El desolador paisaje de la Argentina vengativa

El desolador paisaje de la Argentina vengativa

El lunes se cumplirán 70 años del bombardeo a la Plaza de Mayo, episodio siniestro de la historia argentina que se saldó con un número hasta hoy no precisado de muertos. Fueron entre 300 y 400, de acuerdo a fuentes que no terminan de ponerse de acuerdo. ¿Heridos? Más de 1.000. Toda gente de a pie: empleados que habían salido a almorzar, transeúntes ocasionales, pasajeros del transporte público. Hombres, mujeres, niños. El objetivo de los pilotos de la Armada, punta de lanza del golpe de Estado, era que Juan Domingo Perón no escapara de la Casa Rosada. Pero las bombas, en lugar de caer sobre el Presidente, barrieron con un mar de vidas inocentes. Aunque el golpe falló, la suerte del Gobierno estaba sellada y Perón caería poco después, en septiembre. Los aviadores, refugiados en Uruguay, regresaron tras la Revolución Libertadora. Ninguno fue juzgado. A la larga, el crimen -el primer atentado terrorista a gran escala en nuestro país- quedó impune.

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La lógica esgrimida por los golpistas fue contundente: ojo por ojo. Venganza contra un régimen al que definían como antidemocrático y opresivo. Básicamente, fascista. Venganza por los ataques contra la Iglesia Católica, por entonces en pleno conflicto con el Gobierno peronista (los aviones llevaban en las alas la inscripción “Cristo Vence”). Venganza contra una figura -Perón- a quien no consideraban un presidente, sino un tirano. La retaliación, principio estructurante de la historia nacional, se activó horas después del bombardeo, cuando grupos peronistas quemaron, robaron y vandalizaron templos, mientras la Policía se quedaba de brazos cruzados, con orden expresa de no intervenir. Siempre habrá un antecedente válido, un motivo-fuerza que justifique la reacción, de modo tal que la cadena se remonta a los tiempos fundacionales.

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“¿Vamos a caer en la pasión partidaria? No; unos y otros, perseguidos y perseguidores, víctimas y victimarios, alternaban sus roles. Sin dudas unos con razones legítimas y otros con razones menos legítimas, pero esa especie de alienación por la crueldad y la sangre tenía caracteres bastante generales. En verdad los acontecimientos fomentaban esa manera bárbara de embestir, las atrocidades, el odio sin cuartel”. (Enrique Molina, “Una sombra donde sueña Camila O’Gorman”)

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En su extraordinaria novela Molina borra las fronteras entre unitarios y federales, porque en ese modus operandi basado en la crueldad y en el odio -escribe Molina- los roles se alternaban. Entonces la dicotomía civilización-barbarie se difumina entre tanta matanza. De allí venimos. De las cabezas clavadas en picas y exhibidas como trofeos ejemplificadores: la de Pedro Castelli en Dolores, la de Mariano Acha en la Posta de la Cabra, la de Marco Avellaneda en Tucumán. El caudillo Estanislao López derrota al caudillo Francisco Ramírez, lo hace decapitar y cuelga la cabeza en los arcos del Cabildo de Santa Fe. Luego la pone en una jaula y la lleva a su escritorio, para pasar toda la noche contemplándola. Molina conjetura un diálogo fantástico entre vencedor y vencido, aunque los ojos de Ramírez permanecerán cerrados, porque como los muertos todo lo ven, López teme que esa mirada penetre hasta el fondo de su alma atormentada. Otra cabeza, la del “Chacho” Peñaloza, infundirá pena y respeto a quienes la contemplan en la plaza de Olta. Era ya 1863, Bartolomé Mitre ejercía la presidencia y -en teoría- regían las garantías conferidas por la Constitución nacional. En teoría.

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Así vamos, de retaliación en retaliación. El fusilamiento de Dorrego jamás se le perdonará a su verdugo Lavalle: como corresponde a toda clásica venganza el plato se servirá frío, 13 años después. Al menos Lavalle se salvará de que su cabeza termine empalada en una estaca, porque sus hombres pondrán a salvo los restos en Bolivia. La claudicación de Urquiza en Pavón, y con ella la Argentina confederal que había asomado tras la caída de Rosas, será vengada a balazos por López Jordán. Las consecuencias políticas y sociales de la cadena de vendettas aflorarán, pasado el tiempo, con el peso de lo no resuelto. Cada injusticia cruel y feroz, sustentada en el odio y totalmente desafectada de los marcos legales, volverá como un bumerán en el siglo XX.

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Sucesión de efectos

Ya no se distingue una causa primigenia, sino una interminable sucesión de efectos. El bombardeo de la Plaza de Mayo es entonces el efecto de otro efecto, un loop en el que parecemos atrapados. Siempre sucedió algo antes, más o menos terrible, pero que de todos modos merece ser vengado. Los anarquistas vengan los fusilamientos de la Patagonia trágica o la represión obrera matando al teniente coronel Varela y al comisario Falcón. La Liga Patriótica de Manuel Carlés apalea trabajadores en venganza por las huelgas y los sabotajes. El límite de este interminable ejercicio de retaliaciones apenas aparece cuando las víctimas son sujetos invisibilizados por la historia. Nadie vengará entonces -por ejemplo- a las víctimas de la masacre de Napalpí, cientos de qoms y mocovíes asesinados en el Chaco allá por 1924. La Argentina cruel sobre la que escribió Molina con mano exquisita está regada por estos episodios.

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Quienes en la antigüedad se percibían ultrajados, indignados, impotentes; le rezaban a Némesis, diosa a la que le reclamaban justicia. Pero no la justicia ajustada a Derecho, sino la más implacable, furiosa y sangrienta. Némesis era la diosa de la venganza, figura temible a la que el mito le adjudica la maternidad de la bella Helena, en unión con Zeus. Los romanos tenían otras denominaciones para Némesis, entre ellas Invidia (Envidia). El tiempo le confirió otro significado al nombre, como sinónimo de lo opuesto, lo contrario. Nada más apropiado para una historia argentina en la que cada personaje, cada pensamiento, cada movimiento, encuentra de inmediato su némesis.

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Un año después de la Revolución Libertadora, en 1956, el peronismo motoriza un fracasado contragolpe. Mientras el general Valle -líder de la asonada- es condenado a muerte, un grupo de militantes peronistas es fusilado en la localidad bonaerense de José León Suárez. Rodolfo Walsh lo cuenta en “Operación Masacre”. En venganza, Montoneros secuestra y asesina al ex dictador Pedro Eugenio Aramburu. En venganza se desata en el país un apocalipsis de sangre y crueldad, idéntico al firmado por Enrique Molina en “Una sombra donde sueña Camila O’Gorman”. El ciclo jamás dejará de reiniciarse, con mayor o menor intensidad en función de las características de la época.

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Sin ir más lejos, en agosto de 1974, 14 guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) mueren en Catamarca, un episodio conocido como la Masacre de Capilla del Rosario. En venganza el ERP decide matar a 10 oficiales del Ejército. Uno de los elegidos es Humberto Viola, asesinado en Tucumán el 1 de diciembre siguiente. En la balacera también cae María Cristina, hija del militar de 3 años; y son heridas su esposa y su otra hija. La venganza de esos crímenes crecerá en una escalada oscura y casi infinita. El horror es absoluto.

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“Es preciso contener la venganza y pedir a Dios que la destierre, porque de no ser así, esto es de nunca acabar y jamás veremos la tranquilidad”, sostenía Manuel Belgrano. Preocupado, el padre fundador notaba que el país naciente crujía entre divisiones internas y acechanzas de afuera. Ese ruego -contener la venganza- jamás fue escuchado. Y así fue como la premonición (“jamás veremos la tranquilidad”) se cumplió al pie de la letra, cimentada en tanto espíritu vengativo. Al enemigo -la némesis- ni justicia ni ley; nada de eso es suficiente cuando son la ira y el odio el combustible que se le echa al fuego. Será por eso que, para Borges, el olvido es la única venganza y el único perdón.

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Aniversarios como el del lunes sacuden la alfombra de la historia y muestran esos momentos que durante largo tiempo se ocultaron debajo. Puesta en contexto, la tragedia del 16 de junio de 1955 deja al descubierto una dicotomía nacional de nunca acabar. Una realidad de lo más incómoda, fundada con el nacimiento mismo de la nación y de la que pareciera imposible escapar. La crueldad y el odio que siempre vuelven.

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