Eugenio Guasta en el recuerdo

Eugenio Guasta en el recuerdo

Amigo de Manuel Mujica Láinez, Pepe Bianco y Victoria Ocampo, colaborador de la revista Sur y de LA GACETA Literaria, destacado promotor cultural de la Iglesia argentina, brillante cronista de viajes y gran conversador.

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20 Abril 2014

Por Alina Diaconú - Para LA GACETA - Buenos Aires

Tomar el té con él, era un placer. El mismo lo preparaba en su cocina, con tostadas calientes y alguna mermelada exquisita.

Charlábamos de todo un poco. Desde sus anécdotas sobre los escritores que había frecuentado, sus nostálgicos recuerdos de Victoria Ocampo, Carmen Gándara o María Rosa Oliver, sus maravillosos viajes por Europa, hasta lo más pedestre, como el rumbo de la política, la respuesta de algún chofer de taxi en esta Buenos Aires cada vez más caótica, y cosas así.

El escenario de esas charlas era su propia cocina o la mesa de su estupenda biblioteca en el departamento que ocupaba en la planta alta de la basílica de La Merced, donde fue párroco desde 1992 hasta el 2012. Otras veces hemos almorzado juntos, en un austero comedor de ese mismo piso.

Había un salón allí cerca, donde estaban las fotografías de todos sus amigos, periodistas, artistas y escritores: desde Manuel Mujica Láinez hasta Sara Gallardo, desde las hermanas Ocampo, Pepe Bianco, Clorindo Testa o María Esther De Miguel.

Eugenio era sereno, siempre sonriente y tenía mucho humor. Por eso las conversaciones con él podían ser interminables, ya que de tan interesantes, el tiempo dejaba de pasar. Buen amigo de sus amigos, siempre recibía la visita de alguno.

En los últimos tiempos, los problemas de salud lo tenían a mal traer, pero cuando uno lo iba a ver jamás se quejaba, sino que a pesar de no poder moverse sin ayuda, conservaba ese espíritu alto, ese estoicismo y ese optimismo innato que, a la vez, no eludía la más profunda compasión por el otro y la comprensión de todos los avatares de la vida. Era sacerdote, claro, aunque, charlando con él, uno podía olvidarse hasta de eso.

Recuerdo claramente cuando fui a pedirle ayuda porque me iba a Lourdes, Francia, a cumplir un mandato que me había llegado a través de un sueño. Me dio una carta para el párroco de Lourdes y luego, a mi regreso, escuchó atentamente la singular experiencia que yo había vivido en lo que era prácticamente una misión imposible.

La primera vez que pedí hablar con él, fue en 1991, después de la muerte de Alberto Girri, a quien él había despedido con bellísimas palabras. Eran amigos, cosa que yo ignoraba y después, tantas veces , juntos, lo recordamos a Alberto, bromeando, con sus gestos, respuestas y códigos que lo convertían en un personaje inolvidable, más allá de su singular poesía.

Eugenio Guasta escribía también. Todos los días apuntaba cosas en su diario personal y, además, publicó dos libros de viajes: Papeles de ciudades y Cuaderno de Tarsis, como también la correspondencia con María Rosa Oliver, a lo largo de quince años. Siempre recordaré una tarde en que tuve el privilegio de que me leyera algunas páginas que había escrito sobre Victoria Ocampo.

Era tan sensible, tan encantador, tan abierto a las creencias personales de cada cual.

Mi marido, el escritor y publicista Ricardo Cordero –recientemente fallecido-, había sido compañero de él en la Escuela de Periodismo y me contaba, a veces, los momentos compartidos con él y otros compañeros de estudio de aquellas épocas, como Hugo Parpagnoli o Basilio Uribe.

La última vez que lo vi, ya no estaba en sus acogedores aposentos de La Merced, sino en el Hogar Sacerdotal San José. Fuimos con Noemí Ulla a visitarlo. El ámbito, allí, me pareció como surgido de la película El año pasado en Marienbad. Salas inmensas desiertas, corredores y más corredores, jardines. Silencio, mucho silencio. Y Eugenio, en un diminuto cuarto, sentado, con su barbita de las últimas épocas, con su sonrisa de siempre, contento a pesar de su fragilidad física y del enorme cambio de escenario que había significado pasar del vasto y cálido ambiente de La Merced a aquel ascético reducto.

La charla fue entrañable, los recuerdos literarios compartidos más que interesantes, a ambas nos regaló un trabajo publicado por el Jockey Club, con una conferencia que había dado en el 2012, titulada Tres mujeres en la cultura argentina: Victoria Ocampo, María Rosa Oliver y Carmen Gándara.

Miro ahora la dedicatoria que me puso y me doy cuenta de que es lo último que me queda de él, un mensaje de amistad y su nombre, en tinta negra.

Este pequeño libro termina con una reflexión sobre esas tres notables mujeres, pero que retrata de algún modo al propio autor, escritor y sacerdote desde la mente y el corazón:

La perspectiva del tiempo pasado nos da otra proporción y justifica nuestro asombro presente. Las tres (Victoria, María Rosa, Carmen), cada una según su estilo, supieron confiar en la esperanza, la esperanza paulina, que confía en Alguien.

Gracias, Eugenio Guasta, por haberme permitido entrar en un tramo de tu vida (en tus últimos doce años) y por haber podido conversar , tantas veces, acerca de ese excelso y omnisciente Alguien, en quien comienzan y concluyen todas las cosas.

© LA GACETA

Alina Diaconú - Escritora y columnista de distintos medios.

PERFIL

Eugenio Guasta nació en Buenos Aires en 1927 y murió en esa misma ciudad, en 2013. Estudió Filosofía y Letras en la UBA y Literatura Italiana en la Universidad de Roma. Se ordenó sacerdote en Roma, a los 48 años. Fue párroco de Nuestra Señora de la Merced de Buenos Aires, director de la Comisión Arquidiocesana para la Cultura y consultor del Consejo Pontificio de Cultura. Colaborador de los diarios La Nación, La Prensa, y de las revistas Sur y Criterio. Durante muchos años publicó sus textos en LA GACETA Literaria. Fue distinguido por Juan Pablo II como Prelado de Honor (Monseñor) en 1992. En 2011 recibió el Premio Gratia Artis de la Academia Nacional de Bellas Artes.

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