El devaluado primer mes de Alberto

Alberto Fernández cumplió su primer mes como jefe de Estado con una devaluación despiadada del valor de la palabra presidencial. Un fenómeno llamativo no sólo por el corto tiempo transcurrido, sino también porque ha sido él mismo quien ha deshilachado su discurso, hasta dejar sólo jirones de él.

La síntesis sobre las causas del desgarro del discurso puede esquematizarse en que, por un lado, el fernandismo exhibe una conducta zigzagueante en materia política, a la vez que un comportamiento económico de una rectitud fiscalista implacable. Un fiscalismo que, por supuesto, lo convierte en un profundizador del ajuste macrista, que había jurado combatir.

Precisamente, la Ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva, que muy poco tiene de una y de otra cosa, es de un intenso amarillo PRO. A los jubilados, Mauricio Macri los perjudicó retirándoles los aumentos fijos por una fórmula de cálculo de haberes (inflación y salarios) que iba a beneficiarlos “con el tiempo” (justo a ellos, adolecen de la escasez de ese recurso). Fernández los perjudicó ahora, cuando iban a ver los beneficios de ese esquema, eliminando la movilidad garantizada por ley y reemplazándola por aumentos que se otorgaran por decreto. Sólo a los jubilados de la mínima les dio un bono compensatorio: a los que ganan más de 20.000 pesos por mes, no. Para mayores inconsistencias, el propio Fernández, en campaña, se había comprometido a aumentar un 20% las jubilaciones, para poner dinero en el bolsillo de los trabajadores pasivos. Acontece todo lo contrario. Hay una solidaridad social muy dudosa en todo ello.

Simultáneamente, volvió la insoportable presión sobre los productores del agro nacional. Aumentaron las exportaciones al 35%, sin miramientos para el norte del país, tan en desventaja con la Pampa Húmeda. Una hectárea del NOA o del NEA produce, en el mejor de los casos, 2.500 kilos de soja por hectárea, la mitad que en la “zona núcleo”. El tucumano que invirtió en este grano grueso abonó unos $ 2.300 por tonelada a las acopiadoras que llevaron el producto desde la finca hasta el puerto (siempre cercano a Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe). Más IVA. Luego de exportar, y de que el Estado se quedara con uno de cada tres dólares de la venta al exterior, recibió su parte en pesos argentinos: para pagar semillas y agroquímicos debe convertirlos otra vez en divisa norteamericana, con un 30% de recargo. Además, tributa Impuesto a las Ganancias, pero por lo que exportó, no por la ganancia que le quedó. También, Ingresos Brutos provinciales.

En cambio, para mineras y petroleras que exportan la riqueza no renovable del subsuelo, las retenciones a la exportación bajaron del 12% al 8%. ¿La razón? Que las multinacionales inviertan en el país. Lo cual, ciertamente, también argumentaba Cambiemos. Hay una reactivación productiva muy dudosa en todo ello.

Lo que no es dudoso, en cambio, es el norte de estas medidas: responsabilidad fiscal interna y voluntad de pago de los compromisos internacionales. El oficialismo descubre hoy que es un objetivo correcto. Hace unos meses lo proclamaba como la claudicación de las banderas de la justicia social, la independencia económica y la soberanía política, que prometía que jamás dejarían de ondear durante una gestión peronista.

En materia política, en cambio, el comportamiento del fernandismo es una contradicción constante. Un camino sinuoso de cornisa, siempre al borde de la esquizofrenia pública, en contraste con la autopista hacia el ajuste que es la tendencia económica.

“Hasta el día de hoy, dudo que se haya suicidado”, manifestó Fernández en 2017, cuando su pelea con Cristina Fernández de Kirchner estaba vigente, respecto de la muerte de Alberto Nisman, el fiscal de la causa “AMIA”. Así lo registra el documental que puede verse en Netflix. En contraste, en el primer día del año, Alberto le dijo a Clarín: “Hoy las pruebas acumuladas no dan lugar a pensar que fue un asesinato”.

Con el último capítulo de la tragedia institucional de Venezuela ocurrió otro tanto. El pasado domingo 5, la Cancillería argentina repudió los incidentes de hostigamiento a la oposición, a la cual se le impidió ingresar al recinto de la Asamblea Nacional, lo que derivó en la fraudulenta elección de Luis Parra al frente del Parlamento. Juan Guaidó, presidente encargado de aquel país, agradeció al día siguiente el pronunciamiento argentino. Pero 24 horas después, es decir, el martes 7, el Gobierno argentino le retiró las credenciales de embajadora a Elisa Trotta Gamus, designada por Guaidó, lo que implica el reconocimiento de Nicolás Maduro como único y legítimo jefe de Estado de la nación caribeña. Y así siguen los éxitos con la pelea pública entre la ministra de Seguridad de la Nación, Sabina Frederick, y su par de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni…

El correlato subterráneo de esos entredichos que salen a la superficie es que todo nombramiento de funcionarios en la Nación, de segunda, de tercera y hasta de cuarta línea, es una batalla campal de intereses y presiones entre el kirchnerismo, el massismo y los gobernadores, además de las legítimas aspiraciones de cada ministro. De allí las demoras en la cobertura de cargos y, también, en la firma de las resoluciones: Sisto Terán y Marcelo Caponio ya trabajan en el plan Norte Grande (ex Plan Belgrano), y aún esperan los instrumentos legales de designación.

Todo lo cual revela dos cuestiones sustanciales. La primera es que la unidad del peronismo, esta vez (cuanto menos por ahora) es más bien una coalición. La segunda es que Alberto Fernández no es un accionista de esa coalición, sino más bien su gerente.

Probablemente, esa condición de “no accionista” permitió al peronismo cerrar filas en torno de su figura. Y esto justifica con claridad las razones de sus políticas contradictorias y vacilantes, a la vez que explica la devaluación de su palabra. Porque, en definitiva, habla como el CEO del peronismo, cuando en realidad está consagrado democráticamente como Presidente de los argentinos.

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