Ciudad del caos
La señora se baja del taxi. Su lento caminar revela que, a sus 80 y pico de años, va camino al traumatólogo. El chofer le pide disculpas. De nada sirven. Sus colegas sitiaron el centro y convirtieron a la ciudad en un caos. A nadie le importa que el derecho de uno termina donde empieza el de los demás. Qué más da. El colectivo “pecha”. El conductor debe cumplir horarios. La protesta se lo impide, pero no “tocar” al auto que está delante. Total, paga el seguro. Las motos cortan camino por las veredas, a gran velocidad; el varita y el policía miran resignados. Nada pueden hacer. El peatón no sólo debe estar atento para cruzar la calle; también mirar, de un lado a otro, que no los atropellen aquellas motos que van a mil ¡por las veredas! Todo vale. Nada se respeta.

La manifestación de los taxistas es tan legítima como el reclamo de un docente por más salarios, de un estatal (ojo, no el que te corta la ruta y te obstruye el paso hacia tu trabajo) o de un municipal. Pero, ¿por qué avanzar sobre los otros?

Estamos viviendo momentos difíciles (todos, no un solo sector). Observamos que el presupuesto no nos alcanza y advertimos pasividad en aquellos que tienen la función de poner las cosas en orden. Las económicas y las del libre tránsito. Los nervios se crispan y la discusiones se suceden. Pero, ¿vale acaso alentar peleas de “pobres contra pobres”? Las necesidades están más insatisfechas que siempre, pero si cada uno de nosotros no pone su granito de arena, el pozo será más profundo. Acaso, ¿no podemos ponernos de acuerdo para combatir la especulación? ¿Para pedir más y mejores servicios? ¿Para controlar lo que aportamos? ¿Para hacer valer nuestros derechos, cumpliendo nuestros deberes y obligaciones? Una sociedad madura es aquella que puede poner los problemas encima de la mesa. Y resolverlos colectivamente. No es mucho pedir.

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