Despedida en Nueva York

Despedida en Nueva York

Juro que lo que voy a contar a continuación no es un desvarío. Y aunque yo mismo me impongo a veces la compleja tarea de borrarlo por absurdo, el recuerdo siempre termina imponiéndose -pertinaz y amenazante- cada vez que veo “Tienes un e-mail”. Claro, en cierta forma es lógico, porque aparezco fugazmente en esa película. No como actor, por supuesto (el séptimo arte no hubiera tolerado semejante insolencia), sino como un extra accidental.

Todo sucedió durante el gélido febrero de 1998. Yo me encontraba entonces en Nueva York cursando una maestría de periodismo en la Universidad de Columbia, junto a otros 27 estudiantes de distintos países. Sin embargo, los que hablábamos español (dos argentinos, dos mexicanos, un uruguayo, una chilena y una panameña) habíamos conformado un clan tan unido que el compañerismo de las aulas se volvió complicidad. Una complicidad que tuvo su epílogo conmovedor una tarde insoportablemente fría y remota, después de una charla sobre dumping en las ahora inexistentes Torres Gemelas. Recuerdo clarito que habíamos decidido tomar un capuchino caliente en el famoso café Lalo, ubicado en la zona del Upper West Side, a tres cuadras de la universidad. El objetivo era preciso: despedir a Laura, la periodista chilena que regresaba esa misma noche a su país. El local estaba lleno pero logramos conseguir una mesa para los siete donde por fin estuvimos cómodos y aliviados. O al menos eso creímos. Habían pasado unos 40 minutos cuando unos sujetos con cámaras y reflectores irrumpieron en el salón. Por un momento reinó el desconcierto. Un señor de sobretodo gris nos informó que iban a hacer una filmación y pidió, a los que quisieran quedarse, que permanecieran un rato en sus lugares, sin prestar atención a lo que iba a suceder. Por curiosidad o, tal vez por vergüenza, nadie se movió.

Momentos después, una joven rubia, cuyo rostro no pudimos distinguir, se ubicó soberbia con un libro y una rosa en una solitaria mesa, justo en el medio del salón. Nosotros, que estábamos en el extremo norte, a espaldas de ella, solo pudimos percibir de soslayo lo que sucedía. La joven en cuestión permaneció sentada en ese lugar unos 15 minutos, hasta que alguien gritó “corten”. Entonces, se levantó con rapidez y desapareció entre las cámaras. “¿Eso fue todo?”, nos preguntamos. Y sí, eso había sido todo. Las cámaras se fueron y las luces se apagaron tan rápido como se habían encendido. Resignados, terminamos nuestros capuchinos, abrazamos a Laura y regresamos a nuestros departamentos solitarios con la certeza de que tal vez nunca íbamos a reunirnos de nuevo. Afuera había empezado a nevar.

Un año después, cuando se estrenó “Tienes un e-mail” descubrí con sorpresa, en la oscuridad del cine, que el tiempo siempre se las ingenia para lograr el final perfecto. Ahí, en la escena del primer encuentro entre Meg Ryan y Tom Hanks, filmada justamente aquella tarde gélida en café Lalo, estábamos nosotros, los siete latinos, bien al fondo, bulliciosos y anónimos, brindando con capuchino mientras despedíamos con nostalgia a Laura.

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