Un día en el corazón de la montaña

Un día en el corazón de la montaña

Cada día dejan a un costado su título de maestros para convertirse en padres y enfermeros de otros chicos que no son sus hijos. En las escuelas de alta montaña todo es diferente. La vocación pone en jaque al conocimiento cuando se queman los libros.

ANTES DE DORMIR. Gracias a los paneles solares, pueden ver televisión. la gaceta / fotos de andrés figueroa ANTES DE DORMIR. Gracias a los paneles solares, pueden ver televisión. la gaceta / fotos de andrés figueroa
Nadie sabe si vamos a poder llegar. A la montaña poco le importa lo que decida la ministra de Educación. En los cerros tucumanos es la Naturaleza la que ordena quién pasa o no a su territorio, y cuándo. También reglamenta el calendario escolar, por eso las clases comienzan el 11 de agosto y terminan el 11 de junio, con las primeras nevadas. En la escuela 349 de Ñorco, a 1.500 metros sobre el nivel del mar, los maestros, que antes subían a lomo de mula por el camino sinuoso y resbaladizo, de tierra colorada y lajas afiladas, ahora lo hacen en motos de enduro. No pueden pagar los $ 250 que les cobran por llevarlos hasta la escuela, prefieren subirse a una moto-taxi, por $ 70, desde Chuscha hasta la escuela albergue. Son apenas 16 kilómetros, que en época de lluvias, como ahora, se transforman en un tobogán gigante porque el camino es, en realidad, un lecho de río.

Tucumán tiene 13 escuelas de alta montaña, seis de ellas con grandes precipicios y sin camino, a las que sólo se accede a lomo de mula (San José de Chasquivil, Chasquivil, Mala Mala, Anca Juli, la Hoyada y Las Arquitas), cinco de difícil acceso, con caminos incompletos, como la de Ñorco (además de las de Rearte Sur, Rodeo Grande, Alto de Anfama y Lara), y otras dos, las de Gonzalo y El Nogalito, a las que se llega en auto pero con mucho cuidado.

Hasta el año pasado llegaba el helicóptero de la provincia, hasta que se rompió. Era el que llevaba el alimento hacia los comedores y el que transportaba a los enfermos de gravedad. Ahora ese trabajo lo hace el tractor de la comuna de Anca Juli, pero cuando se rompe, son los propios padres los que se turnan para llevar la mercadería a lomo de mula, de a poco.

Hemos viajado 65 kilómetros por la ruta 9 desde la capital tucumana hasta el Valle de Choromoro, en la camioneta del profesor Julio Ortuño, de la modalidad Educación Intercultural Bilingüe. Allí doblamos a la izquierda hasta Chuscha, por territorio tranqueño. La de Chuscha es la única escuela con secundario completo de la zona. El cielo nos retira su bienvenida. Parece que va a llover. Ortuño recuerda que en 2012 el docente Daniel Risso bajó en su moto desde la escuela 215 de Anfama, un día como este, y perdió el control del vehículo: cayó mortalmente al precipicio. Todavía nos quedan 16 kilómetros de subida por la zona más peligrosa. Las vacas sí que no tienen prisa. Se paran en medio del camino miran con sus largas pestañas y pasan a paso lento. A la derecha, un cartel clavado en un grueso árbol anuncia que entramos al territorio de los Chuschagasta, de la nación Diaguita.

Por fin aparece la escuela. Pero antes, hay que cruzar el río. La camioneta acelera y logra pasar dificultosamente. Ha comenzado a llover. Es un complejo edilicio rodeado de un gran parque, con seis unidades que han ido multiplicándose junto con la matrícula, desde que se fundó en 1940, por eso muchas de sus paredes son de adobe. Sobre los techos brillan los paneles solares. En la escuela viven 34 chicos sobre una población escolar de 45, entre alumnos de jardín, primario y secundario (sólo hasta 3° año). Dos maestras se quedan con ellos de lunes a viernes; la directora y los docentes itinerantes van y vienen, pero una vez a la semana reemplazan a sus colegas por la noche para dejar que descansen. Dormir con los chicos es sólo un decir, siempre hay uno que está enfermo y otro que llora porque extraña a su mamá.

La mañana

La campana suena a las 8.30. Ya están todos formados, firmes, con sus delantales impecables y el pelo mojado, todavía con la huella del peine. La bandera flamea recortada entre las montañas que enmarcan la escuela. Diego Mamamí, el abanderado, dirige el acto, con voz apagada, casi sin mover los labios. No es que tenga sueño, todos son así; tímidos, de pocas palabras, reservados, como la quietud de la naturaleza que los envuelve.

Hacen una oración y corren a tomar el desayuno: mate cocido con un pedazo grande de pan casero que los espera al lado de cada taza. La señorita Claudia Atencio, de Tecnología, irrumpe ojerosa y afligida. Sandrita y Dalma han tosido toda la noche, y Manuela, que tiene cuatro años, lloró por su mamá. “Las llevo al CAPS – anuncia con las dos niñas de la mano - Sandrita vuela en fiebre y Dalma está con vómitos”.

El CAPS queda al frente de la escuela, pero separados por el río. No hay puente. Las tres pasan haciendo equilibrio por un tronco largo y angosto, que hay que reponer cada vez que se lo lleva la correntada.

Antes de tocar el pan, los chicos vuelven a rezar. En total oran seis veces al día: antes de levantarse, de comer y de dormir. Además tienden su cama, ponen la mesa, levantan los platos, lavan su propia ropa, secan el baño después de bañarse … Y todo eso sin que nadie se los haga recordar. Por la mañana y hasta las 16.30, se dan las materias comunes. Son sólo siete para el secundario (los chicos de la ciudad tienen 10 o 12). Son: Lengua, Matemática, Físico Química, Inglés, Ciencias Sociales, Tecnología y Música. Las dictan tres profesores itinerantes con el apoyo de la tutora.

“Lo que más les cuesta es Lengua. Son chicos muy callados, les resulta difícil expresarse”, dice el profesor Marcelo Quinteros. Para animarlos, él les pide que narren los mitos y las leyendas que les contaron sus abuelos. Pero si tienen que hablar con algún “extraño” agachan la cabeza, sonríen y miran para un costado. “Los padres son iguales que los chicos. ¡Hablen! Les digo en las reuniones de padres”, se impacienta un poco la directora, Fani Décima.

Los docentes itinerantes van una sola semana al mes, en una gira por cuatro escuelas de alta montaña. Imparten los contenidos y dejan tarea para que continúe la tutora, Noemí Agüero.

La tarde

Después de un suculento guiso de fideos que han cocinado las madres de los chicos, vuelven a clase. Más tarde, un grupo va a la huerta, donde el profesor de Técnicas Agropecuarias, Joaquín Ponce, les enseña a sembrar y a cosechar las verduras que comerán en el almuerzo. Los varones hacen gimnasia con un cajón y un trampolín que ellos mismos fabricaron; las chicas bordan, tejen, pintan sobre tela y cosen en una vieja máquina cortinas para las ventanas del albergue.

Álvaro ama la hora de música. “Estoy aprendiendo guitarra. Cuando sepa, voy a tocar algo de Karina o de Los Ases Tropicales”, confiesa con un poco de vergüenza. Cristian también está aprendiendo guitarra, pero su sueño no es ser músico sino “trabajar” , así, a secas, “de cualquier cosa”. Los dos adolescentes pertenecen a la comunidad de los Chuschagasta y caminan dos horas todos los días para llegar a la escuela. Pero nunca faltan. En la escuela hay asistencia perfecta, de alumnos y docentes.

A 1.500 metros sobre el nivel del mar hay que acostumbrarse a vivir sin luz eléctrica ni celulares. La energía captada por los paneles solares se agota en dos o tres días de lluvia, por eso la directora los tiene cortitos con el uso de la televisión, la radio y la computadora. “Ven una hora y listo”. Eso sí, tienen internet todo el tiempo, lo que facilita las gestiones en la Secretaría de Educación

A las cinco de la tarde, después de la merienda, las más chicas salen a buscar leña para la cocina y el calefón. Unas 15 niñas, de entre cinco y 10 años, se divierten recogiendo las ramas que el viento ha desparramado en sus rabietas. Allá vuelven atacadas por la risa Abigail y Marcelita, con “brazadas” de palos húmedos, más grandes que ellas; ríen cada vez que se les cae uno y que por levantarlo se le escapan los demás. De regreso a la escuela, cruzar el río pisando las piedras es más difícil cuando se va cargado … pero más divertido. A lo lejos, dos puntos blancos se agitan en la montaña. Son Fernanda y Anita, de ocho y cuatro años, que ascienden a monte traviesa. Intentamos seguirlas; pero sólo un tramo. El peso de los vicios de la vida urbana nos deja sin aliento, mientras ellas se alejan saltando como cabritas hasta la punta del cerro.

La noche

Noemí, la tutora, lleva 15 años en escuelas de alta montaña y nueve años y medio en la de Ñorco, pero todavía no ha sido titularizada; sigue siendo reemplazante como la mayoría de los maestros. Todos son reemplazantes o interinos, hay un solo titular, que no es la directora.

En la galería, mate cebado de por medio, Noemí desgrana las historias que ha ido acumulando en estos años, donde ni un solo día fue igual al otro. “He tratado de ir al llano pero no me acostumbro. ¿Cuál es la diferencia? Aquí vivimos como familia. Si no te gusta vas a sufrir mucho, es mejor que no tomes el cargo. Recuerda que su antecesora casi muere de miedo y de angustia un día de tormenta. Después no quiso volver nunca más. “A muchos de mis alumnos los he visto crecer y hoy vienen a mostrarme sus hijos, que para mí son mis nietos”, sonríe. “Yo siento que ellos me necesitan y si tengo que tomarme un día de licencia, siento que los abandono”.

“Aquí tenés que ser maestro pero también mamá y enfermera. A los 15 días de mi llegada a esta escuela, se descompuso un alumno; quedó tieso. Salí corriendo a pedir ayuda y los vecinos me auxiliaron; lo bajaron de a pie, en una angarilla, que es como una camilla hecha de tientos. Caminaron ocho kilómetros en bajada hasta El Chorro, ahí pudo llegar la ambulancia. Otra vez se intoxicó una chiquita con Off, creía que era crema y se la puso en todo el cuerpo. Le dio una feroz reacción alérgica, un enfermero la llevó a Tucumán. Y Rosarito… ¡qué golpe se dio en la cabeza con un banco! Se desmayó y le dieron convulsiones, pero sólo al día siguiente la pudimos llevar al hospital porque el camino estaba cortado. En 2006 se explotó una garrafa y se incendió el jardín de infantes; los chicos se chamuscaron los pelos y un obrero de Construcciones Escolares tuvo que ser hospitalizado. Entre los maestros y los chicos apagamos el fuego. Esa vez vino el helicóptero y se llevó al herido”.

Las historias de Noemí siguen sin parar hasta que nos alcanza la noche. Ya no nos vemos las caras. No hay más agua en el termo y el frío se vuelve insoportable. En el comedor, los chicos comen pizza. Todos tienen el pelo mojado y los dedos arrugados porque se han bañado. Se escuchan toses aisladas. “Aquí es como una familia, uno se enferma y los otros le siguen”, reniega la directora. “Menos mal que el CAPS nos provee de todos los remedios. El problema se presenta cuando crece el río, entonces la doctora se para de un lado y nosotros del otro y le hacemos la consulta a los gritos”, sonríe con una mueca.

Los más chiquitos son los primeros en irse a dormir. Un grupo de varones se queda frente al televisor mirando una vieja película al estilo de Bruce Lee. En la habitación de las mujeres, las medianas cuchichean desde sus cuchetas y las más grandes completan, en silencio, un deber de Lengua. Poco a poco el albergue se une al silencio de la noche.

Al día siguiente, el cielo despierta de mal humor. Parece que no quiere que nos vayamos. Apresuramos el viaje porque queremos ganarle a la tormenta. Pero ella se adelanta. Bajamos un trecho pero la camioneta patina. El conductor se asusta. Frena. No hay manera de seguir. El maestro Carlos Juárez que, por las dudas, nos acompaña en su moto de enduro, se ofrece a llevarnos, de a uno, hasta Chuscha, por cortadas que solo él conoce. Periodista y fotógrafo nos lanzamos a la aventura. Aferrados a su cintura como única tabla de salvación, nos entregamos al vértigo de la montaña, al castigo de la lluvia y del viento, y nos resignamos a ser juguetes de la Naturaleza ..., a ponernos, por un momento, bajo la piel de un maestro de alta montaña.

EL SACRIFICIO DE UNA MADRE

Nancy Mamaní paga muy caro su sueño de que sus seis hijos terminen el secundario. Vive frente a la escuela de Ñorco, en una casita de adobe con techo de paja, rodeada de vacas, ovejas y gallinas. Sus hijos estudian hasta el 3° año en la 349 y después ella misma los lleva a la ciudad para que terminen el secundario. Por eso se instala en la casa de una tía en el barrio Echeverría. “Ahí estoy 15 días y me vuelvo a ver a mis otros tres hijos. Es sacrificado, pero gracias a eso tengo una hija que estudia magisterio y otra enfermería. Me queda la más chica, Fátima, de 13 años. El año pasado la llevé al Colegio Nacional pero no se adaptó, y se tuvo que volver. Es difícil insertarse en la ciudad”, reconoce.

LA EDUCACIÓN INTERCULTURAL

“En Tucumán ya no hay dialectos de hablantes, pero sí prácticas culturales de los pueblos originarios como la música, las artesanías y los ritos. Desde hace cuatro años venimos trabajando en capacitación con los docentes para conseguir la articulación de los contenidos de la escuela con los saberes indígenas. Por ejemplo, le abrimos espacio a los abuelos de las comunidades para que vayan a enseñar sus tradiciones”, explica el profesor Julio Ortuño, integrante del equipo técnico de la modalidad Educación Intercultural Bilingüe. La EIB es una modalidad que nace con la Ley de Educación y tiene como objetivo la visualización de los pueblos originarios y el avance en el reconocimiento de su cultura.

EL MAESTRO MOTORIZADO

Desde chico escuchaba fascinado las anécdotas de su padre, Carlos Juárez, maestro de alta montaña de Rodeo Grande. Carlos, su único hijo, eligió el mismo camino. Siendo adolescente se vino a la capital a estudiar magisterio y logró su sueño de ser maestro de alta montaña. Conocedor del desarraigo, porque lo vivió en carne propia, sabe lo difícil que es para sus alumnos dejar su pueblo para ir a estudiar a otro lado. Por eso anhela que se abra el segundo ciclo del secundario en Ñorco. Lamenta que no se forme para ser docente de alta montaña. “La vocación es lo que te salva -dice el docente “motorizado”, y te hace enfrentar el mayor peligro, que es poder llegar a la escuela”.

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