Al filo de la navaja
06 Junio 2015
Sergio Berensztein - Politólogo

A apenas unos pocos días de la fecha límite para la presentación oficial de las alianzas para las PASO, establecido para el próximo 10 de junio, el mapa político sigue inmerso en rumores, idas y vueltas y reacomodamientos de todo tipo. Los protagonistas de la aún disgregada oposición continúan enfrascados en debatir el qué hacer, como inmortalizó Lenin, a la hora de coordinar sus esfuerzos y estrategias, y parecen olvidar en la construcción de esa ecuación el cómo y, fundamentalmente, el cuándo. Rara vez las cosas son como uno las desea o necesita, tanto en la política como en la vida privada. Pero la cuestión del cómo no es en absoluto trivial: para brindar certidumbre y previsibilidad a una sociedad agobiada por la improvisación, el proceso de negociación debió haber sido más razonable, transparente y ordenado. 

Al margen de las cuestiones formales, debe discutirse también el cuándo, el famoso timing: estirar las negociaciones hasta el último momento. Si hubieran imperado criterios de genuina generosidad y conciencia de lo que está en juego, ¿cuál sería ahora el impacto en términos de la dinámica del proceso electoral, en particular de la competitividad de una gran coalición opositora? ¿Se hubiera acaso dado la recuperación del oficialismo, en particular detrás del liderazgo de CFK? Una coalición robusta, amplia y coordinada hubiera establecido un nuevo factor de poder que, a su vez, no sólo hubiese evitado la actual dispersión, sino que posiblemente hubiera seguido atrayendo otros miembros importantes desencantados del oficialismo, incluyendo algunos gobernadores. El costo de oportunidad de haber actuado de esta forma ha sido sin dudas monumental.

Este modus operandi opositor favoreció así al oficialismo, cuyos voceros disfrutan observando las dificultades, las traiciones y los desplantes que impiden la conformación de una potencial coalición opositora. Aparecen argumentos como “Se juntan para ganarnos”, “No tienen proyectos”, “Son unos cachivaches” o “Esta manera desorganizada de reunirse sólo lleva a que, como en el pasado, se peleen minutos después de más elecciones”. Y resurge, una vez más, la sombra de la gobernabilidad, con el fantasma de la Alianza detrás. De más está decir que el oficialismo evalúa esta clase de agregaciones electorales con estándares muy diferentes cuando se trata de la tropa propia. En el marco del FpV, profundizando un tópico atributo constitutivo de las más rancia tradición justicialista (“somos como los gatos, parece que hay peleas pero nos estamos reproduciendo”), de un día para el otro se pegotean, se juntan, se odian, se dicen cosas terribles y vuelven a posar uno al lado del “compañero” de turno sonriente en la obligada foto, prolijamente diseminada ahora por la agencia Télam. Un caso paradigmático es el de Raúl Othacehé. El intendente de Merlo dejó el kirchnerismo para sumarse al Frente Renovador de Sergio Massa en febrero de 2014. En ese momento, diversos referentes oficialistas le tiraron con munición pesada: lo acusaron de individualista, traidor y colaboracionista de la dictadura militar, y minimizaron su capacidad de impacto en las urnas. Pero como definió Fito Páez en Mariposa Technicolor, todos yiran y yiran y a fines de mayo pasado, luego de un año y un poco más de excursión por las filas massistas, regresó a su primer amor.

El doble estándar en parte se explica también por la ausencia de un fantasma de gobernabilidad que comprometa al oficialismo, en un contexto peculiar en el que la ausencia de crisis por el fortalecimiento exagerado del liderazgo presidencial es interpretado como condición suficiente para que reine la estabilidad política. Pueden que se gobierne con estándares de calidad institucional muy degradados, que se acumulen problemas macroeconómicos y estructurales significativos, que no se resuelvan preocupaciones cada vez más graves y sólidamente instaladas en la sociedad como la inseguridad y el narcotráfico. Pero se gobierna. No hay saqueos ni violencia. “Tan mal no estamos, aunque no estemos bien”, parece callar el inconsciente colectivo. Es lo que hay. Poco importa que la “concertación plural” o la “transversalidad” de cuño K hayan terminado en estrepitosos fracasos (en el último caso, en el contexto del conflicto con el campo y el voto “no positivo” de Julio Cleto Cobos, apenas ocho meses luego de haber asumido la vicepresidencia).

¿Cómo suponer que la atomizada oposición es capaz de conformar una coalición de gobierno estable, sustentable y capaz de resolver los principales problemas de la sociedad? El que no puede lo menos, lo más elemental, tendrá formidables dificultades para estar a la altura de las circunstancias, habida cuenta de la complejísima agenda que heredará la próxima administración. Si analizamos algunos casos de coaliciones de la historia reciente, aparece en primer término la experiencia de la Alianza que, a pesar de que luego no pudo plasmar sus intenciones en logros de gobierno, se había constituido dos años antes de las elecciones presidenciales. En las circunstancias actuales no ocurre nada parecido. El consenso respecto de lo que hay que hacer es sumamente débil, si es que en realidad existe más allá de algunas ambiguas definiciones sobre gradualismo en la implementación de las políticas de estabilización que requiere la economía. Detrás del acuerdo entre Ernesto Sanz, Elisa Carrió y Mauricio Macri (que ni siquiera tiene un nombre de fantasía) no hay equipos que trabajen en conjunto. Lo único que se sabe es que son candidatos que competirán entre sí en una primaria y que pueden haber desarrollado un buen vínculo personal entre ellos. Sin embargo, carecen de un acuerdo institucionalizado, visible y coherente que trascienda a las personas. Mientras tanto, los días corren y avanza el calendario electoral, donde sobresale una fecha que todos los actores conocían de antemano: 10 de junio. Sin embargo, la oposición decidió esperar hasta el último tramo, casi en tiempo de descuento (“recuperación”, en el glosario k) para decidir si competirá disgregada o no. Justo sobre la hora. 

Los principales problemas estructurales de nuestra democracia (híper presidencialismo, estatismo extremo incapaz de brindar los bienes públicos esenciales; inflación; debilidad de los partidos; financiamiento espurio de la política y las campañas vía gasto público; falta absoluta de transparencia en la toma de decisiones incluyendo las que involucran ejecución presupuestaria; clientelismo; sistema electoral opaco, anacrónico y diseñado para favorecer al que detenta el poder; anulación factual del federalismo; destrucción del sistema estadístico y politización de la burocracia) constituyen un mecanismo perverso e intrincado, que envenena el funcionamiento del conjunto del sistema y condiciona, restringe y asfixia a todos los argentinos, sobre todo a la clase dirigente. Fundamentalmente, obstaculiza la posibilidad de alternancia.

Puede que tengamos patria. Que se haya recuperado el liderazgo presidencial. Pero no tenemos sistema político. Al menos, no uno que responda a los criterios elementales de una democracia moderna.

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