El infierno y sus vísperas
“Vamos a darle a Tucumán una solución integral y definitiva”, prometió Néstor Salimei. Aquel 9 de julio sólo le faltó hablar de “solución final”, palabras terribles pero apropiadas, teniendo en cuenta que lo que estaba en marcha era un genocidio económico y social. La medida -el cierre de ingenios- tomaría forma en cuestión de semanas. Salimei, ministro de Economía de la dictadura de Juan Carlos Onganía, no dio mayores precisiones ni opinó sobre la crisis azucarera que en 1966 llevaba ya varios años. Se limitó a acompañar a Onganía a Tucumán y presenció el multitudinario desfile por la avenida Mate de Luna.

Se celebraba el Sesquicentenario de la Declaración de la Independencia y Onganía tomó la palabra para enfatizar: “removeremos las causas profundas de nuestra actual situación. Aseguraremos la posibilidad de bienestar a todos aquellos que estén dispuestos a realizar el esfuerzo necesario para obtener dentro de un ámbito de libertad y orden”. Nótese el error en la redacción, seguramente quiso decir “obtenerlo” (al bienestar). Claro que Onganía no era un hombre apegado a la cultura, por algo su Gobierno puso un cuidadoso énfasis en la destrucción de la universidad pública. La “noche de los bastones largos” fue uno de sus legados. Pero volvamos a Tucumán.

Antes de retornar a la Casa Rosada, el dictador se reunió con industriales, productores y obreros. José María Gómez, delegado regional de la CGT, le pidió una nueva ley azucarera, basada en un documento que había elaborado Fotia. UCIT y Cactu solicitaron otras reglas de juego para el mercado, en especial el crediticio. Mientras tanto, en el campo la situación era delicada. En Santa Lucía se trabajaba con quites de colaboración y los atrasos salariales se multiplicaban por La Fronterita, San José, San Antonio, La Trinidad, Mercedes.

El 17 de julio, el histórico dirigente Gaspar Bernardo Lasalle anuncia que UCIT no entregará más caña a los ingenios. ¿Dónde estaba el efectivo? Un día después el Poder Ejecutivo Nacional explica que el Banco Nación financiará la zafra, pero las condiciones que fija son el abrazo de un oso para una actividad que precisa oxígeno. “Es una tremenda sorpresa y decepción”, afirman los productores, y tres días más tarde se declaran en estado de alerta. “Vislumbramos desastrosos desenlaces”, sostienen. Estaba claro que se estaba filtrando información acerca de los planes del onganiato.

Por obra y desgracia del Golpe de Estado del 28 de junio, tan fresco en esos momentos, gobernaba Tucumán un interventor militar, el general Delfor Otero. Él y su sucesor, Fernando Aliaga García -otro general, que asumiría el 1 de agosto- eran convidados de piedra en la cuestión azucarera, porque el queso se cortaba en Buenos Aires.

Hay dos perlitas publicadas por LA GACETA durante aquellos turbulentas jornadas del 66. A fines de julio se dio a conocer un estudio del ingeniero López Hernández, de la Estación Experimental Obispo Colombres, cuyo título lo decía todo: “Conviene destilar alcohol de la caña de azúcar para carburante”. Explicaba, en detalle, cómo diversificar la industria en el mediano plazo. Pocos días después, en un artículo Rufino Cossio detallaba cómo podía financiarse la zafra recuperando todo lo invertido en 12 meses. Un cuadro estadístico, minucioso y preciso, sostenía su propuesta. Pero no había oídos para prestar atención a esa clase de voces.

Agosto, el mes fátidico, se pone en marcha con 19 ingenios en plena molienda. Por decisión oficial, Tucumán no podrá superar el 70% de la producción de azúcar del año anterior. Lo informan a dúo el secretario de Industria de la Nación, Mario Galimberti, y el flamante Director Nacional de Azúcar, Virginio Pinali. Galimberti aterriza en Tucumán, se reúne con medio mundo, escucha mucho y no dice nada, y hasta se da tiempo para visitar el ingenio Amalia. Los obreros que lo agasajan no saben que la fábrica está condenada al cierre. No en el 66, pero sí poco después.

En el cañaveral y junto a los trapiches la tensión es permanente. Los atrasos salariales son dramáticos. Los productores no están dispuestos a aflojar. El 17 de agosto, en pleno feriado, 12 aviones depositan en la provincia un contingente de gendarmes y policías federales. ¿A qué vinieron?, es la pregunta. Nadie da una respuesta, mucho menos Aliaga García. El 19 se decreta la clausura del ingenio San Antonio, que estaba en quiebra. La agonía de Ranchillos se mantendrá por un tiempo más, no mucho.

Al siguiente acto lo protagoniza el ministro Salimei. A las 21.30 del 21 de agosto habla al país por la cadena nacional de radiodifusión. Entre otras cosas, afirma lo siguiente: “Después de muchos años de inyectar dinero para subvencionar el monocultivo azucarero, Tucumán sigue al borde del caos. El otrora Jardín de la República es hoy, dentro de la Nación, una isla de presente explosivo y de futuro incierto. Hay ingenios que están en quiebra (...) Subsistían por motivos electoralistas e intereses minoritarios. Esos ingenios no pueden subsistir y serán transformados (...) Ningún obrero quedará sin trabajo y sin sueldo”.

Este enunciado, dirigido a estigmatizar al Tucumán azucarero ante los ojos del resto del país, apuntó también a justificar los contenidos del decreto 16.926, promulgado el 22 de agosto. Se dispuso entonces la “intervención” de siete ingenios. Se entendió entonces a qué habían venido esas fuerzas federales: a ocupar las fábricas, dejando a los trabajadores del otro lado del portón. El proceso iniciado ese día concluyó, en apenas dos años, con el cierre de 11 ingenios: Esperanza, Lastenia, Santa Ana, Nueva Baviera, Mercedes, Los Ralos, San José, San Ramón, Amalia, Santa Lucía y San Antonio.

De ese mazazo, aplicado medio siglo atrás, Tucumán sigue sin reponerse. Hacer memoria sigue siendo el ejercicio por excelencia de las sociedades dispuestas a sanar y a madurar. No es cómodo ni fácil, pero sí indispensable.

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