Sexualmente hablando: yo estuve con Claudia Schiffer

Sexualmente hablando: yo estuve con Claudia Schiffer

Los que ya tenían noción en los 90, seguro recuerdan este chiste: A causa de una gran tormenta, un barco naufraga y sólo sobreviven Claudia Schiffer y un hombre común. Con el paso del tiempo, solos y abandonados, la confianza crece y ocurre lo inevitable: hacen el amor. El hombre se siente en el paraíso: la supermodelo alemana, esa a la que sólo podía mirar embelesado en las revistas... se ha convertido en su amante. No puede creer que él -¡tan luego él!- tenga sexo salvaje a diario con una de las mujeres más hermosas del mundo.

Un día, mientras conversan desnudos y extenuados después de sus habituales rounds, le pide a Claudia que le conceda tres deseos: el primero, dejarse llamar “Mariano”; el segundo, que se vista de hombre; y el tercero, que vayan a caminar por la playa, porque quiere contarle algo muy serio. La modelo le dice que sí, que claro, y se va a buscar ropa de las valijas con las que naufragaron. Al rato, mientras pasean por la orilla, él la mira y le dice: “Mariano, no me vas a creer, pero… ¡llevo meses acostándome con Claudia Schiffer!”.

El relato no ha perdido vigencia. De hecho, todavía circula, con alguna otra sex simbol de protagonista. Y es que, históricamente, muchos hombres han tenido la necesidad de alardear de sus conquistas. Porque, parafraseando ese planteo filosófico que se pregunta si hace ruido el árbol que cae en un bosque cuando no hay nadie para oírlo… ¿cuál es la gracia de acostarse con Claudia Schiffer -o con Lali Espósito- si no hay un “Mariano” que se entere, que escuche los detalles?

Pero “dime de qué te alabas y te diré de qué careces”, dice el refrán: en muchos casos el empeño en mostrar los propios méritos resulta sospechoso, una señal de inseguridad y búsqueda de aprobación externa, cuando justamente lo interno no es muy firme.

Así lo demostraron hace años los psicólogos Robert A. Wicklund y Peter M. Gollwitzer, de la Universidad de Texas (EEUU). En un estudio, pidieron a los participantes que nombraran una actividad o tema en el que se sintieran especialmente competentes y que escribieran cuántos años habían dedicado a ello y cuándo fue la última vez que se desempeñaron en esa área. Luego les indicaron que redactaran un ensayo al respecto y que decidieran cuántas personas debían leer lo que habían escrito.

Lo sorprendente fue que los participantes que menos experiencia y dominio tenían sobre una actividad o tema pretendían que un público más amplio escuchara sus ideas. Por el contrario, las personas realmente experimentadas se mostraban más autocríticas y modestas.

Los investigadores llegaron a la conclusión de que quienes tienen identidades menos “completas” desean con mayor fervor influir sobre los demás. Y que sus alardes no son más que una estrategia compensatoria para autocompletar simbólicamente esa parte que les falta. En cambio, las personas que se sienten seguras de sí mismas no necesitan de los aplausos externos para apuntalar su yo.

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