El rugby debe escuchar

Ojalá el minuto de silencio y el brazalete negro de Jaguares el viernes en su amistoso ante Georgia sea el inicio de algo nuevo. Así lo sugieren algunos trascendidos. Fernando Báez Sosa, el joven de 19 años asesinado en Villa Gesell, no era rugbier. Pero así como suena simplificador decir que el rugby es responsable del homicidio, también resulta ingenua la pretensión de quienes se indignan porque, como nunca antes, se discute en estos días de modo abierto y amplio sobre los tan famosos “valores” del rugby. Y muchos se pregunten si acaso no es hora de que el rugby comience a revisarse a sí mismo, pero aceptando voces de afuera, es decir, ajenas a la “familia” del rugby. Porque sucede que a Fernando lo mataron pibes que juegan al rugby. Y no es el primero. Son reiterados los episodios de violencia de rugbiers. No escuchamos nunca que un grupo de basquetbolistas o voleibolistas o remeros o atletas. Sí de rugbiers.

Así como el rugby ayuda a formar, hay cierta cultura del deporte ovalado, histórica, que, por esa razón, pretende ubicarlo en un escalón superior. Una especie de reserva moral. Todos los deportes, no solo el rugby, suelen ser formativos. La tradición de que lo que vale es siempre el equipo y no la estrella, el acatamiento al árbitro y la autodisciplina para evitar golpes que, en un deporte de contacto, podrían ser graves suelen ser exhibidos por el rugby a la hora de las virtudes. Pero esa misma tradición evitó siempre hablar del lado B. La creencia de ser un deporte superior, más una pertenencia histórica a las clases acomodadas (sin ignorar que hoy el rugby se juega en cárceles y zonas obreras) dio un histórico halo de impunidad a muchos de sus cultores. Lejos de la pretendida humildad que enseñaron muchos de sus maestros. Pareciera ser que ciertos valores se aplican y se respetan, pero exclusivamente dentro de la cancha y entre pares. Luego no. Todo vale. Se suman tiempos más complejos. El rugby, como muchos otros deportes, es hoy un deporte mucho más atlético. Eso sí, el rugby, requiere a sus jugadores casi al nivel de una roca. Fuerza bruta, además, formada no solo a base de pesas. Si a esa fuerza se le suma la noche, el alcohol y el rito de la tribu adolescente que busca pelea, el cóctel se agrava. La noche de Gesell, hay que decirlo, lleva años de agite complicado. Son numerosos los relatos de siempre que hablan de otros pibes que no murieron sólo porque una patada o una piña se desvió por milímetros, o porque la ambulancia llegó a tiempo. No fue el caso de Fernando. “Negro de mierda”, le gritaron algunos de sus agresores. Sí. El rugby tiene que comenzar a escuchar a otros. Adecuarse a los tiempos.

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