La huella de Ernesto Schoo

La huella de Ernesto Schoo

Esta semana murió uno de los más destacados periodistas culturales y el mayor crítico teatral que tenía la Argentina. Schoo se inició como periodista en LA GACETA en 1950; desde entonces siguió ligado al diario, particularmente a este suplemento.

La huella de Ernesto Schoo
21 Julio 2013

Un sabio

Por Jorge Fernández Díaz

Una cosa es ser inteligente y otra muy distinta es ser un sabio. El inteligente se permite la vanidad, la avaricia y la ostentación, y también la necesidad de reafirmar su ego a cada instante. El sabio, en cambio, sabe que no sabe, prefiere muchas veces no tener razón y practica con ascetismo y filosofía una curiosidad siempre joven y una modestia casi humorística. A este último grupo pertenece uno de los grandes maestros del periodismo: Ernesto Schoo había entrado sin querer en la prensa escrita gracias a LA GACETA de Tucumán, donde su viejo amigo, el mítico pero siempre vigente editor Daniel Alberto Dessein, le pedía colaboraciones. Un día le escribió una carta a Ernesto, que vivía en Buenos Aires: "No sé si te habrás dado cuenta, pero sos un periodista", le anunció. Ernesto no podía creerlo. No estaba en los planes de Schoo ser periodista. Pero lo fue.

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LA GACETA, mi cuna periodística*

Por Ernesto Schoo

Ocurrió algo decisivo en mi vida, aunque yo lo ignorase en el momento. Y ocurrió, como casi todas las cosas importantes que me han sucedido, sin mi intervención, sin proponérmelo. Era 1950. Recibí una carta de mi antiguo compañero de la Escuela Modelo, en la primaria y la secundaria, Daniel Alberto Dessein. En esa carta Daniel Alberto, "recordando tus composiciones del colegio", me preguntaba si colaboraría con él en la sección bibliográfica. Le contesté de inmediato que sí, y la primera reseña que escribí fue la de Hojas de hierba, de Walt Whitman, en la traducción de León Felipe. Las colaboraciones en LA GACETA se volvieron casi semanales y Dessein comenzó a pedirme también reseñas de acontecimientos artísticos y culturales en Buenos Aires, que yo enviaba quincenalmente a Tucumán. ¿Periodista yo? Nunca se me había ocurrido. Aspiraba a pintor (estudiaba dibujo y pintura) o a actor (también estudié teatro). De periodista, ni idea. Pero Dessein insistió y me encargó, además de las otras tareas, nada menos que la sección de política internacional, aceptada por mí con total irresponsabilidad. LA GACETA de Tucumán es, pues, mi cuna periodística. También está en el origen de mi actividad más notoria. Porque en 1956, la Comedia Nacional estrenó en el Cervantes Facundo en la ciudadela, del poeta Vicente Barbieri, cuya acción transcurre precisamente en San Miguel de Tucumán, ocupada en 1831 por Facundo Quiroga. Dessein me encargó la reseña para su diario, y ésa fue mi primera incursión en la crítica teatral. 

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*LA GACETA Literaria, 1993.


Acerca de cómo conocí a Gabo

Por Ernesto Schoo

Aquella noche de noviembre de 1966, mientras el avión descendía sobre la constelación de luces de la Ciudad de México, yo me preguntaba con cierta inquietud sobre el personaje a quien Primera Plana me había encomendado entrevistar para una nota de tapa que se editaría seis o siete meses después. Gabriel García Márquez. ¿Quién lo conocía?... Al parecer, en 1965, tras un año y medio de dedicación exclusiva, había terminado la novela que lo obsesionaba desde siempre. Su conversación tiene el mismo encanto, ligeramente arcaico, y el sabor legendario de sus relatos, donde la realidad se hace fantástica y la fantasía, realidad. Pasé una semana en México DF, arrullado por ese encanto. ¿De qué hablamos durante esa semana? De libros, naturalmente. Antes de mi partida, Tomás Eloy Martínez -jefe de redacción de Primera Plana y factótum de esta andanza- me había deslizado apresuradamente, en un bolsillo, un librito mínimo, una suerte de separata, Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. Lo leí durante el viaje: me deslumbró. El manejo del idioma, la plasticidad y exactitud de la prosa eran incomparables... Cien años era otra cosa: un desborde de aventuras, un torrente de desaforadas metáforas, un esplendor verbal inusitado, nunca artificioso ni autocomplacido. Según me confió Gabo, en su génesis están, entre otros, Las mil y una noches, Gargantúa y Pantagruel, El libro de buen amor del Arcipreste de Hita y -no tan insólitamente como parecería en principio- Orlando, de Virginia Woolf. Ya de vuelta en la Argentina, a fines de ese año recibí un cariñoso mensaje de Gabo y una botella de ron de Jamaica, que me duró una eternidad. Luego, el tiempo, la distancia, mi timidez y acaso su aureola de gloria fueron alejándonos. Pero, como es de rutina en estos casos, puedo decir, con sentimiento auténtico, que jamás he olvidado ni olvidaré aquel encuentro en la Ciudad de México. Más aún: creo que le debo a García Márquez -y a Tomás Eloy- la mejor nota que he escrito en medio siglo, y algo más, de labor profesional.


*LA GACETA Literaria, 2007. 



Consejos para los jóvenes periodistas*

Por Ernesto Schoo.

Cuando se acaba de cumplir 80 años y se llevan a cuestas 55 de profesión, es inevitable que nos pidan consejos para los jóvenes novicios. Una salvedad previa: los cambios tecnológicos -la computación, la informática, el correo electrónico- están conduciendo a cambios de comunicación y percepción tan radicales, tanto desde el punto de vista del emisor como del receptor, que acaso mis palabras resulten obsoletas. Creo, sin embargo, que algunas cosas no cambian: yo aconsejaría no perder nunca y cultivar siempre, enfáticamente, la curiosidad y el entusiasmo. Y, al margen de aquellas noticias que exigen una seca precisión en los datos, abordar siempre el texto como si se estuviera contando un cuento. Que es lo que el lector quiere, lo que todos queremos: que nos cuenten un cuento, para entender el mundo y entendernos a nosotros mismos, y para saber que no estamos del todo solos y desamparados en el espacio cuyo silencio eterno espantaba a Pascal: que alguien nos acompaña y nos cuenta una historia antes de dormir. 


*LA GACETA Literaria, 2008. 


Siempre el mismo*

Por Ernesto Schoo

Uno es siempre el mismo. Un chico asustado y preocupado por el mundo, preguntándose cómo funciona. Ese camino culmina, en mi caso, con Cuadernos de la sombra, mis memorias de la infancia publicadas en el 2000. Ese libro fue distinto al resto. Sentí una necesidad de publicarlo. Al principio iba a girar en torno a mi relación con Buenos Aires, ciudad a la que amo, como diría Borges, dolorosamente. Pero luego se convirtió en una historia de familia. Allí interviene mucho mi abuela, con quien tuve un vínculo muy intenso. Era nieta de un invasor inglés del cual venimos los Schoo. Llegó con las primeras invasiones inglesas, en 1806, con apenas 20 años. Lo tomaron prisionero, lo mandaron a Tucumán y, naturalmente, se casó con una tucumana. Feliciana Villafañe se llamaba mi tatarabuela y John Schaw, mi tatarabuelo. Después se modifica el apellido. Según una de las versiones que conozco, porque los compañeros de colegio de sus hijos pronunciaban mal el apellido. De acuerdo a una segunda versión, un maestro sueco aconsejó el cambio para garantizar una pronunciación correcta. Mi abuela es la hija de uno de los hijos varones de Schaw. Tengo un recuerdo entrañable, porque me dejaban en su casa para que me cuidara y ella inventaba historias para mí. 


*Fragmento de una entrevista de Fernando López-Alves publicada en estas páginas en 2008.Esta semana murió uno de los más destacados periodistas culturales y el mayor crítico teatral que tenía la Argentina. Schoo se inició como periodista en LA GACETA en 1950; desde entonces siguió ligado al diario, particularmente a este suplemento


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