
Hubo un tiempo en el que conseguir una entrada para ver a Atlético o San Martín era como ganar una final en el último minuto. No importaba el calor, la lluvia ni las cuadras de fila. La recompensa era un pedazo de cielo, una tribuna colmada en la que el corazón latía al ritmo de los bombos y los gritos bajaban como avalanchas desde la popular. Ese amor se llevaba en la garganta, en la piel, en el alma y en lo más profundo del corazón.
Ahora, en esta temporada y salvo excepciones contadas, esos estadios que alguna vez fueron templos parecen haber perdido su fe. El cemento ya no tiembla como antes, los trapos no flamean con la misma furia y el grito de gol se escucha más claro, pero menos acompañado. ¿Qué nos pasó? ¿En qué momento dejamos de ser la provincia futbolera, pasional y fanática que emocionaba a los visitantes y robaba elogios en todas partes?
Es cierto que hace un tiempo las entradas comenzaron a venderse de manera virtual y que la tecnología nos trajo comodidad, pero también nos quitó el ritual. Además, ahora que todos los partidos se pueden ver por televisión, muchos eligen el sillón antes que la tribuna. Ya no hay que dormir en la vereda para conseguir un lugar, no hay que faltar al trabajo para asegurar ese boleto que conduce al éxtasis multitudinario. Y está claro que sin sacrificio, la fidelidad se diluye. No es lo mismo sin ese rito: ir a la cancha se volvió casi como ir al teatro, al cine o a un recital.
Las cargadas siguen, claro. Que uno no llena la cancha, que el otro lleva menos gente. “Ustedes no tienen aguante”, se grita desde la virtualidad. Pero el aguante, el verdadero, el que se mide en transpiración y garganta roja, también parece estar en terapia intensiva.
No es sólo una cuestión de plata, aunque el bolsillo duele y sangra. La entrada más cara para ir al Monumental cuesta cerca del 20% de un salario mínimo, vital y móvil. En La Ciudadela vale unos pocos pesos menos; igual de mucho. Para una familia tipo ir a la cancha es prácticamente una patriada; un lujo que pocos pueden darse. Y ahí, lo que cuesta no es sólo llegar a fin de mes, sino también llegar a la tribuna.
Para colmo, la inseguridad hace su parte. En Tucumán muchas veces los partidos se programan por la noche; y ahí, cuando el árbitro da el pitazo final, los colectivos ya no están. Los taxis no se animan a entrar; los coches de aplicaciones dudan, y cuando se consigue uno, ese viaje vale casi un ojo de la cara. De esa manera, la noche se vuelve un partido bravo, de visitante y sin la hinchada a favor. Y el que iba con su hijo, con su hija o con su viejo, prefiere mirar los partidos desde casa.
Heridas abiertas
Pero no todo se explica con números, también hay heridas abiertas. En Atlético, la ilusión se pinchó como pelota vieja. Las últimas malas campañas tiraron abajo la moral de sus fieles. Mientras tanto, en San Martín, el ascenso que no fue todavía juega en la cabeza de muchos. Y cuando el presente no acompaña, ni la épica del pasado alcanza para inflar esa pasión que invita a llenar los estadios.
El hincha de hoy parece ser otro totalmente distinto al que alguna vez fue. Hoy es más de celular que de tablón, más de tuit que de tribuna. Comenta, debate, se enoja, pero desde la comodidad de una silla, detrás de un teléfono, sentado tranquilo en el living o en el bar. Ya no grita a los cuatro vientos desde lo más alto del cemento cuando la mano viene torcida. La fidelidad sigue, pero es diferente. Hoy el amor parece haberse vuelto digital, fugaz, menos ruidoso. Y las canchas lo sienten. Porque sin gente, no hay fiesta; sin fiesta, no hay folclore; y sin folclore, la mística se apaga.
Los dirigentes lo saben. La taquilla ya no mueve la aguja y ahora esas instituciones que antes se apoyaban en la fuerza de las recaudaciones se sostienen con sponsors o con el dinero que entrega la televisión. “Años atrás los clubes se financiaban con lo que se recaudaba los fines de semana. En la actualidad, eso es inviable”, admite un ex dirigente que trabajó en uno de los clubes hace unas décadas. “Los ingresos por televisión o sponsors no alcanzan para cubrir sueldos, viajes, concentraciones y demás gastos del día a día. Hoy por hoy los clubes son deficitarios”, explica otro directivo que todos los meses hace malabares para que las finanzas cierren.
Alguna vez fuimos ejemplo de pasión futbolera. Alguna vez dimos cátedra de aguante, llenamos canchas en torneos ignotos, hicimos sentir que desde este rincón del mapa también se podía rugir. Hoy, por lo que se ve en el Monumental y en La Ciudadela, eso parece haber cambiado; quizás por una mezcla de factores que pusieron en pausa lo mejor de nosotros. Pero lo que fue no está muerto; está dormido, está esperando...
Tal vez sea momento de preguntarnos qué fútbol queremos. ¿Uno frío, de pantalla? ¿O uno que nos devuelva ese escalofrío en la espalda cuando la tribuna canta unida, cuando el cemento cruje con fuerza y cuando el alambrado se balancea de un lado al otro?
No es un juicio, es una invitación. A volver, a animarse, a llenar los estadios, a recuperar la fiesta. A cuidar el folclore sano, claro, el de la pasión sin violencia. El que se canta con el alma, el que nos hace sentir que, gane quien gane, siempre vale la pena estar en la tribuna. Porque en el fondo, todos queremos lo mismo: volver a ser locales en nuestra propia pasión.
Porque volver a la cancha no es sólo volver al fútbol. Es volver a nosotros mismos.