Los bien nacidos
Leonardo Da Vinci se propuso volar como los pájaros y le resultó imposible. El profético escritor Julio Verne solo pudo imaginar el Nautilus, pero jamás consiguió construirlo. Y Miguel Angel pudo capturar apenas una ínfima parte de la esencia divina en los frescos de la Capilla Sixtina. Sin embargo, la búsqueda de la perfección a través de la superación personal siempre fue y será una constante en el hombre. Una constante que a veces se pierde de vista, como sucede hoy en esta desgastada y penitente Argentina.

Quizá parezca un exceso -nunca una ficción- pero, en nuestra sociedad, hacer un esfuerzo para conseguir algo es casi un anacronismo; una osadía que no conviene ejercer. Así se lo transmiten a nuestros ñiños en las escuelas “populares e inclusivas”, donde la violencia, la sobrepoblación y la falta de incentivos ya no escandalizan a nadie porque se han vuelto invisibles. “Se nos ha recomendado desde el Ministerio no dar tarea para que los niños hagan en la casa. El objetivo es no generarles traumas”, declaró una maestra tucumana durante una reunión de padres. Claro, inculcar el esfuerzo es considerado ahora “un trauma”. Antes, dos generaciones atrás, era una necesidad. Con este criterio como bandera, desde los primeros grados de la escuela primaria y hasta las últimas cátedras de la universidad, el hacer mérito se fue transformando paulatinamente en un esfuerzo inútil, una suerte de desperdicio de energía que muchos prefieren utilizar jugando con las netbooks. En las aulas, por ejemplo, estudiar como Dios manda ya no representa una virtud, porque igualmente todos van a pasar de curso... hayan estudiado o no. Y, por extensión, para acceder a un cargo en la función pública ya no hace falta hacer carrera: basta con tener una cuña política para que las puertas se abran sin prejuicio alguno. El trabajo digno -ese que pregonaban nuestros mayores-, tampoco es estimado: se pueden cobrar varios planes sociales y llegar a fin de mes sin hacer nada de esfuerzo. Tan escaso es el mérito como bien social, que hasta en los cortos publicitarios de televisión se promociona la imagen del argentino pícaro, que gana todo gracias a la ley del mínimo esfuerzo. Como si en este país de inexplicables contrastes, sólo pudiera prosperar la metáfora de la “trampa gloriosa”; aquella que inauguró Diego Armando Maradona en ese histórico partido contra los ingleses y que hoy representa el sello de un país que sigue divagando entre lo que quiere ser y lo que realmente es; entre lo que fue y lo que nunca podrá ser.

Es una cosa bastante repugnante esto del éxito. Su falsa semejanza con el mérito engaña a los hombres”, escribió Víctor Hugo (1802-1885) autor de “Los miserables”. Y tenía toda la razón del mundo. Al menos en la Argentina, esta falsa postura del éxito sin mérito está generando una sociedad muy distinta de aquella que supieron forjar nuestros inmigrantes. Herederos de valores que han sido olvidados, ellos lo dieron todo para hacerse merecedores del país que los resguardó del escarnio. Sin embargo, en un paradigmático giro de destino, esos mismos abuelos reciben hoy como recompensa una jubilación de hambre y la cachetada de saber que aquellas premisas cultivadas con celo fueron arrastradas por el viento de los tiempos.

Tal vez el desafío de nuestra sociedad sea entonces recuperar lo perdido. Recuperar, por ejemplo, la idea de que el trabajo dignifica; que la ociosidad no es una virtud como lo plantea la televisión y que la honradez tiene el mismo peso específico que el amor. Recuperar, en definitiva, el orgullo de ser personas bien nacidas.

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