Julio Saguir
Doctor en Ciencias Politicas
“No odiamos lo suficiente a los periodistas”, dijo recientemente en X el presidente de la Nación. Odiar es aborrecer, detestar, abominar. A alguien –periodistas, economistas, científicos, empresarios. Es una pasión, opuesta a la razón, que rechaza y hostiliza. Eventualmente, que violenta. Una expresión aberrante de la condición humana.
Un recorrido por la historia del pensamiento político, desde Platón en adelante, se resiste a encontrar tamaña motivación como mecanismo o factor aglutinante de una sociedad. Más bien, todo lo contrario. Para quien abriera los senderos de pensar el origen de la vida en sociedad, Aristóteles, aquel mecanismo o factor aglutinante era la amistad cívica –aquella que se basa en la utilidad e interés común dentro de la ciudad o la polis. La amistad cívica afirma y destaca la concordia y la cooperación para el beneficio de todos. Es la fuente y sustento de un bien público fundamental y critico –el sosiego, la tranquilidad y la paz colectiva.
Para quienes destacaron el conflicto como parte critica de la vida en sociedad, sus consecuencias debían ser más bien evitadas -o controladas. Hobbes, el “padre” del Estado moderno, entendía que, dada la escasez de recursos, los individuos inevitablemente ceden a la competencia y al conflicto –y a la guerra. Para evitar tamaña amenaza a su propia supervivencia, ellos “pactan” crear el Estado –a los fines de asegurar mínimamente la seguridad y la vida en sociedad. La racionalidad indicaba que las pasiones debían ser sujetadas, controladas y subordinadas –a los efectos de la convivencia común y la paz social
Aún para quien percibió el conflicto como inscripto en la dinámica misma de la historia humana –Karl Marx--, el mismo era el producto objetivo de la distribución de la propiedad y los recursos de una sociedad. El conflicto no sucedía porque las personas se odiaran, sino porque disputaban los recursos materiales. El odio podía surgir como consecuencia –nunca como causa-.
Instar al odio es urgir a aquello que a lo largo del pensamiento político se percibió entre las principales y mayores amenazas a la vida de la polis –la facción-. Desde Platón y su alegoría de la caverna, la tarea de diseñar las instituciones que organizaran la vida en sociedad tuvo como meta prioritaria el control de las facciones que amenazan y eventualmente destruyen la vida colectiva. Una facción, al decir de James Madison, es un grupo de ciudadanos, en mayoría o minoría, que unidos por una pasión o interés común, atentan contra los derechos de otros o el interés público. Una facción triunfante origina el despotismo –el despotismo de la mayoría-.
De esto se trató nada más y nada menos que el diseño de la democracia representativa a finales del siglo XVIII –y que nuestros fundadores en Latinoamérica procuraron para nuestros países-. Ella tuvo como objeto el diseño de mecanismos que evitaran que mayorías facciosas atentaran contra minorías sujetas de derechos o el interés común. En otras palabras, evitar su eventual tiranía.
Instar al odio a periodistas –o economistas, científicos, empresarios– es instar a la facción. Es instar al rechazo de ciudadanos y de actividades sujetas a derechos. Es amenazarlos, amedrentarlos, ponerlos en riesgo. Y no solo a individuos, sino al objeto y tarea del interés colectivo mismo –la procura del bien público del sosiego, la tranquilidad y la paz social-.
Resulta extraño tener que recordar aspectos tan básicos de la vida y la convivencia. Que el odio es un sentimiento a desterrar, no a procurar. Que quien odia, divide. Y quien divide, violenta. Es de las cuestiones primarias que procuran las familias para sus hijos y las escuelas para sus alumnos. Desde la más tierna infancia. Es básico y elemental.
Paradoja
Resulta paradójico que aquel a quien se ha encomendado la tarea de cuidar y promover la paz social y el sosiego público se conforme y constituya como principal motivador y hacedor que los acecha, arriesga y –eventualmente- destruye.
Resulta intimidante –a la vida e interés de ciudadanos- que quien dispone de los recursos del Estado en sus más variadas formas amedrente los derechos básicos de quienes ejercen una actividad o quehacer.
Resulta amenazante a la vida en democracia que aquel a quien se ha adjudicado la tarea de controlar las facciones y limitar las pasiones de una mayoría dominante sea su principal impulsor e instigador.
Según Aristóteles, la vida en sociedad puede acercar o alejar a los seres humanos de su realización como tales. Lo primero los aproxima a ser como dioses; lo segundo los asimila a las bestias. La amistad cívica; el pacto social y el Estado moderno; la democracia representativa, fueron fórmulas pensadas para procurar el bien público de la convivencia social. Y hacer posible aquella realización individual y comunitaria. En todos y cualquiera de estos casos, la consigna fue desterrar el odio y procurar el encuentro; desechar la discriminación y apostar a la inclusión; eliminar la violencia y sostener el sosiego. Solo esto acerca a ser como dioses, y aleja de ser como bestias. O los hace tales.