¿Hay sobrevida después de Borges?

¿Hay sobrevida después de Borges?

Por Marcelo Gioffré, para LA GACETA - Buenos Aires.

01 Junio 2008
Cuando el escritor polaco Witold Gombrowicz se fue para siempre del país, alguien le preguntó qué consejo les daba a los argentinos y él dictaminó: "Matar a Borges". Reinaldo Arenas, el escritor cubano que el 7 de diciembre de 1990 se suicidó en Nueva York, en ese estremecedor testimonio que es su autobiografía, Antes que anochezca, recuerda esa anécdota, que sin duda debe de haberle sido contada por Virgilio Piñera, y añade por su cuenta: "Con la muerte de Borges, Argentina dejó de existir".
Cuando leí esa sentencia funeraria sentí un escalofrío. 1986, año de la muerte de Borges, traza una línea demarcatoria. Borges disciplinaba: despertaba a los parricidas e incitaba militancias exacerbadas. Roberto Arlt, como representante último del plebeyismo, inauguró esos pugilatos imaginarios. Marechal (y la cultura peronista) fue otro de los retadores. Sabato lo enfrentó desde variadas trincheras. Y la primicia es quizás el intento de erigir retrospectivamente a Rodolfo Walsh, con su contrafigura tardía de revolucionario, como el gran contradictor que intenta desacomodar a Borges.
A partir de Borges se abría un espeso delta, cuyas vertientes riquísimas eran Eduardo Mallea; Adolfo Bioy Casares; Manuel Puig; Leopoldo Marechal (que lo intenta ridiculizar en Adán Buenosayres); el propio Ernesto Sabato (que en Héroes y Tumbas lo transforma en personaje); Julio Cortázar (a quien Borges le hizo publicar Casa Tomada); Abelardo Castillo o David Viñas (que lo enfrentan como a una suerte de Minotauro vernáculo); o Isidoro Blaisten (en uno de cuyos cuentos se remite a El Aleph).
De manera que la muerte de Borges nos dejó huérfanos; nos sumió en la perplejidad metafísica. Es verdad que en 1986 había muchos escritores en pleno proceso creativo, como Andrés Rivera, Ricardo Piglia, Juan José Saer, Héctor Bianciotti, Juan José Hernández o incluso Abelardo Castillo e Isidoro Blaisten, pero tuvieron una sobrevida de fleco: Rivera publicó La Revolución es un sueño eterno en 1987 y es su libro más significativo. Blaisten publicó un gran libro de cuentos como Al Acecho en el primer lustro de los noventa. Bianciotti se convirtió en un autor francés. Y los demás deambularon sobre huellas propias o ajenas.

Los nuevos escritores
Lo más interesante, sin embargo, se produjo en torno de un grupo de escritores más jóvenes que irrumpieron después de la muerte de Borges y produjeron su obra en las últimas dos décadas. Y el fenómeno introduce una especie de corte generacional con dos rasgos nítidos: clara primacía de la novela y personajes menos abstractos.
Es así como Marcelo Cohen presenta su primera novela en 1984, El país de la Dama Eléctrica, y continúa con una serie de obras bastante ilegibles, que concitan -sin embargo- el interés de un grupito de lectores fervorosos. César Aira es un punto fijo en esta nueva etapa: siendo su obra tan vasta y fragmentada, casi nadie la ha leído de modo completo, lo que no impide afirmar que es interesante. Pablo de Santis, cuya primera novela es justamente de 1987, logra una tensión en sus tramas que no es desdeñable, aunque la simpleza de su lenguaje tiene un doble filo: si por un lado amplía su cantidad de lectores, por otro se aleja de la textura poética. El caso de Federico Andahazi, que también empezó a publicar en los noventa, es curioso, pues si bien cobró fama con una buena novela, El Anatomista, en sus últimos libros ha caído en una absurda complacencia con el público y el mercado.Pero hay dos escritores que, por caminos bien disímiles, insinúan un reformateo del plano profundo de nuestra literatura: Alan Pauls y Guillermo Martínez. Se trata de escritores creíbles y a la vez antitéticos: donde Pauls es barroco, Martínez es llano; donde en Pauls predomina lo existencial, en Martínez prevalecen la limpidez policial, la preocupación por la trama perfecta, los enigmas matemáticos o filosóficos; donde Pauls es desparejo, Martínez mantiene una gran regularidad. Ciertamente El Pasado, de Pauls, es una obra mayor, pero el resto de su creación ofrece hiatos, vacilaciones. Historia del llanto, la última novela que publicó, parte de una gran idea, pero se frustra por un barroquismo exasperante, arrastrada al caos por frases interminables, por una hilación que a fuerza de ser excesiva se torna insoportable. En cambio, Martínez no ha escrito ninguna obra que rompa las paredes del taller, pero sí varias obras impecables: tales los casos de Crímenes imperceptibles o La muerte lenta de Luciana B, novelas que funcionan como verdaderas máquinas literarias de una asombrosa perfección.
Esta literatura posborgeana está viva, pero aún sin una personalidad diáfana. Con cada libro va constituyéndose. Sus máximos exponentes no llegan a los 50 años. De manera tal que ya no debemos hablar de sobrevida, sino de nuevos paradigmas. Registros originales que remiten -tomando la sentencia inicial de Arenas- no sólo a la reformulación de una literatura, sino más bien a una Argentina nueva, que emerge entre dolores de parto y maldiciones. © LA GACETA

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