Sobre candidatos, discursos de campaña y la democracia deliberativa

Sobre candidatos, discursos de campaña y la democracia deliberativa

09 Mayo 2015

Sergio Berensztein - Politólogo

Ausentes sin aviso. Así se habían manifestado en la campaña electoral, al menos hasta el 1º de mayo, los temas que mayor preocupación causan en la ciudadanía argentina. Los candidatos parecían decididos a no debatir ningún tema en profundidad y se quedaban flotando en la línea argumental más general: Mauricio Macri centrado en el cambio, Daniel Scioli en la continuidad y Sergio Massa en la idea de convertirse en la “gran avenida” del medio.

En el Día del Trabajo, el líder del Frente Renovador rompió ligeramente ese molde: en su discurso de relanzamiento en el estadio de Vélez Sarsfield, apuntó a la inseguridad, la pobreza y la corrupción. Más aún, lanzó dos advertencias concretas: que iba a meter presos a los narcotraficantes y que pensaba borrar a los ñoquis de La Cámpora que se quedasen parasitando en el Estado luego del 10 de diciembre. Irónica y paradojalmente, casi de inmediato salió al cruce el jefe de Gabinete y flamante precandidato a gobernador por Buenos Aires, Aníbal Fernández, quien manifestó que Massa “no había dicho nada”. En otras palabras, este discípulo de Nietzsche consideró que la primera vez que se dijo algo fuerte en la campaña, era la imagen especular de un conjunto vacío.

¿Qué mantiene encerrados a los candidatos en este cepo conceptual? ¿Qué los motiva a evitar los temas concretos que perturban a la sociedad? Existe una importante brecha entre lo que los candidatos son, entre lo que piensan en realidad, lo que transmiten en la intimidad, y lo que comunican a la opinión pública. Quienes tienen intenciones de ganar elecciones suelen condicionar sus discursos a las necesidades de la campaña y evitan desplegar su genuina visión sobre lo que es la Argentina o lo que el país necesita, porque entienden que, de hacerlo, corren el riesgo de perder la elección. Como decía Luca Prodan, “mejor no hablar de ciertas cosas”. En el caso de Scioli, uno podría tender a pensar que cuestiones como la inseguridad, la inflación, el desempleo o la corrupción lo ponen contra las cuerdas, porque su espacio político es el que estuvo a cargo de la estión durante los últimos 12 años y el responsable directo de haber lidiado con (y no haber resuelto) esas problemáticas. Pero sus rivales también parecían querer eludir esas cuestiones complejas. Tanto Macri como Massa, temían que ir muy a fondo en algunos de estos aspectos podría derivar en una pérdida de votos de personas que, aún preocupadas por esos dilemas, sostienen una buena imagen de CFK. O incluso pueden haber votado por ella en las elecciones de 2011. Y no quieren sentirse responsables de que las cosas, lejos de mejorar, hayan empeorado.

En el caso particular de estas elecciones presidenciales, los tres líderes parecen tener estrategias de acción y hasta un conjunto de decisiones concretas sobre los instrumentos de política que emplearán en torno a los grandes temas en caso de ser electos. De hecho, todos cuentan con equipos de asesores bien estructurados en las principales áreas. Sin embargo, hasta ahora la decisión estratégica de las campañas parece ser no alimentar el discurso de sus candidatos con la riqueza conceptual y las ideas que producen esos expertos. Al menos no con la profundidad y sobre todo la sinceridad que requieren los asuntos prioritarios. Uno de ellos es el déficit fiscal. Scioli suele eludirlo, pero Macri y Massa tampoco abundan en cómo van a reducirlo. Se escucha mucho más hablar de reducciones de impuestos o de mantener planes sociales que de devaluar la moneda o acotar la plantilla de empleados públicos. Ingresar en ese terreno puede resultar muy costoso para cualquier candidato.

Uno puede entender la lógica de esos comportamientos, la racionalidad impecable de los maquiavelos locales que le sugieren a los potenciales príncipes que hay que hacer lo que sea para ganar la elección. Pero esto contradice el papel que la teoría democrática le asigna a las campañas electorales. En efecto, se supone que los candidatos deberían explicar a los ciudadanos sus prioridades en términos de política pública. Es decir, deben exponer sus principales ideas para resolver los problemas de la sociedad, jerarquizándolos y definiendo objetivos e instrumentos. De este modo, luego de informarse, los votantes están en condiciones de reflexionar y decidir sus preferencias.

En la práctica, nada de eso ocurre. Los candidatos no dicen lo que van a hacer, sino lo que consideran que la gente espera que digan. Sin embargo, en cada campaña una mayoritaria masa de votantes vuelve de algún modo a creer, enganchándose en la dinámica propia del proceso electoral y/o bien seducidos con las características personales de un determinado líder. Con el tiempo, al acumularse experiencias insatisfactorias, se genera una capa de cinismo que suele traducirse en desconfianza y una retracción de la participación política, expresada tanto en términos electorales como en general como regresión o retorno a la vida privada. Se trata de un fenómeno llamado “desafección política”.

Frente a este rompecabezas, algunos proponen que se organice una serie de debates electorales televisados y viralizados en las redes sociales entre los principales candidatos. Sería sin duda deseable que esto ocurriera. El problema es que el formato televisivo condiciona severamente la naturaleza y características de ese potencial debate. Bienvenido el debate, pero no sólo por TV y en coyunturas electorales. El intercambio de ideas en un contexto de estricto respeto por las diferencias y aliento constante al pluralismo es la savia del proceso de deliberación democrática que es supone y prescribe nuestra Constitución. Esto implica una práctica permanente de diálogo entre el sector público y la sociedad civil, incluyendo a los múltiples interesados en los temas que se traten. De este modo, académicos, representantes de la sociedad civil, sindicatos, empresarios, burócratas, miembros del Poder Judicial, legisladores, periodistas, etc., pueden y deben participar de forma activa, constante e informada de los debates estratégicos que debe dar la sociedad. Esto no mejorará necesariamente la dinámica que impone los procesos electorales, que nos guste o no, tienen sus reglas en la Argentina y en el mundo. Pero al menos podremos asegurar que el proceso de toma de decisiones quedará resguardado de las limitaciones que impone el legítimo deseo de ganar una elección. He aquí una lección, un criterio que puede aplicarse a otros aspectos medulares de la agenda pública de la Argentina: los problemas de la democracia se resuelven con más y mejor democracia.

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