Los mensajes de messager

Los mensajes de messager

Por Marcelo Gioffré, para LA GACETA - Paris.

La Ballade de Pinocchio a Beaubourg. La instalación consiste en redes que contienen trozos de cuerpos mutilados. La Ballade de Pinocchio a Beaubourg. La instalación consiste en redes que contienen trozos de cuerpos mutilados.
23 Septiembre 2007
La exposición de Annette Messager, en el Centro Pompidou, de París, constituye uno de los acontecimientos centrales de la temporada europea. Ni bien se accede al hall central o Forum, surge la reciente instalación titulada La Ballade de Pinocchio a Beaubourg. Consiste en unas redes que contienen trozos de cuerpos mutilados pendiendo del techo sobre un rectángulo que se abre a un subsuelo, al que el espectador puede asomarse a través de barandas. Y allí pueden advertirse estibas de bolsas ordenadas en una suerte de laberinto, por cuyos pasillos es arrastrado eléctricamente un pequeño muñeco: Pinocchio, que recorre incesantemente el itinerario como si fuera la sangre por el cuerpo.
En ese trabajo que recibe al visitante del Pompidou ya están presentes las notas distintivas del resto de la retrospectiva de esta artista revulsiva e icónica: los temas del tiempo en su decurso heraclitiano, el cuerpo con sus declinaciones y las representaciones populares arrastradas por las mareas sociales. Emblemática del arte contemporáneo, representó a Francia en la Bienal de Venecia de 2005 y sobre ella se ciernen polvorientas polémicas respecto de si sus obras son meramente efectistas o esconden un sentido profundo, dilema que intentaré despejar en el desarrollo de este artículo.

Identidad, ficción y realidad
Los trabajos de los años 70 son distintos de los actuales tanto en las temáticas cuanto en los soportes empleados. En tanto ahora usa grandes instalaciones, con mecanismos eléctricos, que requieren espacios colosales y complejos sistemas, en los primeros tiempos el vocabulario empleado tenía una tonalidad más intimista. Tal es el caso del particularmente inquietante Los pensionistas, que consiste en una colección de pajaritos embalsamados exhibidos ordenadamente en unas vitrinas, a los que la artista trata como si fueran sus niños: los viste, les concede nombres, los reprende, los acuesta sobre camillas metálicas, o los acomoda sobre autitos a cuerda, poniendo quizás en entredicho el rol que ejercen las madres con sus hijos. De esta misma época es su obra La habitación secreta de la coleccionista: un espacio accesible a través de agujeros que presentan las paredes del recinto, en cuyo interior hay un conglomerado de objetos clasificados en cada pared o en cada sector. Bastará mencionar, para que el lector atisbe sobre qué versa la obra, algunas de estas colecciones: fotos de bebes con los ojos tachados por rayas de lapicera; fotos de los enlaces de la propia artista; fotos de personas que someten sus cuerpos a cirugías estéticas (a las que llama Las torturas voluntarias); una serie de sus propias firmas; o una selección de mujeres bellas a las que, bajo el impulso de la envidia, les introduce leves deformidades. Hay en todo este período un fuerte sentido autobiográfico y una búsqueda de identidad, una tentativa de clarificación de quién es ella misma y cuáles son sus motivos de encono o conciliación con el mundo.
Las obras de los años 80, dibujos, pinturas o fotografías montados sobre paredes, introducen efectos más o menos teatrales. Tal es el caso de Mis trofeos, una serie de fotos de pedazos del cuerpo intervenidos por la acción de la artista. Sin duda, en correspondencia con la llamada década perdida, si bien las obras tienen resonancias interesantes, Messager parece haber quedado sumida en un hiato de parquedad creativa, en el cual carecía del tono adecuado y convincente para transmitir al espectador sus obsesiones. Recién en la década del 90, con sus grandes instalaciones, recuperó la originalidad de su discurso y la potencia de su estética.
Particularmente siniestro es Contando cuentos, de 1992, que incluye peluches y animalitos embalsamados sobre pilas de libros, sugiriendo siniestras correspondencias entre ficción y realidad, entre vida y muerte. En la impresionante instalación Dependencia-Independencia presenta hilos de lana de colores cayendo junto con materias textiles articuladas en forma de pedazos del cuerpo como piernas o manos y también en forma de palabras tejidas, invitando a pensar en un gran caos polifónico y entusiasta, una suerte de Broadway desaforado de la decadencia y la monstruosidad.

Una vida que es un juego
Es en esta etapa final de los 2000 cuando las instalaciones parecen adquirir su mayor madurez creativa. Esta evolución ya se insinuaba en Articulados-Desarticulados, que fue llevada a la Documenta XI de Kassel. En esta obra ya había incorporado mecanismos eléctricos que dan movimiento a los personajes: hay marionetas levemente monstruosas, calaveras y trozos de cuerpos que van cumpliendo un itinerario automatizado y enfermizo. Y es por fin la instalación Casino, envío francés a la Bienal de 2005 en Venecia, la que concentra la mayor atención del público que permanece sentado y expectante en esa sala, en un silencio casi religioso, no menos de diez minutos observando la escenografía, los movimientos mecánicos y los cambios que se operan. Se trata de una enorme sábana roja que en determinado momento comienza a ondearse y a iluminarse, como si estuviera afectada por fuerzas profundas y misteriosas. Comienzan a entreverse animales o monstruos marinos que cobran espesor por debajo de esa piel. Y en el fondo de la sala hay una pequeña abertura en la pared con un telón sobre el cual se proyecta un reloj invertido que va marcando la hora exacta. Por ese hueco surge, en cierto momento, un gran viento que corre como un huracán por debajo del lienzo de la sala y este comienza a inflarse y se transforma en una especie de mar rojo que trae y lleva las mareas sobre los monstruos marinos que crecen y se iluminan. Y ese mar se tensa hasta que en un momento se derraman del techo, lenta pero inflexiblemente, unos muñequitos metálicos, especies de Pinochos cadavéricos, que enervan el crescendo. Así se produce el repliegue y más tarde el  renacimiento, que renueva la marcha implacable de los mecanismos.
En 2005, con sesenta y dos años a cuestas, Annette Messager encontró una estética más sugerente y menos obvia. Dejó de interrogarse sobre su identidad e inclinó su mirada, más o menos tímida, más o menos sarcástica, sobre lo que ocurre en la elusiva arena existencial. Y esa mirada parece remitir a una vida pautada aun en sus excesos, con mínimos espacios de libertad. Una vida que se inscribe en el tiempo, que recorre senderos automatizados, que se somete a titiriteros autoritarios, que está destinada a crecer, menguar, morir y renacer, como el guión de un Sísifo maldito, pero una vida al fin, cuyos mínimos resquicios de libertad constituyen nuestro tesoro. Una vida que por momentos nos ilusiona, que insufla vuelo a las ecuaciones, que se ilumina y que cree ser indestructible, hasta que las plagas la despiertan de esos sueños dogmáticos. Una vida que es un juego, un casino, en el que no siempre se pierde. Claramente no estamos equipados de las mismas herramientas que la banca, pero nuestro destino es jugar, y en ese juego fatal y glorioso estamos sumergidos mientras escribimos o leemos esas líneas. Como sostuvo Cortázar: “No hay mensaje, hay mensajero, y ese es el mensaje”.
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