
El ideal de las cosas es probable que no exista, pero al menos en ocasiones nos acercamos a él. Según la ética, es un principio o un valor que se plantea como un modelo de perfección a seguir. Esto nos dice que se trata de un estado inalcanzable, pero al que infinitamente nos aproximamos.
Motivos hay de sobra en Tucumán para afirmar que estamos lejos de vivir en el sitio ideal. Sin proponer ingresar a un análisis profundo en lo social, cultural, económico o político, nos centramos en algo, digamos, más relacionado a la vida cotidiana: lo visual. Sí, esa primera aproximación que nos da uno de nuestros sentidos cuando de hacer contacto con un lugar se trata.
Hay sitios de Tucumán a los que a veces idealizamos por un paisaje y, con ambición, hasta los comparamos con Suiza, con Francia, llegado el caso. Y no hay cosa más incómoda que comparar, porque así se pierde de vista el valor y el carácter, en este caso, de cada lugar. Hay razones para afirmar que estamos viviendo en uno con su propia personalidad y con cosas que lo hacen no ideal, pero sí incomparable.
Con sentido objetivo crítico local (no turístico, porque ya estaríamos hablando lógicamente de una visión con menor conocimiento de causa), las imágenes que nos devuelve nuestro Tucumán tienen dos caras, con las que convivimos, a las que naturalizamos casi siempre, negamos, desconocemos, le quitamos importancia o de las cuales, sólo en situaciones muy puntuales, nos hacemos cargo, según el lugar social que ocupemos.
Tucumán tiene un lado flojo y desconsiderado para que no nos animemos en ocasiones, por ejemplo, a levantar la vista. Y esto va mucho más allá de estar atentos en nuestro camino a no toparnos con una vereda destruida (o a la ausencia de ella), a un camino o una calle en pésimo estado, o mal demarcada y señalizada.
Miren nomás algunos pocos ejemplos sobre si tendremos motivos para no posar nuestra vista en las alturas…
Es desagradable ver la maraña de cables aéreos de lo que se nos ocurra y en donde sea: telefonía, electricidad, internet, televisión por cable, conexiones clandestinas. En uso y en desuso. Llegado el caso, el Hombre Araña no tendría que pensar en nuestra provincia en tomarse el trabajo de generar las telarañas con las que se traslada de un lugar a otro. ¡Por qué hemos llegado a tener un cielo ciudadano tan feo! ¿Practicidad, bajos costos, impunidad para hacer los cableados o un qué me importa arraigado aquí hace años?
Esto de los cables tiene un apéndice, que aparece cuando nos topamos con esos árboles que quedaron cercenados en sus ramas por las cuadrillas que disponen, como les parece, de la flora para hacerlos pasar. Ni los Locos Adams imaginarían un “diseño” tan tétrico.
Vamos, levanten un poco la vista de este texto y piensen qué más pone a Tucumán en un plano estético de terror, mirando a sus alturas. ¿Ya está? Bien, cotejemos: ¿los revoques descuidados de los edificios dijeron? Y sí. Sumen las fachadas que no reciben una mano de pintura desde quién sabe qué año del siglo pasado. Y los árboles añosos, que pueden dar buena sombra pero que no se podan cuando y donde debe hacerse esta tarea, y que son una amenaza para cualquiera apenas sopla un vientito. Sigamos: las obras abandonadas que asoman detrás de enchapados (donde se promociona desde el recital de la estrella del momento hasta el nuevo jabón para lavar la ropa); los galpones con tinglados de chapas invadidas por el herrumbre y con un aspecto de fragilidad que da miedo.
Un aparte en una enumeración que seguro tiene más para citar. No es de estética urbanística pero sí originado por la mano del hombre: en los meses de zafra levantamos la mirada y vemos un horizonte lleno de humo y hollín. No es que no nos permita ver por completo hacia arriba, pero sí nos impone una barrera descarada, insolente.
Vamos a la contracara de este asunto y nos ocupemos de esas vistas en las alturas en las que Tucumán sí tiene muchas cosas que valen la pena.
Tenemos, por caso, una ciudad capital que en ciertas zonas crece en altura y de a poco se va pareciendo a una metrópoli de las grandes, en muchos casos con diseños arquitectónicos excelentemente resueltos. Y hasta están asomando las terrazas con jardines, los balcones con plantas florales y ornamentos varios, los frentes de edificios con cuidada estética. También algunas fachadas históricas que son revalorizadas con cuidados trabajos e iluminación, las cúpulas de edificios antiguos recuperadas, los túneles de árboles que proponen frescura y que sí reciben atención, poda o renovación a tiempo.
Y por qué no habríamos de destacar lo natural: un cerro fantástico, pintado de verdes y azules según sea la hora en que se lo vea, sin olvidar aquellos más altos que se pintan de blanco cuando algún fenómeno climático los “interviene”. Y qué decir de los paisajes agrestes, y también de los intervenidos por el hombre, que son de ensueño. De la altísima vegetación exuberante (entre silbos de aves) que se extraña horrores sobre todo cuando se viaja a lugares donde prima la aridez. De alguna cascada que arropa el corazón con su música entre las rocas. De esos amaneceres de verano y de esos atardeceres de otoño. También nos moviliza allá arriba la Lunita tucumana a la que tan bien le cantó Atahualpa Yupanqui y que asoma preciosa en esas tardes-noches límpidas y desprovistas de nubes.
Ocuparnos de eso que no está bien en las alturas tucumanas para poder levantar la vista con mejores sensaciones no es una utopía.
Ensimismados en nuestros quehaceres y problemas, tal vez no nos damos cuenta lo importante que es poder levantar la vista y ver que todo puede ser mejor, si nos ocupamos. Porque eso es contribuir a nuestra calidad de vida. No podemos soslayar que las imágenes y otros elementos visuales tienen un gran impacto en la mente, que nos ayudan a procesar y recordar información, y a tomar decisiones. También a despertar emociones. Esto último es de un alto valor.
Los especialistas sostienen que existe cerca de un millón de fibras nerviosas que unen el ojo con el cerebro y más de 20.000 millones de neuronas que procesan la información visual a gran velocidad.
Vale decirlo: la percepción y la conexión con nuestros lugares cambian de manera radical según el grado de compromiso que asumamos o el nivel desde el que las contemplemos.
En esto último habría que pensar, cuando sólo esperamos que sean otros los que asuman el desafío de cambiar las cosas. Y lo que es peor, mientras sólo reneguemos de la tierra que nos vio nacer, o en la que decidimos pasar nuestros días.