El indescifrable secreto de Emily Dickinson

El indescifrable secreto de Emily Dickinson

Considerada una de las escritoras fundacionales de las letras norteamericanas, la poeta pasó gran parte de su vida aislada en su habitación, atormentada por oscuras visiones. Hoy se cumplen 123 años de la publicación de su libro "Poemas", aunque su extraña vida sigue siendo un enigma

AFLIGIDA. Emily Elizabeth Dickinson se impuso un encierro voluntario que la aisló del mundo y la convirtió, a su muerte, en una poeta legendaria. AFLIGIDA. Emily Elizabeth Dickinson se impuso un encierro voluntario que la aisló del mundo y la convirtió, a su muerte, en una poeta legendaria.
Esquiva, recóndita, apartada, genial. Experta en el arte de la invisibilidad y amante del anonimato, Emily Dickinson aún tiene el poder de cautivar con su misteriosa vida.

A través de sus poemas apasionados y brillantes, esta escritora nacida el 10 de diciembre de 1830 ha conseguido colocarse en el reducido panteón de poetas fundacionales estadounidenses junto a Edgar Allan Poe, Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman.

Sin embargo, su vida fue bastante extraña: pasó gran parte de su existencia recluida en una habitación de la casa de su padre en Amherst y, excepto cinco poemas (tres de ellos publicados sin su firma y otro sin que la autora lo supiera), su obra estuvo inédita hasta después de su muerte.

Hoy se cumplen 123 años de la publicación de su libro "Poemas" y, a pesar del tiempo transcurrido, su encierro voluntario sigue siendo uno de los grandes misterios de la literatura.

La incógnita
En 1850, a los 20 años, Emily era una joven como cualquier otra. Asistía a la iglesia con regularidad, se ocupaba de abastecer la cocina, daba paseos crepusculares con su perro Carlo y concurría a funciones benéficas.

Pero, a finales de 1861, algo cambió en su interior. La joven comenzó a ocultarse de la gente y optó por vestirse de blanco, una extraña costumbre que la acompañó hasta el final de su vida. Su silueta, demacrada y delgada como un fantasma ancestral, apenas se veía vagar por el jardín de la casa. A veces se escondía detrás de la escalera, entre las sombras, y sorprendía a las visitas con un comentario distraído. Su voz se volvió un murmullo casi inaudible, y sus ojos tomaron un matiz enfermizo, como ventanas clausuradas a toda emoción. Las cartas que escribió en ese período demuestran que algo anormal sucedía con la portentosa poeta: "He tenido un extraño invierno: no me sentía bien, y ya sabes que marzo me aturde", le escribió a su hermana. En otra pasmosa epístola, casi ininteligible, declara haber visto cosas abominables en las sombras. A menudo susurraba que una gran oscuridad se acercaba. 

Los médicos le diagnosticaron una rara enfermedad llamada "postración nerviosa", cuyos síntomas no están del todo claros. Los psiquiatras actuales, sin embargo, sospechan que Emily padecía de agorafobia severa.

Alrededor de 1864 dejó de recibir visitas. Los pocos que lograban atravesar su férrea disciplina aséptica eran atendidos en el umbral de la casa. Por entonces solía definir así su condición de reclusa: "Trabajo en mi prisión y soy huésped de mí misma".

El final
Durante los tres últimos años de su vida Emily jamás salió de su habitación. Ni siquiera para asistir a los funerales de sus padres. Finalmente, el 15 de mayo de 1886, tras varios días de agonía a causa del mal de Bright (la misma condición nefrítica que acabó con la vida de Mozart), Emily murió a la edad de 55 años. Fue enterrada en el cementerio de su pueblo, en un ataúd blanco con aroma a vainilla, su favorito.

El secreto de Emily jamás fue revelado. Su terror era demasiado íntimo como para exponerlo ante el mundo y fue enterrado con ella. Sin embargo, a pesar de sus espantosos padecimientos, su mente mantuvo una genialidad deslumbrante. Sus epístolas eran de una exuberante creatividad; sus frases, certeras como dagas y sus versos, impecables.

Tras su muerte, su hermana Vinnie descubrió el fruto cautivo de su alienación: 40 volúmenes encuadernados a mano que contenían unos 800 poemas. También había sobre el escritorio una última carta dirigida a sus primos, Louise y Frances Norcross. En ella, sin mayores pretensiones, Emily escribió sus últimas palabras: "Me llaman".

Nunca conoceremos la razón de su encierro, pero tendremos para siempre el producto de ese retiro, su precioso tesoro. Vale la pena entonces que lo disfrutemos. Sus poemas están en las librerías tucumanas, al alcance de nuestras manos; pululan en la red; habitan en las bibliotecas. Leámoslos. Y tal vez podamos descifrar el secreto de su incomprensible aislamiento.

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