Incendiar el presente para tapar el hervor

Incendiar el presente para tapar el hervor

El peronismo sabe incendiar el presente. El PAMI instrumenta el “lenguaje inclusivo” e indigna a multitudes. Después, la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner dice que ella prefiere el “todas y todos” antes que el “todes” y descoloca a sus seguidores que, como si fueran transportados en un camión discursivo sin barandas, quedan dando tumbos en la banquina por el volantazo semántico de la conductora. Juan Grabois, líder de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular y hombre cercano al Papa, manifiesta que es mejor el “default” que un mal acuerdo con el FMI que implique ajustes. El presidente, Alberto Fernández, visita a Francisco y luego se manifiesta a favor de legalizar el aborto. Precisa, más tarde, que no está en contra de la Iglesia sino a favor de los sectores de la sociedad que necesitan que esa práctica deje de estar penalizada. En esa misma lógica, el gobernador Juan Manzur educa a las ministras nacionales de Seguridad, Sabina Frederick, y de Justicia, Marcela Losardo, con un curso abreviado de justicialismo explícito: hay que oír a los opositores y luego hacer lo planeado. Aclara, después, que habrá diferencias sobre el proyecto de una Agencia Nacional de Seguridad, pero que hay que avanzar no contra los adversarios sino en favor de la sociedad.

Sin negar la importancia que en diversos grados tienen estos asuntos, nada debiera hacer perder de vista que lo que se está cocinando, y a fuego vivo, es el propio oficialismo.

La oportunidad desperdiciada

Más preocupado en la urgencia de la política que en la importancia de la economía, el fernandismo se olvidó la olla de la deuda pública sobre la hornalla de 2019. El armado del oficialismo, que –como ya se avisó- es un inédito gobierno de coalición de diferentes peronismos administrado por un mandatario que no es accionista de ninguna de las facciones (kirchnerismo, gobernadores, massismo), siguió la fórmula del “ganemos primero, veamos después”. Una receta que, por cierto, antes había aplicado el macrismo. Y que seguirán ensayando los que vengan, porque -ya se ha dicho- los partidos políticos tradicionales y programáticos son enfrentados cada vez con más éxito por los partidos de tecnócratas, donde no hay cuadros dirigentes ni militantes del campo popular sino politólogos, abogados, comunicadores, psicólogos y publicistas.

Pero sí hay un elemento que cabe netamente al actual gobierno: luego de las PASO de agosto, el resultado de las elecciones presidenciales estaba cantado. De modo que el fernandismo dispuso de la más prolongada transición desde la restauración de la democracia. Más aún: ya por entonces, hace seis meses, el diagnóstico estaban tan claro como el resultado electoral que sobrevendría en octubre: las prioridades eran atender la pobreza (el macrismo había prometido reducirla a cero, para luego hacer lo contrario) y los vencimientos de deuda externa (el kirchnerismo la llevó de U$S 178.000 millones a U$S 254.000 millones, y Cambiemos la dejó arriba de los U$S 330.000 millones).

En lugar de aprovechar el tiempo de ventaja para delinear los programas, toda la energía fue consumida en el reparto de cargos del Gabinete entre los socios de la coalición peronista. Con dos agravantes. El primero es que ya estamos a mediados de febrero y todavía no han terminado de intercambiar figuritas: las segundas y terceras líneas de Gobierno están ocupadas por funcionarios que asumieron cargos “de hecho” (aún no se firmaron sus designaciones), a los codazos con otros en idénticas condiciones.

El segundo es que se dejó para el final la decisión respecto de quién iba a ser el ministro de Economía, nada menos. Los nombres fueron desde Guillermo Nielsen hasta Carlos Melconian, pasando por Martín Redrado y Matías Kulfas, hasta recalar finalmente en Martín Guzmán, un académico de Columbia promocionado como el “Lionel Messi” de la economía, que hasta ahora no ha hecho méritos para ganar un Balón de Oro.

Más allá de los nombres, en el tiempo desperdiciado y en las decisiones clave dejadas para el último se cifran algunas explicaciones respecto de por qué ya hay un plan para paliar la pobreza, con las Tarjetas Alimentar, y en simultáneo seguimos sin plan económico. Ni lineamientos generales hay, siquiera.

Evidentemente, más urgente era que se levantase la orden de detención en contra de la vicepresidenta de la Nación.

Los problemas “económicos”

La hora de la negociación ha llegado y encuentra a la Argentina con desventajas tan serias como el hecho de que la deuda, como está, es inviable.

En primer lugar, el actual es, metafóricamente, un Gobierno sin moneda. Como lo fue el macrismo. Y también el kirchnerismo, en sus últimos años. En rigor, nadie quiere pesos, comenzando por los argentinos. Con independencia de los que invierten en bonos en moneda nacional, son legión los compatriotas que no ahorran en pesos. Sin moneda (o con una que nadie quiere), el Gobierno (cualquiera fuere) carece de una herramienta indispensable para construir cualquier política económica.

En segundo término, también son legión los que creen muy poco en la palabra oficial. Algo de eso es políticamente hereditario: hay que tener mucha fe para creer en la palabra de los gobiernos argentinos. Pero, otra vez, hay elementos propios del actual Gobierno. El presidente, en campaña tras las PASO, cuando el macrismo anunció el “reperfilamiento” de los vencimientos de la deuda, sentenció que el país había entrado en “default”. Ahora que él posterga compulsivamente los plazos del “bono dual” (ayer debía pagar 96.000 millones de pesos), ¿estamos en cesación de pagos?

Pero no es sólo una cuestión de expresiones. El gobernador de la exorbitante Buenos Aires, Axel Kicillof, reincidente en su condición de pagador compulsivo de los tiempos de ministro de Economía de la Nación, protagonizó un papelón memorable en la historia de la deuda argentina: se plantó frente a los acreedores del bono BP21 y declaró que no tenía recursos para pagar la pesada herencia macrista que le había dejado “tierra arrasada” así que o aceptaban voluntariamente posponer los plazos o, directamente, iba al “default”. Resultó que el bono no era de María Eugenia Vidal sino de Daniel Scioli, y era tan impagable que saldó los U$S 250 millones de contado… y con fondos de la provincia. Karl Marx advertía que la teoría y la praxis no pueden estar disociadas. El que de materialismo dialéctico sólo sabe lo que ha leído incurre en torpezas como las de exagerar el marxismo desde una postura de debilidad. Un comprensible error de teórico.

Para mayor inverosimilitud, el partidario del capitalismo con rostro humano del equipo oficialista, Guzmán, terminó jugando de Kicillof hace unos días. El ministro de Economía ofreció la semana pasada un canje voluntario del bono AF21 (ese que vencía ayer), con quitas del 20% al 40%. Acudió sólo el 10% de los tenedores. Entonces, el lunes licitó bonos del Tesoro, sin quitas y con tasas diversas. Resultado: debió declarar desierta la operación. Le quedaban dos opciones: emitir 96.000 millones de pesos (el 5,4% de la base monetaria actual, es decir, de los pesos que hay en la calle) y, con ello, ampliar la brecha cambiaria con el dólar; o reperfilar compulsivamente. Optó por esto último, justo en la víspera de la llegada de la FMI y cuando el mundo mira a la Argentina para saber si puede confiar en una renegociación. Para mayores fracasos concatenados, el economista doctorado en Brown repudió el carácter especulativo de los inversores. ¿Es en serio? ¿Qué cree Guzman que se hace en el mercado, sino especular? Si quiere solidaridad, debería apelar a que lo financien las ONG.

Este es el contexto en que se empieza a escribir la renegociación, una novela que el fernandismo anuncia con el mismo fervor esperanzado que el del macrismo cuando hablaba de “la reactivación del segundo semestre”. Esta novela, por cierto, tiene tres capítulos: capital, plazo e interés. El final es incierto porque los bonistas, en principio, son proclives a dar más plazos y a conversar de los correspondientes intereses, pero vienen mostrándose inflexibles respecto de sacrificar capital. No es una sensación: la prueba fue el naufragio de la semana pasada que protagonizó Guzmán. Y allí hay todo un atolladero: a la deuda, como está, no pudo pagarla Mauricio Macri ni puede pagarla Fernández, ni podrá el siguiente. Por eso, hasta el propio FMI se muestra partidario de una quita del 15%, incluso contra lo que expresan los bonistas.

Pero eso no es todo. El Gobierno quiere que los acreedores resignen capital, cedan intereses y concedan más plazos, pero cuando los acreedores le piden que muestre el plan económico (es decir, el “contrato” argentino a partir del cual se podrá saber con alguna certeza si el Estado tomará las previsiones para cumplir con los pagos de la renegociación), Guzmán contesta que no puede exhibirlo porque es una “partida de póker”. Entre esta sinrazón y el Presidente que le pidió a Dios que el país pueda salir de la crisis, la Argentina acumula insovencias financieras, morales y de idoneidad.

Los problemas “políticos”

Mientras se enreda la madeja del presente nacional, ocurren dos cosas en simultáneo. La primera es que el país está, financieramente, en pausa. Evidentemente, el Gobierno no va a tener un plan económico hasta antes de negociar con el FMI. Entonces manda a los gobernadores a que aguarden. Y estos ponen a los intendentes en sala de espera.

La segunda es que, conforme pasan los días, a los problemas económicos se suman los problemas políticos. Cada vez resulta más difícil de disimular lo poco que se soportan los fernandistas y los kirchneristas entre sí. La vicepresidenta, fiel a su estilo, es una apostadora de fondo, que desde Cuba no hesita en vituperar al FMI al que tanto necesita Alberto. Y él, que hasta aquí oscila entre ser Presidente en el exterior y ser gerente de la coalición peronista cuando está en la Casa Rosada, debe respaldar los inoportunos pronunciamientos de la esposa del ex mandatario que le canceló de contado la deuda al FMI en 2006 (en esa época, eso era revolucionario; ahora, se ve, ya no tanto), con más resignación que convencimiento.

Pero hasta Fernández parece tener un límite y su enojo con los que pregonan que en la Argentina hay “presos políticos” (es decir, su indignación con los pregoneros “K”) ha sido valiosa. Un “preso político”, ha dicho Alberto con claridad, es un ciudadano que ha sido puesto a disposición del Poder Ejecutivo, y eso en este país no hay. Pero sí hubo. Y ese es el oprobio de la cantinela de algunos kirchneristas, porque hay muchos tanto o más indignados que Fernández con esa malversación de una figura oprobiosa para la historia reciente. La última dictadura militar tuvo “presos políticos” y por eso es patético que algunos “K”, en lugar de honrar lo mucho que hizo Néstor Kirchner por los derechos humanos y la verdad al derogar las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, decidan banalizar el mal perpetrado durante el genocidio argentino. Porque eso, y no otra cosa, es comparar a los “presos políticos” del golpe del 76 con los ex funcionarios denunciados por corrupción durante la democracia, y juzgados y condenados por tribunales de la república durante el Estado de Derecho. Salvo, claro está, que la defensa de los derechos humanos no sea una conciencia sino un discurso alquilado, declamado con una convicción alimentada tan sólo por la renta estatal.

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