos arquitectos del orden mundial liberal occidental, que debieron rendirse ante la iniciativa China.

La guerra de monedas

A nivel financiero, desde la última crisis internacional, hace ya un poco menos de una década, China y los Estados Unidos vienen acusándose mutuamente de manipular de manera deliberada sus monedas para obtener ventajas comerciales injustas y extraordinarias. En la década de 1930, Gran Bretaña disparó una guerra de monedas al abandonar el patrón oro en septiembre de 1931. Estados Unidos se vengó siguiendo el mismo camino en abril de 1933. La libra cayó frente al dólar, luego el dólar frente a la libra. A partir de octubre de 2016, el FMI incorporó el renminbi chino (RMB) en la cesta de monedas que componen los derechos especiales de giro, o DEG, junto al dólar norteamericano, el euro, el yen y la libra esterlina británica. La moneda china es el 2% de todos los pagos internacionales y la norteamericana el 41%, pero la tendencia de la primera es creciente y la de la segunda, declinante.

Los antecedentes históricos de este tipo no son alentadores para nuestro país. En los años ‘40, la deuda británica total era tan pesada que si la cláusula de convertibilidad seguía vigente universalmente, la libra esterlina hubiese colapsado. Para nuestro país, esa amenaza estratégica se tradujo en la negativa del Reino Unido a pagar sus deudas a no ser que se saldaran con bienes o productos que los británicos estuviesen dispuestos a vender como, por ejemplo, los ferrocarriles. Los momentos de cambio e inestabilidad global tampoco son buenos para países como la Argentina. Los costos del financiamiento internacional tienden a aumentar, lo que reduce el flujo de inversión extranjera directa. Los mercados mundiales se cierran y colocar productos argentinos en el exterior se vuelve más complicado. La gobernabilidad interna se dificulta porque se agudiza la puja distributiva. Finalmente, el escenario regional se vuelve más competitivo e inestable, lo que genera todo tipo de obstáculos en la cooperación entre los vecinos.

El gobierno argentino deberá tomar nota de este nuevo mundo para replantear sus estrategias internacionales a múltiples niveles. Se debe pensar en términos de actores y sectores del país y del mundo, teniendo en cuenta dónde están las fortalezas y debilidades, dónde pueden potenciarse oportunidades y dónde minimizar amenazas. Recordando al gran Charly García, cuando el mundo tira para abajo, es mejor no estar atado a nada.

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