"Papá, quiero ser boxeadora"

"Papá, quiero ser boxeadora"

Vanesa Pérez se crió entre guantes y bolsas de arena. La oposición de su padre, campeón argentino en los '70, demoró su llegada al ring. Ahora enfrenta el desafío de ser madre y boxeadora. Video.

PERSEVERANTE. Vanesa Pérez pesa 52 kilos y compite en la categoría Mosca. FOTO TOMADA DE FACEBOOK.COM/VANESA.PEREZ.96780 PERSEVERANTE. Vanesa Pérez pesa 52 kilos y compite en la categoría Mosca. FOTO TOMADA DE FACEBOOK.COM/VANESA.PEREZ.96780
Es hija de un ex boxeador. Ese deporte está en sus genes. En 24 años de vida siempre estuvo rodeada por guantes, vendas, protectores bucales, bolsas de arena, el aroma a menta del gel desinflamante y los ruidos del gimnasio. Pero es mujer. Y entonces no es fácil. Practicar boxeo no es lo mismo para un hombre que para una mujer. Mucho menos si esa mujer es madre.

Hace cuatro años, en 2011, cuando ella empezó con la idea de calzarse los guantes ni siquiera su propio padre la autorizaba. Luis Pérez, un hombre que dedicó su vida al boxeo, que fue campeón argentino en los 70 y era una de las figuras convocantes de los viernes en el estadio de Villa Luján, no quería saber nada. Estaba convencido de que el boxeo no era un deporte para su hija. Ella también estaba convencida, pero al revés.

A los 20 años, Vanesa Pérez había sido madre por primera vez. En 2011 nació Samir. Después del parto, se acostumbró a los quehaceres de madre. Pero cuando el bebé cumplió dos años, la joven volvió a empujar su viejo sueño de subir al ring. Su padre seguía negándose. Decía que no tenía sentido que una mujer se deformara la cara a golpes de puño, que la disciplina para entrenar, que la rigurosidad de la práctica, que el sacrificio, que el bebé, que esto, que lo otro. Siempre había un pero, a mano, para frenarla.

Ella se defendía diciendo que su amor era el boxeo. Cada vez que alguien sacaba el tema, en una reunión familiar, Vanesa decía quiero ser boxeadora. Había cumplido 22 años. Samir, el bebé, dejó la mamadera, aprendió a caminar, y ella, por los vaivenes de la vida, se distanció de su pareja, el padre de Samir. Quedó sola. El panorama era sombrío. No era un buen momento en su vida personal. Ideas y proyectos se desvanecían. Todo le daba vueltas en la cabeza. El futuro, la familia, el bebé. En esa época, ella entendió que, la única manera de resurgir y salir adelante, era peleándole a la vida. Era el momento de calzarse los guantes para boxear. Su padre seguía firme en la negación. Sin embargo apareció un mediador.

Mi primo Gustavo fue el que me ayudó muchísimo, porque él lo convenció de que yo quería ser boxeadora. Le dijo que yo era la hija más parecida a él. Que yo tenía pasta para el boxeo. Y le insistió tanto que lo convenció.



En el '72, en Tarija, Bolivia, "Kincha" enfrentó a Bonavena

Al campeón de los años 70, al boxeador que llegó a ser sparring de Ringo Bonavena, al hombre que ahora tiene el pelo más blanco, no le quedaron más argumentos, bajó la guardia y aceptó los deseos de su hija. Vaya paradoja. Luis Pérez terminó siendo el entrenador de su propia hija y Gustavo, el primo, el asistente principal del entrenador. De manera que si Vanesa subía al ring, los dos hombres que sostenían su rincón fueron su padre y su primo. En ellos confiaba cada vez que sonaba la campana y tenía un minuto para escuchar los consejos, antes de que volviera a sonar para un nuevo round.

Ningún boxeador se olvida de su primera pelea. Ya pasaron cuatro años de aquella noche en Tafí Viejo, pero ella recuerda cada detalle de su debut frente a Karen Moreno. Fue un combate pactado a tres rounds de dos por uno; es decir dos minutos de pelea y uno de descanso entre cada vuelta. Así lo cuenta Vanesa Pérez...



Vanesa con su padre, en la previa de una pelea en Formosa

Estaba nerviosa. Muy nerviosa. Era mi primera pelea. Con Karen Moreno. Ella tenía experiencia. Había peleado en el Vale todo. Tenía dos peleas y yo estaba en mi debut. Ella salió a matar y yo era más técnica. Yo en el gimnasio trabajaba con los varones, en los golpes, pero ella era un bombardero; entonces yo empecé a hacer lo mismo y como que no pensaba en la técnica. Me cansé mucho en esa pelea. Yo no tenía rival y quería pelear con cualquiera. Tenía una rival que al final no se presentó al pesaje. Entonces me dicen está Karen Moreno. Me acuerdo que entró el promotor a decir que no, que con Karen, no. Busquemos a otra que esté al nivel de ella (principiante). No, le digo yo. Con cualquiera. Yo me animo. Yo quería. Mi papá me dice bueno… si vos querés, hacemos la pelea y se hizo. Confirmamos la pelea el mismo día que yo saqué el carnet para pelear. Somos amigas con Karen. Estábamos en el mismo lugar. Nos cambiábamos juntas. Pero yo estaba nerviosa. Ella no. Yo era nervios. Yo le hablaba a mi papá. Papá estoy muy nerviosa, le decía. No tranquila, me decía él. Una vez que se ponga los guantes y que suba… se le pasa todo. Y así ha sido. Estábamos en el mismo baño. Ella me decía qué buenas que están tus botitas, y tu pollera. Nos sacábamos fotos, porque ya nos conocíamos. Pero fue una pelea linda. Nos dimos con todo. Nos saludamos y la pelea terminó con una sonrisa de las dos y abrazándonos. Las dos nos sentíamos ganadoras. El primer round, ella salió a darme con todo. Cuando yo salía del vestuario al ring caminaba despacio y no sabía si llorar o qué… la veía a mi mamá en el trayecto. Mi hermano me decía ¡fuerza, fuerza, vamos!... Mi otro hermano César estaba en la otra punta, lejos del ring. Era un pasillo corto, pero me parecía largo. Estaba el padre de mi hijo que lo tenía a mi bebé en brazos. Dale con todo, me decía él. Dale con todo. Mi hermana también estaba ahí y yo sentía ganas de… cómo se dice… de explotar. Yo ya quería subir. Iba segura de que yo ganaba. Mi papá y mi primo Gustavo me acompañaban. Subí al ring. Saludo a la gente y lo veo a mi hermano, el más grande, que estaba en la punta, fumando. Se veía que estaba re nervioso él. Mi prima Tania, que siempre me apoyó en todas las peleas, estaba ahí. Mis tíos también estaban ahí en el público. De ahí anuncian la pelea. Dicen Vanesa Pérez, 52 kilos… Yo no pensaba en nada. Yo lo único que hacía era escucharlo a mi papá. Me decía usted salga con las manos bien arriba, sacando ese uno, dos, y meta la izquierda en punta al pecho. Siempre que estamos trabajando en boxeo, mi papá me dice usted. Usted salga segura. Y en la parte de entrenamiento también me trata de usted, pero en otros momentos no. Eso es solo cuando estamos trabajando cada uno en su rol. Mi papá siempre me dice usted no le tiene que tener miedo a nadie. Usted es usted y se tiene que hacer valer. Usted respete a su rival, pero su rival también tiene que saber quién es usted. Siempre con las palabras justas. Ellos se bajan y yo me quedo sola en el rincón. Ahí la respiración es una cosa fuerte. Respirás y respirás y salís. Pero hasta que no pegás o recibís… no estás en pelea. Chocamos los guantes, nos saludamos y ella se va al rincón. Pero ella estaba más canchera. Se soltaba, se movía; yo estaba dura, quieta. No me hallaba todavía en el ring. Mucho nervio. Entonces cuando ella me entró con las manos me doy con que no era tan fuerte como en los entrenamientos que yo tenía. Me sorprende. Sale a tirar manos. Era un bombardeo. Piñas, piñas, piñas, sin técnica, sin nada y yo lo que hice… la llevé contra las cuerdas, y ahí la trabajaba… en un momento escuchaba que mi papá me decía ¡salga de ahí!, ¡salga de ahí!... Porque ella se venía encima y me trababa. Cuando ella trababa, se tiraba encima y yo sentía todo el peso de ella y más me cansaba. Mi papá me decía ¡salga de ahí! ¡salga de ahí!... Yo la quería empujar y hacía tanta fuerza que me cansaba. Lo que me enseñó mi papá era que yo directamente, también, tenía que trabar. Ella me agarra, yo también la agarro, y quedamos ahí hasta que el árbitro separa. Yo escucho la voz de mi papá, porque yo peleo trabajando con mi papá. No importa el ruido de la gente, nada. Yo lo escucho y a la vez estoy peleando y siento la voz de él. Cuando estoy de frente al rincón veo su mirada y también veo que me hace señas. Veo que mueve las manos como diciendo caminá para aquí, para aquí. Yo estoy peleando y camino un poco, lo miro para ver qué señales me hace. Y me muevo para escuchar mejor, porque cuando estoy contragolpeando él me grita… ¡por dentro!… y largo la mano. Un, dos, un, dos, me dice… ¡está descubierta abajo!… esa pelea era tan dura que, en un momento, me gritaba ¡hacela cagar!, ¡hacela cagar!, ¡vamos Vanesa!... Estaba nervioso, claro. Era la primera vez. Y toda la gente gritaba, porque era una pelea durísima. Parecía que no terminaba más. Yo termino el primer round cansada, con ganas de ganarle. Yo le quería ganar. Le decía a mi papá que me dolían las piernas. Me dan agua y me masajean las piernas. Me dice no se vaya de contragolpe. Ella tira reboleada, me decía. Usted tiene que sorprenderla con la izquierda. Yo soy zurda; entonces yo peleo con la derecha. El segundo round fue más parejo porque ella también salió cansada. Ahí me doy cuenta que ella no tenía una gran mano, que no pegaba fuerte. Me pegaba, pero no me movía. Y ella cansada y yo cansada. Nos pegábamos, nos trabábamos y pun el árbitro separaba. La veía que venía sin fuerzas y yo esperaba darle una mano justa. Pero el problema era que yo en esa pelea estaba muy parada. No estaba agachada. Hay que pelear medio inclinado hacia adelante. Es para protegerse mejor. Pero yo estaba parada. No tenía la postura de boxeadora. Cuando yo me agacho no entra tanto la mano. Yo parada me hacía para atrás y ella era más alta que yo, más flaca, con los brazos largos. Ella hacía un paso y me dejaba lejos, me tomaba distancia con el brazo. El segundo round estábamos cansadas las dos. Fue parejo. Pero el tercer round fue a todo o nada. Dos manos zurdas salieron y yo veía que ya la tiraba, pero no me daba el cuerpo para sacar la otra. Llegaba con potencia, pero demoraba en sacar la otra mano y ya se venía encima, se tiraba encima y trababa de nuevo. Mi papá me decía ¡saque esa izquierda en punta!. Yo pensaba ya cae, para mí caía y se venía manoteando, tiraba como sea y yo estaba cansada. Suena la campana. Y nos saludamos. Estábamos abrazadas y saludamos a la gente así abrazadas. Yo sentía que podría haber dado más y me enojé sola por haberme cansado. De ahí el fallo y le dan ganadora a ella. A mí me dolía por mi Papá. Yo peleo por él. Yo siento que lo represento a él. Yo sé que él ha sido un gran boxeador como todos me han dicho: él era guerrero, iba al frente. Y es como que yo decía… dónde está mi papá, cómo está mi papá. El árbitro agarra la mano de ella y la mía y dan el fallo. Le levantan la mano a ella. Yo estaba desilusionada. Lo que hice, como me enseñó mi papá… el respeto a las boxeadoras, se pierde, se gana, lo que hice fue aplaudirla a ella como la aplaudía la gente, la saludé, fui a saludar al técnico de ella, el padre de Darío Ruiz, que también me felicitó, y ahí ya fue el encuentro con mi papá. Me abrazó fuerte, fuerte, muy fuerte y él me decía ha estado bien… ha estado bien usted. Y bueno… cuando yo bajé, mi primo me abrazaba y me decía esta es la primera, bien, bien, esta es la primera... Y yo iba bajando del ring y la gente se paraba y me aplaudía. Estaban mis hermanos, todos. Y mi papá iba conmigo al vestuario.




Pérez era una de las figuras en los viernes de boxeo en Villa Luján

A Luis Pérez le decían “Kincha”. Así lo anunciaban en las noches de boxeo en Villa Luján. Era muy flaco como la caña que se usa para hacer la quincha, un entramado cubierto con barro. Fue campeón argentino, y varias veces lo llamaron para subir al ring del mítico Luna Park de Buenos Aires. En 1972, "Kincha" Pérez viajó a Bolivia para pelear en Tarija, donde tuvo una de las mayores sorpresas que le dejó el boxeo. Estaba alojado en un hotel conversando con el entrenador y el ayudante, cuando llegaron dos hombres bien vestidos y con anteojos. Le traían una invitación para una pelea de exhibición con Ringo Bonavena, la máxima estrella del boxeo argentino, que dos años antes, en 1970, había enfrentado a Muhammad Alí. Bonavena aprovechaba la fama del momento para salir de gira y ganar dinero. En uno de esos viajes llegó a Bolivia. La organización había preparado el escenario, pero nadie quería recibir un golpe de Bonavena, ni siquiera en una exhibición. El tucumano Kincha Pérez aceptó la propuesta y se ganó unos cuantos dólares, más las fotos y el recuerdo de haber enfrentado al ídolo internacional. A pesar de todo lo bueno que le dejó el boxeo, Kincha sabía muy bien de los sacrificios del deporte. Por eso, se oponía a la idea de su hija. Siempre recordaba aquella vez que le tocó pelear un 28 de diciembre. Esa era la fecha programada y no había más opción. Decía que en la noche de Navidad comió dos o tres empanadas, brindó con jugo y vitaminas. Después saludó a todos los que estaban en la mesa y se fue a dormir. A las siete de la mañana del 25 diciembre ya estaba en pie y listo para salir a correr. Con las luces del amanecer iba camino al parque Guillermina, cuando se cruzó con un grupo de amigos. Ellos volvían de bailar; él estaba empezando a calentar el cuerpo, con las piernas y los brazos extendidos, en la entrada al parque. Esos eran algunos de los tantos sacrificios que Kincha sabía que había que hacer para practicar boxeo. Dejar de lado las diversiones de la juventud, el tiempo con los amigos, las reuniones familiares. Pero su hija ya había tenido el debut amateur y, para colmo, quería la revancha. Kincha sufría desde el rincón. Lo sufría como padre y lo sufría como entrenador.

Si yo me pongo nervioso con un pupilo y doy todo por él, discuto, y me duele cuando le hacen algo; imaginate cómo me pongo cuando pelea mi hija. Te digo una cosa: se sufre menos dentro del ring que desde afuera. Cuando yo boxeaba, me pegaban, pero no lo sentía a los golpes, en cambio de afuera, se sienten más los golpes.

Lo único que hacía pensar en positivo a Kincha era que a su hija le veía condiciones técnicas para el boxeo. Pega fuerte, y es zurda respondía cuando le preguntaban qué tal andaba Vanesa. Sí, pega fuerte, pero dependerá de ella, repetía cauteloso. Tres semanas después de aquella pelea en Tafí Viejo, Vanesa Pérez consiguió la revancha con Karen Moreno, en el sur tucumano…



Arriba del ring, Vanesa luce los colores de San Martín

Me llevaron en auto a Concepción. Esa pelea estaba mejor, porque me hicieron fotos y armaron afiches con el nombre de ella y el mío para promocionar mejor la pelea. Iban todos los chicos que entrenaban con mi papá. Era una caravana. Yo iba en un auto con Diego Neira, con Ángel Babú, y dos compañeros más que me ayudaron mucho. Creo que ellos tenían más nervios que yo. Uno me preguntaba una cosa; otro, otra y así. Después, cuando llegamos al club, ellos iban y venían, de un lado a otro. En un momento nos llaman para el pesaje. Yo estaba con un caramelo en la boca. Hacía frío esa noche. Yo tenía un chaleco y la campera. Calentaba y me movía. En esa pelea me tocó escuchar todo el griterío de la gente. Mi pelea era la última de la noche. Mis compañeros venían al vestuario. Uno con sangre, cortado, el otro mojado de transpiración y yo ya quería salir. Pero tenía que esperar. Y nunca me había pasado antes de tener que aguantar todo el clima previo. Me acuerdo que me hice hacer una bata. Era parecida a una que yo le había visto a Yésica Bopp (una joven bonaerense, que a los 16 años dejó el vóley, se pasó al boxeo y llegó a ser campeona argentina de la categoría minimosca). Era una bata negra con blanca, toda de lentejuelas con brillos, mangas largas, y tenía capucha. Me la hizo la abuela de Samir, mi bebé. Yo trabajaba limpiando en casas y con esa plata compré la tela y ella me cosió la bata. Mi papá siempre me decía cuando vos más humilde, mejor. Mi papá nunca ha querido que use ni remera con nombres, ni zapatillas con nada, lo más sencillo posible. Me decía suba, haga su trabajo, salude y baje… pero siempre con humildad. Ahí fue cuando me llaman para el pesaje. Ella estaba con su novio. Yo escuché que, por micrófono, decían Pérez, Vanesa, suba a la balanza, entonces me presento y digo ¿me saco la ropa? Y ahí nomás ella dice: no importa, si con la ropa es lo mismo, como diciendo que si daba el peso o me sobrepasaba, ella lo mismo iba a pelear. Me estaba provocando. Ella en la primera pelea, me acuerdo que bajó los brazos y me hizo burla. En el último round. Cuando empezaba el tercer round, que yo salgo a querer atacar, ella bajó los brazos y los movía como un payaso que baila. Ahí ya peor, salí y me la quería comer viva… en Concepción cuando ella me dijo así en el pesaje, no me saqué la ropa, subí a la balanza y daba un poquito más de peso, porque tenía la ropa puesta. Ahí yo le clavé la mirada y pensaba es ahora o nunca. Yo no le respondí nada. La miraba nomás. Y me volví al vestuario. Mis compañeras me decían ¡hacela cagar! ¡hacela cagar a esa negra agrandada!... entonces me pongo mi ropa para el ring y me masajean los brazos. Empiezo a calentar. Se acerca Diego Neira y me dice estás nerviosa?, si, un poco, le digo. Es normal, me dijo él. Yo tengo como veinte peleas y siempre me pongo un poco nervioso antes, dice. Así como vos estás nerviosa, ella también está nerviosa igual que vos, me decía. Mi amigo Babú también me hablaba como en los entrenamientos. El pesaje debe haber sido como media hora antes de la pelea. De ahí me nombran. Le pusieron música para ella. Hicieron que ella suba primero. No me acuerdo qué música, pero yo entré sin elegir música. Yo entré corriendo, calentando, subí a la esquina, saludé a la gente. Ya estaba mi papá, subí. No se habló nada con mi papá. No me dijo nada. Creo que eran nervios de él. Me dio agua, me puso los guantes, el cabezal, el protector bucal y esperó paradito ahí. Esta vez no fue nada de abrazo, ni nada. Nos miramos. Lo nombran al árbitro, lo presentan. Yo tenía en la cabeza la imagen esa de la bailada que me había dado en la primera pelea, cuando me bajó los brazos y los movía. Eso sumado a lo que me había dicho en el pesaje. Nos saludamos y salí, pero no salí a matar. Salí bien cubridita, armadita. Salí tranquila porque sabía que sus manos no me dolían. Sabía que mi mano izquierda era muy fuerte. El árbitro nos llama al centro del ring, nos miramos. Yo la miré. ¿Sabés por qué la miraba?, porque así me enseñó Camila Celiz, una boxeadora. En la primera pelea yo no la miraba a ella. Y por eso, mi amiga me decía vos siempre tenés que mirar a la rival a los ojos para que ella sepa que vos estás… yo en la primera pelea escuchaba lo que decía el árbitro, nada más, pero miraba al piso. Y Camila me decía vos tenés que mirarla firme, que sienta que ahí estás vos. Entonces yo la miraba a los ojos como mostrándole que yo estaba tranquila. Que no le tenía miedo. Vuelvo al rincón. Me da agua mi papá. Ahí me dice: bien armadita, saque esa derecha en punta que no se pare. Salí a hacer eso. Yo me llevé toda la pelea. Yo la llevé, pun pun. Me acuerdo clarito que mi papá me gritó ¡gancho de izquierda!... y cuando ella se vino encima… pun… la metí a la mano por dentro directo al mentón. La gente dijo uuuuh!... yo lo escuchaba. Se vino de nuevo a querer agarrarme y mi papá me había enseñado que yo también tenía que trabar. Yo salgo con uno, dos y ella la siente a la mano. Se le aflojan las piernas y retrocede. Yo la llevo contra las cuerdas. Ella tiraba al tonterazo. Mi papá me dijo que yo esté bien armadita, con la guardia alta, por más que ella esté agarrada a mí. Me decía que yo le pegue y le pegue nomas. Al menos, hasta que venga el árbitro y diga break, separarse, recién tenía que dejar de pegar, pero mientras tanto yo tenía que seguir trabajando y trabajando en el ring. En un momento se vino encima, me trabó y le entré una mano al hígado. Yo le entro con la mano izquierda aquí abajo, fuerte, para que me suelte. Y ahí quedó sentida para toda la pelea. De ahí escucho break y nos separamos. Cuando terminó el primer round, nos vamos cada una al rincón y a ella le masajeaban la panza. Yo la veía desde la esquina. Yo estaba más tranquila. Me dieron agua y mi papá decía: siga bien armada. Ese día era Gustavo el que más gritaba. ¡Bien, bien!... En el segundo round yo salgo tranquila. Es que era como me había preparado mejor. Mi papá ya había estudiado cómo peleaba ella. Y el tercer round me faltó un poquitito más, me faltó salir a tirar. Le emboqué dos o tres manos izquierdas que la movían, pero igual se me venía encima. Estaba que salía a contragolpear con todo. Yo la esperaba a ella, que se venga nomás. La medía y la metía a la mano izquierda. Las metía y las sintió a todas mis manos y me dieron empate. Me aplaudía toda la gente. A ella la saludaban, pero todos me vieron ganadora a mí. Yo me sentía que había ganado. Lo subieron a mi hijo al ring y saludé al público con mi hijo en brazos. Tenía dos años y me gritaba ¡vamos Mamá! Yo estaba contenta porque había hecho todo lo que me habían dicho que haga. Me sentía conforme con lo que había hecho. Nos saludamos. Ella lo saludó a mi hijo. Cuando dieron el empate, el técnico de ella, Ruiz, me hacía señas, con la mano me decía que no era empate. La señalaba a ella, como que ella era la ganadora. Y cuando yo bajo, la gente y me saluda y el novio de ella se acerca y me dice ¿para cuándo la revancha?, me doy la vuelta y le digo: cuando vos quierás. Todos los que habían escuchado se reían. Se vinieron chicos que habían peleado antes y se sacaban fotos conmigo. Me han hecho sentir re-re-bien. Me saludaban en el vestuario. Me felicitaron todos. Me decían que ya se caía la otra. Hoy en día somos amigas con ella. Nos mandamos mensajes, conversamos, nos juntamos, hacemos las críticas de las peleas, que sé yo. Somos amigas. Cuando yo quedé embarazada también me apoyó mucho, porque fue como que me cortaron las piernas. Yo venía tan bien en el boxeo y volví a quedar embarazada, pero ahí estaba ella para apoyarme….



Con Aimara en brazos, Vanesa aprovecha el tiempo de vacaciones

Vanesa Pérez hablaba de su segundo embarazo. Estaba sentada en la galería de su casa, en la esquina de Santiago del Estero y Félix de Olazábal, en el barrio Ciudad Parque. Era la primera semana de mayo, cuando aceptó la entrevista. Aquella primera vez, hablamos más de dos horas, hasta después del mediodía, mientras su hijo Samir daba vueltas, cada dos por tres, para llamar la atención. Desde la cocina llegaba el aroma de la comida casera, que doña Idelma Antonia Ahumada, la madre de Vanesa, le servía al resto de la familia. A través de la ventana, ellos escuchaban la charla; a veces, miraban de reojo.

La noticia del segundo embarazo le cayó por sorpresa a fines de 2013, y fue como un golpe al mentón. Estaba muy bien físicamente y aumentaba el número de peleas; algo fundamental en la etapa amateur para sumar minutos de boxeo. Su padre y entrenador sabía perfectamente que no era lo mismo pegarle a la bolsa de arena en el gimnasio, o hacer guantes con varones, que subir al ring, caminar sobre la lona, mantener el equilibrio y tener a una rival enfrente. Vanesa había hecho su última pelea en octubre de 2013 y dos semanas después, el médico le dio la novedad del embarazo.

Ahí perdió por nocaut, interrumpió la madre, en tono de broma.

Vanesa se reía por la ocurrencia de doña Idelma. Al recordar aquel tiempo, admitía que estaba dolida por la obligación de dejar el gimnasio. Creció la panza y nueve meses después nació Aimara, la bebé que ahora duerme y nadie pretende despertar con sobresaltos, ni ruidos.

Mientras dedicaba sus días a darle la teta a la nena, ella sentía nostalgia por el gimnasio. Para colmo, tres meses antes del embarazo, había tenido una chance de hacer guantes con Marcela “La Tigresa” Acuña. Era la estrella del pugilismo femenino y había llegado a Tucumán para pelear en Villa Luján el 15 de julio de 2013 por la eliminatoria del título mundial pluma de la Organización Mundial de Boxeo (OMB). Dos días antes de la pelea, sonó el teléfono de Vanesa. La invitaban a una sesión de entrenamiento con la Tigresa. Como se dice en la jerga del boxeo, tenía que hacer guantes con la campeona. La habían elegido por su altura, similar a la altura de Melissa Hernández, la rival puertorriqueña de la "Tigresa" Acuña.


Vanesa y la "Tigresa" Acuña antes de un entrenamiento en Tafí Viejo

Aquella sesión de guantes le sirvió para mostrarse ante la formoseña que era la peleadora estrella del momento. A la hora señalada, las presentaron a ambas y, desde el arranque, se notaba que había buena onda entre las mujeres. Después de la pelea oficial, la Tigresa invitó a la tucumana a viajar a Buenos Aires para entrenar juntas en un mismo gimnasio. Era una posibilidad cierta de que las luces de la gran ciudad se posaran sobre Vanesa Pérez. El mismo camino había empezado, en su momento, la propia Tigresa cuando dejó su Formosa natal en busca del sueño deportivo y se instaló en Buenos Aires.

Ahora, dos años después de aquel encuentro con la Tigresa, Vanesa Pérez, madre de dos hijos, volvió a entrenar. Se siente con más experiencia. Sabe que está físicamente en forma, pero reconoce que le falta sumar minutos de boxeo. En el labio superior tiene una cicatriz en forma de flecha que sube hacia la nariz. Pero no es una herida que le dejó el deporte. A los 17 años, Vanesa iba en motocicleta. Ella no conducía. Iba sentada detrás, cuando se produjo el choque contra un auto. Salió despedida del asiento y terminó de narices contra el asfalto. Esa línea diminuta le quedó para siempre por encima de la boca.

Quiere recuperar el tiempo perdido. Por la mañana sale a correr por la avenida Perón o el parque Guillermina, como lo hacía Kincha cuando era joven. En el gimnasio, ella entrena con los varones. Si tiene que hacer guantes; también con varones. Es una estrategia de su entrenador.


Siempre me han tratado como un varón más. Si me tenían que tirar al hígado siempre ha sido igual para todos. No es que por ser mujer, se frenan. Y yo me sentía cómoda así. No había que quejarse si me dolía o no; si estaba indispuesta o no. Nada de lamentos. Era un varón más. Mi papá dice que es mejor entrenar con varones, porque tienen más experiencia. Mejor, además, porque hacer guantes entre mujeres es para problemas; siempre se terminan peleando.


Salir a la calle con moretones en los brazos no es bueno para una mujer. Quienes la conocen no se extrañan al verle las manchas en el antebrazo, o en los hombros, pero otros la observan con el ceño fruncido como si fuese una víctima de violencia de género. Una de las peleas que más moretones le dejó ocurrió en junio de 2013. Aquella vez, Vanesa enfrentó a la salteña Estefanía “Kuba” Pereira en un combate a tres round de dos por uno. En el club Floresta había más de 3.000 personas y se transmitía en vivo por la televisión local. Una mano potente de la salteña impactó en el pómulo derecho de Vanesa. A pesar del cabezal (protector), sintió el golpe. En el descanso le pusieron hielo y gel desinflamante. El jurado falló un empate, pero lo peor llegó varias horas después de la pelea. El ojo de Vanesa quedó hinchado. El moretón de película le duró dos semanas.

Hay dolores que se ocultan. Dolores típicos del boxeo. No solo de las peleas, sino también de los entrenamientos. Hay días en que al terminar de pegarle a la bolsa o después de una sesión de guantes, duelen hasta los nudillos de las manos. Además de aguantar esas molestias del cuerpo, Vanesa tiene que salir del gimnasio y atender a sus hijos. No quedan fuerzas ni para alzarlos en brazos, pero tiene que hacerlo. Como ella suele decir: el trabajo de madre no tiene horarios y no se termina nunca.


Ahora, la única ventaja de Vanesa es que puede entrenar en su propia casa. "Kincha" Pérez, su padre, logró cumplir el anhelo de armar un gimnasio propio en el fondo de la vivienda. Es un cuadrado rústico con pilares de hierro y techos de zinc con suficiente espacio como para guardar cinco autos. Ahí están colgadas las tres bolsas de arena (liviana, media y pesada). También hay un espacio para el entrenamiento básico de la pera, cielo y tierra, como le llaman en la jerga. Es una bola atada a una base y al techo, ideal para practicar jab, recto, esquive y recto. En un costado están los baños y un depósito para guardar colchonetas, guantes, vendas, manoplas y cabezales. Además de entrenar para recuperar su carrera, Vanesa también enseña boxeo a las chicas que se dividen en dos turnos (mañana y tarde) de una hora y media cada uno.

En el boxeo heredó el apodo de su padre. "Kinchita" está escrito en letras negras en su bata con los colores de San Martín. A ella también le gusta el fútbol y, cuando puede, suele llevar a sus hijos a la cancha. Es tan fanática que, en su muro de Facebook, subió fotos con sus hijos en brazos en las tribunas del equipo de Ciudadela. Su camiseta de boxeo lleva los mismos colores rojo y blanco del equipo "Santo".

"Kinchita" tiene dinamita en la zurda

Vanesa divide el día entre enseñar boxeo a las chicas que llegan al gimnasio y las horas que dedica a entrenar con los varones, bajo la tutela de su padre. A las 20.30 en punto, todos los días, llueva o truene, haga frío o calor, "Kincha" Pérez empieza su rutina para calentar el cuerpo de los pugilistas. Hay profesionales, amateurs, y algunos entusiastas que sueñan con construir su nombre a base de golpes en el ring. No hay registros oficiales, pero se calcula que sólo en la capital de Tucumán, hay unas 25 mujeres que se dedican a practicar boxeo entre amateurs y semi-profesional. Sobran los dedos de la mano para contar a las que llegan a subir al ring con reglamento oficial. Tan sólo seis de ellas integran la selección tucumana de boxeo femenino. De ese pequeño grupo, Vanesa es la única que además de boxeadora también es madre.


Mi sueño es vivir del boxeo. Como hace mi papá. Todo lo que él tiene se lo dio el boxeo. Yo quiero lograr algo. Cuando yo peleaba no había títulos para las mujeres. Ahora sí pelean por un título. Ahí he visto que van a pelear Karen Moreno y Natalia Alderete. Van a pelear por un título. Ellas son de mi categoría, 52 kilos; categoría mosca. Yo quiero pelear con la ganadora. Quiero ese título. Pero todavía me falta. Tengo que seguir entrenando. Creo que en dos o tres meses podría estar lista; depende de cómo vayan las cosas. Pero quiero hacerlo.


Espera a las chicas del turno tarde en el gimnasio. Vanesa viste una remera blanca, una calza deportiva negra y zapatillas blancas con un toque naranja flúo. Se acomoda el cabello largo, negro, teñido de rubio en las puntas, y lo sujeta con una traba como cola de caballo. Son las tres de la tarde. Está nublado y el viento frío del otoño entra desafiante en el cuadrado de entrenamiento. Samir, su hijo, se acuesta sobre una colchoneta en el piso. Mamá! Mamá!... ¿qué estás por hacer?, pregunta el niño. Ella no le responde. Sabe que su hijo sólo quiere llamar la atención. Se pone los guantes para la grabación del video y empieza a pegarle a la bolsa roja como si fuese la rival de toda su vida. Después se detiene. Abraza la bolsa para frenarla. Está en silencio. Tiene la mirada perdida como en otra parte.

¿Es difícil ser boxeadora y ser madre a la vez?

Si es muy difícil. Sacrificado. La parte más complicada es cuando en un entrenamiento te lesionás y tenés que seguir con ellos, bañarlos, cambiarlos y estás dolida, pero tenés que seguir... A veces me arrepiento un poco, porque pienso que tendría que haber empezado antes. Dicen que la flor de la edad para el boxeo es a los 16 años. Cuando estoy sola, yo me pregunto qué hubiera pasado si empezaba a esa edad…


Samir se levanta del piso, deja de jugar en la colchoneta y se abraza a la pierna de su madre. Con una mano se sujeta a ella y, con la otra, se lleva un dedo a la boca. Aimara, la beba de nueve meses, duerme la siesta. Ojalá que nadie la despierte, al menos, hasta que su madre termine la clase en el gimnasio.

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