
El frío helado que estremece a intendentes y diversos dirigentes con cargos públicos es propio de las bajas temperaturas que azotan por estos días al Tucumán del calor extremo. Es inesperado, porque aquí, lo habitual en el cuerpo es el calor. Por ende, cuando llega el invierno, los músculos se estremecen.
Esa sensación perciben por estos días muchos de quienes han gozado por décadas de la calidez del poder, esa que los protege y les otorga una sensación de bienestar: es como estar en la playa, con un daikiri, y de pronto un tsunami te arruina la fiesta.
El escándalo en Alberdi provocó eso en la dirigencia política, que comparte un statu quo tan potente que se volvió normal. Porque, en los papeles, las reglas son eso: convenciones sociales que nos dicen qué está bien y qué está mal. Y aquí, en Tucumán, la normalidad pasa por el enriquecimiento y los privilegios de quienes manejan los hilos del poder desde hace cuatro décadas, con nombres que se suman y otros que se desvanecen, pero que son parte de un equipo ganador que no se toca. Una realidad que, si bien se observa en la provincia, no es ajena a la percepción nacional: el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional (a través de Poder Ciudadano en Argentina) suele ubicar al país en un rango de alta percepción de la corrupción, lo que resuena con el sentir local.
Las generalidades son odiosas y, probablemente, no estén todos en la misma bolsa. Sin embargo, el sistema de la democracia enriquecedora de la clase política sí le cabe a una mayoría importante. Este esquema, aunque a veces difícil de probar en lo particular, es constantemente señalado por organismos de control. Los informes del Tribunal de Cuentas de la Provincia, por ejemplo, suelen revelar observaciones recurrentes sobre la falta de controles y la opacidad en la rendición de cuentas de diversos organismos, reflejando ese “desorden administrativo” que se expuso en Alberdi. Porque, quitando el enorme halo de sospechas sobre los vínculos narcos con la política, la metodología de juntar “empresarios” con “política” es tan real y propia de Tucumán como los naranjos que desparraman sus frutos por estos lares.
Sin tanta metáfora, el núcleo del poder tiembla ante la intervención de Alberdi. Osvaldo Jaldo lo sabe y avanza de todos modos, apoyado por su buena imagen social y por el mote de “Comisario” que empodera su bastón para pegar un chirlo. El entorno lo envalentona: Javier Milei presidente le mostró que la sociedad dijo basta con varias prácticas que la gente conoce, pero aguanta. Este sentir popular se ve respaldado por diversas encuestas de opinión pública que indican un alto grado de descontento con las prácticas tradicionales de la política y una demanda creciente por transparencia y eficiencia en la gestión pública. El gobernador no quiere ser rehén de un cambio de época que mantiene descolocados –y en cuasisilencio– a los políticos de profesión. De ahí que apostó a voltear a uno de los suyos, intervenir el bastión de un peronista con peso territorial y bancar el miedo de quienes, abrazados a la almohada, piensan si mañana les puede tocar a ellos.
En criollo y sin tanta metáfora, la estructura de presuntos desvíos de fondos públicos a través de alianzas con diversos empresarios podría repetirse en otros municipios y estamentos estatales. La cuestión es así: se atomizan obras por montos considerables para que salteen la instancia de licitaciones o controles estatales, se entregan a “empresarios” de confianza para que las facturen y su ejecución suele estar sobredimensionada, infrarrealizada o suprapresupuestada. Esta operatoria, que organismos como la Auditoría General de la Nación han observado en otras jurisdicciones al auditar fondos federales, se materializa en la proliferación de contrataciones directas o la segmentación artificial de proyectos para evitar los controles de licitación, generando ese “retorno” inesperado. Conclusión: el “empresario” se lleva un dinero considerable por algo que ejecuta o no, y el dueño de la lapicera estatal consigue “algo”.
Vacas flacas
La puerta que abrió la Justicia con la intervención a Alberdi podría dejar en evidencia ese sistema, que funciona en diversos municipios desde hace tiempo y que se acentuó en la era Milei, de vacas flacas en cuanto a recursos públicos. Este escenario alimenta el debate sobre un patrón de funcionamiento ya conocido. No en vano la Justicia a nivel provincial y federal ha tenido y tiene en trámite numerosas causas que investigan a funcionarios por presuntos ilícitos vinculados a la administración de fondos públicos y al enriquecimiento ilícito, lo que da cuenta de un patrón recurrente que la intervención de Alberdi podría exponer aún más. La pregunta que muchos se hacen es qué podría pasar en el caso de que se multipliquen los “audios” como el del detenido Giménez, dejando en evidencia el desorden que reina en muchas administraciones en cuanto a los procedimientos de obras y servicios. Puede ser un bumerán: el interventor Norry dijo que encontró un municipio cuasiparalizado, con “controles laxos y desorden administrativo”. ¿Qué pasa en el resto de las ciudades?
Siguiendo el caso Alberdi, la hipótesis que se instala es que podría haber un sistema común, que involucra a empresarios y “vecinos” que se benefician de ello, en otros lugares. Ese es el temor que pone la piel de gallina a legisladores e intendentes, que no tuvieron mucha más opción que apoyar la lógica y coherente medida que tomó el gobernador de intervenir el municipio.
Quizás el mensaje que quiso dar Jaldo fue ese: el fin de una era o de una forma de “hacer política”. Lo hizo en su momento José Alperovich, que desmoronó y destronó a una dirigencia añeja, con unas prácticas mañosas de beneficios para quienes apoyaban determinadas “medidas de Gobierno”. La cuestión fue que aquel sistema se reemplazó en el alperovichismo por el que rige hasta estos días: el de ejecutar presupuestos con la anuencia de empresarios y con la consigna del “hacer”. Y así aparecieron los nuevos ricos que en poco tiempo acumularon tanto como quienes invirtieron décadas y generaciones en consolidar pequeños imperios lícitos a fuerza de trabajo.
En el Tucumán de la democracia de parientes y amigos, lo que prolifera es el beneficio para quienes son parte del statu quo del dinero estatal. Concejales, intendentes, legisladores y funcionarios coexisten en ese sistema en el que algunos son protagonistas y otros miran para otro lado. Este modelo, que diversos análisis académicos y de organizaciones de la sociedad civil han documentado como clientelismo o nepotismo, se ha consolidado como una forma de “hacer política” en varias jurisdicciones, donde la relación de parentesco o amistad se convierte en un atajo al beneficio económico a expensas de los recursos estatales.
El método de recolección de dinero para personas —no para “vecinos”— se desparrama como la nieve tóxica de El Eternauta: obras, servicios y contratos con vuelto para el que administra. En algún momento, el sistema se justificó en la forma de “hacer política”, es decir, en la necesidad de acumular recursos para competir en las elecciones e imponerse a fuerza de plata que banque el trabajo territorial, los dirigentes barriales y hasta la compra de votos. Pero hoy, muchos se cebaron y fueron más allá. Si bien esa práctica de acumulación de recursos para imponerse en los comicios a fuerza de cooptación a partir de las necesidades sociales ya es condenable, el desvirtuado Tucumán político va más allá. Se acumula para la riqueza personal. Ya no es ni siquiera para “mantener el cargo”, sino para hacer crecer la riqueza particular de los clanes instalados.
El mea culpa –o el miedo– alcanza a muchos. Porque familiares y amigos, y amigos de los amigos, hacen la vista gorda a la mala política porque toca a muchos. De lejos o de cerca. Y por eso funciona y se mantiene. Hace un par de días se conoció otro sistema de estafa piramidal, tipo Ponzi, en Concepción. Regresó el debate de por qué y cómo algo tan evidente al mínimo raciocinio se instala y prolifera, dejando a mucha gente perdiendo lo poco que tiene. El sistema funciona porque opera en la codicia intrínseca y propia de los seres humanos, de sacar un beneficio extraordinario con poco esfuerzo. Le cabe al que confía en un “Ponzi” y al que consigue el contrato público, al que calla porque su amigo de su amigo obtuvo un trabajo o porque “la plata está y yo tengo trabajo”. Funciona. Hasta que ya no.