Alguien que me quiera

04 Mar 2019
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Dirty John

Hace poco Netflix estrenó “Dirty John”, una serie basada en dramáticos hechos reales, ocurridos recientemente en Estados Unidos. Es la historia de Debra Newell, una exitosa empresaria y decoradora de interiores, quien se enamora de John Meehan, un supuesto médico anestesista, a quien conoce por Internet, a través de un portal de citas. El candidato en cuestión es, en realidad, un psicópata y un estafador serial, que ha aprendido desde chico a manipular y usar a los demás para conseguir lo que quiere. Por otro lado Debra es, sin lugar a dudas, una “mujer que ama demasiado” -ella también ha aprendido que así es el amor-, capaz de negar las señales más evidentes y desoír las advertencias de sus hijas con tal de tener un hombre al lado y, de paso, erigirse en la salvadora de quien la “necesita” y “está dispuesto a cambiar”. Porque John jugará sucio pero también es cierto que su horrible accionar hace match con la idealización que su “presa” ha construido alrededor del amor romántico, de la vida en pareja. Es evidente: la absurda fantasía de que ese es el camino para estar “completa”, llega a cegarla, hasta que casi es demasiado tarde.

Más cerca en el tiempo y también geográficamente, hace unas semanas se difundió la triste noticia de Heide Mareike Rachidi, una alemana que había llegado a Paraguay a casarse con su “novio” virtual en el día de San Valentín. Fue aterrizar en Brasil –donde el avión hacía escala- y toparse con la novedad, a través de un escueto mensaje, de que la relación había terminado y que ni siquiera iba a conocer a su amor. ¿Qué había pasado? Durante todo un año de contactos virtuales, el falso novio logró, además de enamorar a Heide, que ella le depositara cerca de diez mil euros para “construir una casa y pagar el casamiento”. Consternada, la pobre mujer, que solo tenía pasaje de ida, fue trasladada a la embajada alemana en Asunción para recibir asistencia. 


“No hables con desconocidos”

 

Cada vez que aparece uno de estos casos resuena, desde algún lugar de la memoria colectiva, la vieja máxima que aconsejaba “no hablar con desconocidos”. Actualizada ahora por los muchos que pueden abordarnos mientras estamos en nuestra casa frente a la computadora o mirando el celular (ni qué decir si nos ha dado por explorar el mundo de las aplicaciones especialmente diseñadas para conocer gente que podría gustarnos). La sentencia no se refiere, obviamente, a negarnos la saludable posibilidad de dejar entrar a personas nuevas a nuestra vida. Pero sí nos insta a tomar las precauciones del caso cuando estamos empezándonos a vincular con alguien de quien tenemos poca o ninguna referencia.

Como primera medida, avanzar despacio, con prudencia y sentido común, constituye la mejor manera de encarar estas comunicaciones. Prestar atención a las actitudes extrañas o contradictorias o si parece alguien “demasiado bueno” para ser verdad. Confiar en nuestra intuición: si algo nos resulta sospechoso o nos incomoda, lo más probable es que estemos dando en la tecla y que lo mejor sea la retirada. Nunca enviar información o imágenes comprometedoras, mucho menos dinero (sin importar cuán consistente sea la historia que la otra persona relate para fundamentar su pedido). Y, si llega el momento en que se han intercambiado los perfiles de redes sociales, aprovechar para stalkear (mejor si lo hacemos con la ayuda de un amigo): las fotos –o la falta de éstas-, los amigos y parientes, las publicaciones, etc. pueden ser muy útiles para tener una idea más clara de con quién estamos hablando. 

Si finalmente hemos decidido encontrarnos cara a cara, hacerlo en un lugar público (y que alguien más sepa dónde estaremos). Y, por supuesto, tomarnos todo el tiempo que necesitemos para sentirnos cómodas/os para avanzar –o no- en la relación.

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Psicóloga, sexóloga clínica y colaboradora de LA GACETA desde hace más de 10 años.